—José Borrell —continuó Polanco— es una persona muy adecuada para cotizar al alza en el futuro del partido, que necesita abandonar el modelito estrafalario del andaluz izquierdoso para situarse en un territorio más serio, como es el del catalán españolista.
Aparte del ostensible contento de Borrell al escuchar las palabras de Polanco, sobre todo las referidas a su persona, la cena dio muy poco más de sí. Pero yo me encontré en un lugar inadecuado porque escuché una conversación que nada tenía que ver conmigo. ¿Qué debía hacer con ella?
José Antonio Segurado es un hombre alto, de buena planta, grande, que camina deprisa, a veces ligeramente inclinado hacia adelante, embistiendo un poco el aire, quizá como reflejo de la energía física interior. Fue fundador y responsable del Partido Liberal en España y trabajó intensamente por la unión del centro-derecha español. Su actividad empresarial se circunscribía, aunque no en exclusiva, al ámbito de los seguros. Pero su pasión por la política era muy intensa y creo que desinteresada. Algunos me dijeron que tenía lagunas en su pasado. Pero mientras colaboró conmigo nunca me dio muestras de mente torticera. Al contrario: estaba obsesionado con la verdad y con la honradez de planteamientos. Ciertos o equivocados, como todo el mundo, pero honrados.
Yo creo que sus relaciones con Aznar, su empatía por así decir, era superficial, más que profunda. Su Partido Liberal se fundió con el PP. Segurado, a pesar de ostentar el puesto de vicepresidente, decidió dejar la política, seguramente por divergencias con Aznar y Rato. Charlamos él y yo sobre la posibilidad de que actuara como asesor del presidente, es decir, para que despachara directamente conmigo. Es un hombre con buenas relaciones con el mundo empresarial y político, con las organizaciones empresariales, con criterio más que razonable, así que acepté. Cumplía su misión con pulcritud, elaborando informes detallados de todas las conversaciones que mantenía con personas en su calidad de asesor del presidente de Banesto. Por cierto que cuando intervinieron el banco, esos documentos se quedaron allí. Me refiero a los informes que me enviaba. En 2010, con ocasión de un programa de Intereconomía, me reencontré con él. Le pedí si me podía dar copia de esos informes, porque estaba redactando este libro y me sería de mucha utilidad poder consultarlos. No solo accedió, sino que empleó muchas horas en ordenarlos. Ocupan dos carpetas enormes.
—Esos informes fueron remitidos a ti como presidente, así que son tuyos y de su contenido me responsabilizo plenamente —me dijo con tono solemne al hacerme entrega de las carpetas.
Bien, pues José Antonio Segurado mantenía una cierta relación, más bien buena, con Alfonso Guerra, a pesar de la distancia ideológica que existía entre sus posiciones respectivas. Yo conocí al político andaluz de su mano, porque nunca había coincidido con él en ningún sarao ni social, ni político, ni universitario ni de ninguna de las especies hispanas. Acudí con Segurado a verle a su despacho oficial de vicepresidente del Gobierno y mantuvimos un encuentro que resultó algo tenso, porque, una vez más, salió el tema de los medios de comunicación y en concreto del extinto
El Independiente
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Pero curiosamente, a pesar de la tirantez desde ese momento, una vez defenestrado de la vicepresidencia del Gobierno, con Txiki Benegas como compañero de Guerra y Segurado como asesor mío, celebré algunos almuerzos con Alfonso Guerra. No siento especial atracción por su personalidad, pero tampoco me provoca rechazo. Desde luego, sintonizo con él de manera mucho más clara y me encuentro más cómodo que, como digo, con otros miembros de su partido que dicen ser menos «radicales», claro que no sé dónde centran la radicalidad.
—José, ayer estuve en una cena y lo que escuché no me gustó nada.
Relaté con detalle lo sucedido y lo escuchado. Segurado se sintió en la obligación moral de decírselo a Guerra. Salió con dirección al despacho del vicepresidente y vicesecretario general del PSOE y le relató el suceso. Yo no estaba presente, pero supongo que Guerra se quedaría de piedra, o quizá estuviera ya barruntando algo. Desde ese instante la ruptura con Felipe se convirtió en inevitable. Alfonso Guerra —al parecer—, con la información en el bolsillo, se presentó en el despacho de Felipe, le relató la cena y le preguntó qué sucedía, si él, González, se encontraba verdaderamente detrás, sosteniendo la maniobra. Supongo que el entonces presidente del Gobierno negaría la mayor con esa facilidad para el disfraz que le caracteriza, pero la credibilidad no debió de resultar excesiva porque Alfonso, de manera fulminante, se fue a Extremadura y en una convención de su partido o algo parecido presentó, en medio del rugir de los sollozos de muchos militantes, su dimisión como vicepresidente del Gobierno.
