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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (46 page)

BOOK: Los días de gloria
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La ausencia más significativa del Consejo fue la de Fernando Garro. Sinceramente consideré que su currículum no reunía los mínimos requeridos para, a su edad, ser consejero de Banesto. Conscientemente lo dejé fuera. Fernando lo consideró como una afrenta. Siempre lo llevó escondido en su interior, y, al margen de otras consideraciones, en ese tratamiento de mi decisión como afrenta personal hacia él se esconde una de las causas, quizá no la más importante, de su terrible comportamiento conmigo. Es una lección que todos deberíamos tener clara: una lesión emocional potente es capaz de arrasar con lealtades y agradecimientos. Es capaz de transformar el afecto en odio puro y duro, y es caldo en el que pueden fermentar las mayores barbaridades imaginables. Por eso cada día insisto a mis hijos con mayor énfasis en que cuiden por todos los medios de rodearse de personas equilibradas, con quienes tienen más o menos controlado su equipaje emocional. Ya sé que es difícil porque esta civilización nuestra no propicia semejante estabilidad, pero la experiencia aconseja que por encima de inteligencias y lealtades hay que contar con estabilidades emocionales.

Con los nombres de nuestros consejeros consensuados entre Juan y yo y, además, informado el anterior presidente, Pablo Garnica Mansi, teníamos que cumplir con una tradición inveterada en la banca española: consultar tales nombramientos con el gobernador del Banco de España, puesto que se trataba de uno de los siete grandes españoles. Humildemente confieso que no se me ocurrió bajar al despacho del gobernador del que fui despedido en la forma tan poco cordial que relaté. ¿Debí hacerlo? Tal vez, pero en todo caso resultaba indiferente porque la guerra es la guerra y los del poder no se andan con esas lindezas educativas. Así que Mariano se enteraría por la prensa o por las filtraciones de quien fuera pero no tenía sentido una hipócrita visita a su despacho como si nada hubiera sucedido. Luego, a fuer de verlos en acción, entendí que los mejores enemigos, los juramentados a muerte unos contra otros, realizan tales actos de hipocresía y otros de dimensión muy superior. Aunque no sirvan para nada...

Aquella tarde previa al Consejo del 16 de diciembre de 1987 asistí a una recepción en El Pardo. No soy capaz de recordar el motivo que nos reunía pero allí me encontré con Solchaga, el ministro de Economía, que con cara de muy pocos amigos ronroneaba por el patio del edificio en el que nos ofrecían una copa a los asistentes. Me acerqué a él y de manera muy sintética le conté las innovaciones en el Consejo del banco que introduciría al día siguiente. La cara del ministro se demudó. Nada más lejos de sus cálculos que Paulina, Belloso y Torrero pudieran ser, ni más ni menos, consejeros de Banesto. Balbuceó durante unos segundos y espetó:

—Es el cambio más importante que se ha producido en la estructura del poder económico en España.

La frase me sonó excesiva, pretenciosa, grandilocuente, pero, en fin, como venía del ministro de Economía lo mejor era no formular ningún aspaviento, mirarle a la cara con aspecto de cierta indiferencia adornada con un apunte de sonrisa sarcástica y darle un ligero apretón de manos de despedida. Ejecuté la ceremonia lo mejor que pude y me fui a mi casa.

Al día siguiente nacía el primer Consejo de la era de Mario Conde y Juan Abelló. La prensa recogió el estupor que provocó en ciertos sectores sociales y políticos una remodelación tan profunda y con tantos nombres nuevos alejados de los pedrigís originales de la banca, pero sobre todo provocó consternación que tres personas filosocialistas entraran en ese sanctasanctórum y que una de ellas, además, fuera el encargado de las labores ejecutivas del banco. Algunos artículos de prensa comenzaron a difundir la especie de que tales personas debían su llegada al banco a un pacto con Felipe González para concluir satisfactoriamente la OPA del Bilbao. Falso de toda falsedad. Ni hablé con Felipe ni con ninguna persona en su nombre sobre tales nombramientos. No existió pacto alguno con el poder socialista. Pero comenzaba la leyenda.

Concluido el Consejo, antes de acudir a su cita con los medios de comunicación social para explicarles el nuevo organigrama y las designaciones aprobadas ese día, Fernando Garro pidió verme con insistencia. Supuse que se trataría de alguna cuestión relacionada con los medios y le recibí unos segundos en un día comprensiblemente muy movido.

—Mario, ten cuidado. He visto los ojos de Juan y no son los de una persona normal. Ten mucho cuidado.

—Fernando, no me des la murga. Juan está contento y no tiene ningún problema.

Contesté sin querer alargar la conversación a pesar de que era absolutamente consciente de que la tormenta interior de Juan iba en ascenso cada día. Sin embargo, reconozco que no concedí suficiente valor a las palabras, a la advertencia de Fernando.

—¿Recuerdas qué hiciste ese día, esa noche, cómo celebraste tu nombramiento?