Desde ese mismo instante se fraguó el alejamiento personal y político de los dos personajes. Alfonso contaba con muchos partidarios en el PSOE, sobre todo en las zonas rurales y, en especial, dentro de Andalucía. Sobre el papel, si movía bien sus hilos, echar a Alfonso, quitarle su poder, no parecía fácil. El primero en sentir la preocupación por el escenario fue el propio González.
En las conversaciones que Alfonso Guerra mantenía conmigo se expresaba con suficiente sinceridad. Un día de aquellos me dijo claramente:
—Mira, el PSOE quiere a su líder, tiene claro quién es, quién asume esa posición. Pero, por contra, parece que al líder no le gusta su partido, que Felipe no se siente feliz liderando un partido de base obrerista y gran presencia rural, sino que le habría encantado ser el líder de una especie de partido de cuadros, de talante centrista, educado, moderado, de base fundamentalmente extraída de la moderna burguesía urbana.
Esta mañana de 22 de julio de 2010 hablaba por teléfono con José Antonio Segurado mientras esperaba en el aeropuerto de Palma de Mallorca el avión que habría de traerle a Madrid. Además de confirmar con él lo relativo al asunto Guerra, es decir, a la información que le transmitió de la cena en casa de José Terceiro, le comenté mis impresiones de la lectura de sus informes.
—Mira, José, hay dos asuntos que veo recurrentes en todos tus informes. Uno de ellos es que, a pesar de los hechos evidenciados en informes profesionales de J. P. Morgan, resulta que eran muchos los que se dedicaban a cuestionar las cuentas de Banesto, a introducir dudas, a manejar esa técnica del rumor tan característica.
—Sin duda, así fue. Desde ámbitos financieros y periodísticos.
—En tus informes aludes a Isidoro Álvarez y a Mingo como personas que no seguían esa tendencia, sino más bien la contraria.
—Así es, en nuestras conversaciones tú mismo lo pudiste comprobar.
—Pero lo que me alucina es que esas gentes ignoraran los datos objetivos, los hechos, los informes profesionales. Es obvio que tenía que existir una motivación de otra naturaleza.
—Pues, al margen de cualquier otra cosa, lo cierto es que no podían con el enorme liderazgo social que ostentabas en la sociedad española. Eso les afectaba a muchos de manera extremadamente potente.
—Y fíjate, José, que la vida acaba poniendo a cada uno en su sitio. ¿Supiste de la declaración de Roberto Mendoza en el juicio Banesto?
—Pues no recuerdo.
—Como sabes, escribió una carta el mismo día de la intervención avalando la gestión de Banesto.
—Sí, eso lo recuerdo por la prensa.
—Bueno, pues muchos años después tuvo que acudir a declarar como testigo al juicio Banesto y ya sabes la importancia que los americanos conceden a las declaraciones testificales.
—Desde luego, desde luego.
—Bien, pues el fiscal le preguntó si creía que el plan de Banesto hubiera tenido alguna posibilidad de salir adelante sin la intervención. Era obvio que esperaba un no rotundo.
—Sí, imagino.
—Roberto le dijo que en aquellos días de 1993 su opinión positiva quedó por escrito, así que no había duda. Pero —añadió— durante estos años se había preguntado, visto con el paso del tiempo, si esa opinión que dio entonces era o no acertada.
—Sí, claro, eso añade mayor fuerza de visión.
—Bien, pues dijo que después de pensarlo a lo largo de estos años y ver los acontecimientos vividos, nadie con una visión objetiva podía seriamente negar que ese plan de Banesto habría tenido éxito.
—¡Qué bien!
—Así es, José, y con eso y todo seguirían negándolo de no ser porque la crisis financiera, esta vez la verdadera, les ha forzado a no seguir instalados en la mentira. Sucesos como el de la Caja Castilla- La Mancha por ejemplo hablan por sí solos.
—Desde luego.
—Pero el otro asunto recurrente que se deriva de todos los informes es la especie de antipatía por decirlo de manera suave que José María Aznar expresaba sobre mí debido a que siempre pensó que quería dedicarme a la política y quitarle el puesto.
—Bueno, eso era lo que pensaba todo el mundo, absolutamente todo el mundo. Nadie creía en Aznar y todos pensaban, por más que yo desmentía, que te querías dedicar a la política. Era impresionante.
—No solo eso, sino que, incluso, que tú trabajaras de asesor conmigo era visto como la prueba del nueve de mi dedicación a la política...
—Fíjate que recuerdo que un día, no sé si estará en mis informes, José María Aznar, cuando yo le negaba esa intención tuya, me dijo: «Desengáñate, José Antonio, eso es lo que te dice a ti, para que me lo transmitas a mí, pero lo que quiere es dedicarse a la política y eso me afecta a mí de modo directo.
—¡Es alucinante! Les daba igual mi contrato por cinco años con Morgan, mis constantes negativas...
—Nadie te creía, ni a ti ni a mí.