—Pues no, papá, creo que no. Mis recuerdos son nítidos de mi boda, por ejemplo, o del día en el que nacieron mis hijos, o cuando aprobé la oposición de abogado del Estado, o cuando pedí la excedencia, o cuando firmé la venta de Antibióticos, y algunos más, pero de ese día de mi nombramiento como presidente de Banesto no me acuerdo de nada. Seguramente cenaríamos Juan y yo con Lourdes y Ana y alguien más, pero sinceramente no retengo ninguna imagen.

Por supuesto, retengo el Consejo, los pormenores de su desarrollo, las caras de los consejeros que abandonaban el banco, las palabras de algunos de ellos, la escena, el color, la música y algo de la letra, pero poco más. Soy capaz de entrever a Fernando Garro hablando con el encargado de economía en el telediario de la noche elaborando un diagrama para explicar los cambios introducidos en el Consejo. Almaceno con cierta nitidez los días siguientes, sobre todo el revuelo que se organizó cuando la prensa comenzó a explicar a los atónitos lectores —y sorprendidos directores del banco— los posicionamientos políticos de Belloso, Paulina y Torrero, amén de las especulaciones —sin el menor fundamento— acerca de hipotéticos pactos con el Gobierno, fruto de los cuales algunos «periodistas de investigación» encajaban el nombramiento de los tres consejeros «progresistas».

Al margen de mis emociones interiores, el acontecimiento se saldó con una verdadera conmoción. Objetivamente existían motivos para ello. Que al primer banco de España, al más, digamos, arcaico en el concepto popular y, al mismo tiempo, el dotado de mayor carisma, llegara a la presidencia un chico de treinta y nueve años que carecía de antecedentes familiares y profesionales en el mundo financiero revestía suficiente fuerza como para comenzar a construir un culebrón. Mi propia personalidad —añado por mi cuenta— cargaba las tintas de estos datos externos. Además, había ganado la batalla que nos planteó el Banco de Bilbao y en una sociedad tan aficionada al estereotipo la imagen transmitida era la de un pobre David venciendo con una pequeña honda a un gigantesco Goliat. Todo eso desató un interés terrible por parte de la prensa. Los medios de comunicación social, sin ninguna excepción, querían entrevistas conmigo. Curiosamente, desde el primer momento comenzó a plantearse la posibilidad de que mi intención última fuera dedicarme a la política. Recuerdo una entrevista, la primera, a la revista de talante conservador que dirigía Jaime Campmany llamada
Época
en la que el periodista, Ónega me parece recordar, tituló con una frase que yo había dicho de pasada, sin especial énfasis, en la que declaraba que mi pensamiento era próximo a lo que podría llamarse centro derecha. De la OPA, el mundo financiero, los números de Banesto, las expectativas de resultados, las previsiones de dividendos, nada de nada. Como si no fuera con la banca mi ascensión a los cielos financieros.

Era raro el día en el que un medio de comunicación social no contuviera alguna noticia sobre mí. Perdí mi intimidad y penetré en el mundo de las llamadas «personas públicas». Sinceramente, yo no lo buscaba, pero tampoco podía evitarlo. La Junta General que presidí por primera vez el 9 de enero de 1988, a la que acudieron más de ocho mil personas, fue sencillamente apoteósica. Con aquel nombramiento comenzó a aparecer en la sociedad española el mito de Mario Conde. Yo trataba de ser igual que antes, de defenderme a mí mismo, de evitar que mi nueva situación pudiera provocar un cambio excesivo en mi personalidad, pero la fuerza de las cosas me llevó por el sendero de un cambio profundo en mi modo de vida.

A pesar de la aparente tranquilidad en el banco, las tormentas seguían gestándose, lenta pero inexorablemente. Y digo tormentas en plural porque la política caminaba de manera oculta, soterrada, agazapada, esperando la oportunidad que tardaría años en llegar. La otra, la de los factores propiamente humanos, las miserias, los celos, las envidias, los intentos desesperados de medrar, de subir a cualquier precio y a costa de quien fuera, continuaban implacables su camino como corresponde a la condición —pobre condición— humana. Y en esas tormentas humanas sin duda la que revestía mayor trascendencia para nuestra vida en el banco y fuera del banco era la que amenazaba las relaciones entre Juan y yo.