—Es que cuando algo no se quiere creer porque no conviene, pues no se cree. No querían creer la realidad financiera de Banesto ni que nosotros no estábamos en ninguna operación política. Así funcionan y por ello utilizan la técnica del rumor, tan vieja como el mundo.
—Pero ni siquiera los propios defensores de Aznar lo admitían. Pedro J., por ejemplo, en todas mis entrevistas con él me insistía en que era claro como el agua que te ibas a dedicar a un proyecto político. Como se suponía tu cercanía con él, esos comentarios de Pedro J. te hacían mucho daño.
—Yo sí que creo que quien tenía un proyecto político era Pedro J., pero esto es otro asunto. Por cierto, ¿recuerdas el posicionamiento de Luis María Anson en aquella terrible cena en mi casa?
—¡Como para olvidarse de ella!
La cena se celebró en mi casa de Triana 63, a la que asistieron Luis María Anson, Aznar y Ana, su mujer, José Antonio Segurado y su mujer Ana. Lourdes y yo actuamos como anfitriones. Aznar, entonces líder de la oposición, llevó a cabo un discurso medido, prudente, con algunos destellos de agresividad incontenida, explicando en alta voz los pasos a recorrer para ganar las elecciones, en concreto para vencer a Felipe González. Luis María Anson, cuando Aznar finalizó su exposición, tomó la palabra y con enorme frialdad y con la brillantez expositiva que siempre adorna sus parlamentos, dijo:
—Así es, en efecto, José María. Eso es exactamente lo que hay que hacer. Lo que ocurre es que tú no le ganarás nunca a Felipe González. Para que puedas ganarle tendremos que comprometernos todos en una labor muy difícil porque tú, por ti solo, jamás lo conseguirías.
El ambiente se cortaba con una pala de madera gruesa y sin tallar. La tensión ascendió infinitos grados. Los ojos de Ana Botella destilaban algo mucho más grueso que la incomodidad. Los de Aznar, una ira incontenida. Los míos y los de Lourdes no pasaban de reflejar cierta estupefacción, pero no porque nos pareciera mal el contenido de las palabras de Luis María, sino porque se atreviera a formularlas con semejante acidez delante del propio afectado y siendo invitado en mi casa, lo cual era particularmente grave porque para una mente como la de Aznar podría darle a entender que más que una cena se trataba de una encerrona contra él.
Tratando de descargar la electricidad que dominaba el ambiente, forcé un poco la voz para transmitir amabilidad cuando invitaba a todos ellos a que el café lo tomáramos en el jardín. Afortunadamente —pensé—, era verano y movernos del lugar hacia la contemplación nocturna de las luces de la piscina y las que iluminan los rincones llenos de verdor del trozo de jardín de Triana 63, contribuiría a desdramatizar un ambiente que, sin duda, se había vestido con el traje de la crispación.
No conseguí el objetivo. Anson, minutos después de sentarse en el sillón de teca situado a la izquierda de la escalera que desciende del comedor al jardín, decidió que el periódico necesitaba de su presencia. Aznar y su mujer aguantaron como pudieron el nuevo desplante, se quedaron con nosotros algún tiempo más y con el gesto torcido de una noche aciaga se despidieron en plena calle Triana, que a esas horas, algo antes de la medianoche, todavía recogía el resplandor de algunas de las luces de las ventanas de los edificios colindantes.
Volví a nuestro lugar de tertulia. La noche, calma y serena, invitaba a retozar con ella algunos instantes más. Ciertamente, Aznar no concitaba el entusiasmo ni de sus más fervientes seguidores. Aupado por Fraga a la presidencia del partido después del descabezamiento violento de Hernández Mancha, su arquitectura física, sus modales, su forma de relacionarse con los demás, sus gestos y, en general, la integridad del producto humano convertían a Aznar en alguien a quien todos consideraban un nuevo tránsito más, un experimento que volvería a fracasar y, sin la menor duda, un sujeto para quien ganar unas elecciones generales al carismático Felipe González se convertía en un imposible metafísico. Pero se equivocaron en estos pronósticos porque, con un enorme coste para el Estado, consiguió ganarlas en 1996 aunque solo por un puñado de votos.
Mis relaciones con él siempre fueron pacíficas, al menos sobre el papel. Incluso creo que le atendí cariñosamente en más de una ocasión, como en aquella cena en el Palacio Real en la que, de nuevo los comensales de pie en el salón del café y la copa, contemplamos Lourdes y yo la imagen de Aznar y su mujer, vestidos de etiqueta con un punto de demasía, absolutamente solos y alejados de todo el mundo, situados en las proximidades de la puerta de salida sin que nadie, absolutamente nadie, se acercara para mantener una conversación con ellos, aunque fuera de pura y exclusiva cortesía. Lourdes y yo, ante lo desolador del espectáculo, nos acercamos a ellos, y en tales momentos el que yo me concentrara con alguna persona tenía importancia.