Los desperfectos emocionales derivados de mi nombramiento comenzaron a evidenciarse poco, muy poco tiempo después. Al cabo de unos días y en pleno triunfo social y financiero, Juan convocó una cena a la que invitó a Antonio Hernández Mancha. Antonio había sido alumno mío en la academia de abogados del Estado. Era un tipo listo, simpático, con fuerte acento extremeño, muy político, de derechas. Me caía muy bien. No me sorprendió nada verle en el Partido Popular. Cuando Manuel Fraga se fue, Antonio, después de desempeñar con éxito la jefatura del Partido Popular en Andalucía, tuvo que competir con Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón para la sucesión en el liderazgo nacional del partido. Su oponente era un hombre dotado de prestigio intelectual, autor de algunos libros sobre asuntos constitucionales y políticos, poseedor de una indudable oratoria y erudición, aunque su voz, tal vez demasiado atimbrada, reducía la brillantez de sus exposiciones. Antonio probó sus cualidades aprobando con holgura la oposición de abogado del Estado. Sin embargo, no tenía la altura intelectual y la erudición que se le atribuía —seguramente con razón— a Miguel Herrero. Frente a ello aparecía dotado de un recurso dialéctico más populista, más inmediato, no exento de algunas dosis de demagogia, capaz de llegar a los votantes del Partido Popular con mayor penetración que el discurso técnico y culto de Herrero. Antonio testó sus aptitudes políticas con cierto éxito en Andalucía, tradicional feudo de los socialistas y, en general, de la izquierda española. Los políticos quieren poder, tocarlo, ostentarlo, utilizarlo, y por ello, al margen de su opinión sobre las cualidades intelectuales y humanas de uno y otro candidato, votarían a quien supusieran que podría conseguir mayores cuotas de poder real, y yo no tenía duda de que en ese dominio el propietario del cortijo sería Antonio.

Pidió verme. Nos reunimos escasos minutos frente a su casa, creo recordar que en el paseo de Rosales de Madrid. Me preguntó mi opinión.

—Mira, Antonio, si te presentas estoy seguro de que ganas. Lo que ya no sé es exactamente lo que vas a ganar. El PP se encuentra muy lejos del poder. Aunque seas un gran tipo y tus dotes excepcionales, no vas a conseguir poder a corto plazo y, por tanto, las posibilidades de quemarte en el intento son muy elevadas. Quizá sea más inteligente dejar que se consuma Herrero en esta etapa, reservarte tú para próximos envites cuando el poder se encuentre más al alcance de tu mano y, mientras tanto, forjarte una figura en Andalucía, en donde ya has conseguido algunos méritos indudables.

Antonio prefirió el pájaro en mano a los ciento volando. Se presentó y ganó. Los hechos han demostrado que yo tenía razón, porque al final perdió su puesto y eso ha condicionado mucho su vida. Claro que yo tengo alguna responsabilidad en ello.

Sucedió en el palacio de la Zarzuela con ocasión de una recepción que daba el Rey. Allí estuve charlando un rato largo de forma ostensible con Adolfo Suárez, de tal manera que todo el mundo pudo vernos juntos, lo que, como es lógico, desató todo tipo de comentarios. Comenzamos analizando la situación política del país en términos generales, sin profundidades, pero poco a poco iniciamos el descenso a terrenos mucho más peligrosos.

La figura de Adolfo Suárez no me inspiraba entonces un exceso de simpatía. Tenía claro que era el personaje perfecto para dinamitar un sistema político. Siempre sucede así: la voladura controlada se lleva a cabo desde dentro, se trate de la organización de que se trate. Adolfo se ajustaba como un guante a la mano al biotipo perfecto para demoler el entramado institucional del franquismo.

Antonio tenía mis simpatías. Quizá por ello percibía que necesitaba tiempo antes de llegar a ser un serio candidato a la presidencia del Gobierno, por lo que una alianza circunstancial entre AP y el CDS de Suárez podía ser rentable para ambos. Un acuerdo entre Antonio y Adolfo me parecía lo más lógico del mundo. El primero sentía la urgencia del tiempo. El segundo, justamente lo contrario. Ambos podrían salir beneficiados de un entendimiento mutuo.

El acuerdo —pensaba— no necesitaría plantearse en el plano nacional, sino que podría construirse paulatinamente, poco a poco, comunidad autónoma a comunidad autónoma.

El caso más claro era, sin duda, Madrid. Un pacto entre AP y el CDS conseguiría el Gobierno de la Comunidad y con ello se desalojaría del poder a los socialistas. Joaquín Leguina tenía la presidencia por el PSOE, y se situaba lamentablemente en la trayectoria de la bala. Para Antonio un éxito de tal naturaleza representaría la consolidación de su liderazgo en AP. Insisto: los políticos comen poder, viven del poder, beben poder, degluten poder y si no se lo proporcionas su anemia les convierte en los personajes más peligrosos del universo. Antonio, en ese hipotético pacto, conseguiría poder para algunos de los suyos y trascendería desde el territorio de Andalucía a la política nacional.

No sabía qué motivos últimos impedían un hipotético pacto, por lo que decidí planteárselo de manera abierta a Adolfo Suárez.

—Adolfo, perdona que te pregunte algo que quizá no quieras contestar, pero si puedes, explícame, por favor, cuáles son las razones para que no consigas un pacto con Hernández Mancha, por ejemplo, para la Comunidad de Madrid. Tal vez fuera bueno para los dos. No se trata de Leguina, sino de vosotros dos. Al fin y al cabo, como políticos debéis aspirar al poder.

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