¿Cuál era el motivo? Resulta indiferente. Si un gobernador le da la orden a la Inspección del Banco de España de que se efectúe una investigación contra un banco, es imposible que no encuentren multitud de excusas para elaborar un informe demoledor. Las normas contables de la banca privada dependen de ellos, de forma que no solo son sus autores, sino, además, sus intérpretes. Paranoico el modelo, desde luego, pero cierto en aquellos años.
En esta crisis del 2008-2010 —y lo que tenga que seguir, que seguirá— lo que entonces se usaba para atacar un banco, y que se exacerbó hasta la locura para intervenir Banesto, se evidenció de manera grosera. Los bancos y sobre todo las cajas tenían activos y más activos inmobiliarios que se depreciaron de manera brutal. Si se aplicaban las normas a rajatabla, esas entidades podrían tener que cerrar de golpe. El modelo económico español, como el de cualquier otra parte del mundo, no lo resistiría. Ya habían quebrado 350 000 pequeñas y medianas empresas. Un colapso financiero daría al traste con la economía real en su conjunto. Así que había que manejar normas contables. El Banco de España lo puso en marcha: alargaba provisiones, descendía porcentajes de provisión..., en fin, toda una serie de juegos contables, de manejos de conceptos y cifras, que demostraron a todas luces quién confeccionaba las cuentas de los bancos y cajas de ahorro de España: ellos, los del Banco de España.
¿Y qué usaba entonces Mariano contra nosotros? Pues, aunque parezca mentira, una cosa muy abstrusa llamada las diferencias activas de consolidación, un concepto contable, pero no para simples expertos, sino para iniciados en los Velos de Isis o en los Misterios de Osiris. Que nadie se asuste, que no me voy a poner a explicarlos. Solo decir que era una cosa artificiosamente contable. Nada más. Pero tengo que añadir un dato. Si el lector ha sido paciente recordará que en aquel almuerzo de 1991 en el que el gobernador cambió de actitud hacia mí, me dijo que eran una chorrada, unas meras cosas contables, las diferencias activas de consolidación. Así que cuando te llevas bien, esas cosas raras contables son una chorrada, pero si te llevas mal sirven para meterte en galera. Porque ¿qué deseaba el gobernador a punto de ser extinguido su mandato? ¿Qué pedía a sus compañeros de Comité Ejecutivo?
Aquel hombre ocupaba una de las direcciones generales del Banco de España. Sintió náuseas por lo que estaba viviendo. Me pidió verme de urgencia. Le recibí en Triana 63.
—Mario, no puedo más con lo que estoy viviendo. Es demasiado brutal. Mira, he conseguido unas actas del Comité Ejecutivo. Ya sé que son secretas, que no tengo derecho a tenerlas, menos a dártelas, pero, insisto, es demasiado fuerte. Aquí las tienes. Léelas.
Las leí. Sentí... ¿cómo calificarlo? Mejor dejemos adjetivos porque es tan serio que ni siquiera resiste literatura. Era obvio que Mariano, siguiendo órdenes de quien fuera, preparaba el asalto final a Banesto. Querían intervenir Banesto. Eso es lo que se traían entre manos. Y ¿qué hacían? ¿En qué consumían su tiempo libre? Pues meditando el alcance de semejante decisión, valorando cómo sería acogida por la opinión pública, qué costes reales tendría, cuál sería mi actitud. En fin, sopesando y meditando mientras el Banco de España les preparaba el terreno con juegos de esos que constituyen artificios contables.
Tomé la decisión de agarrar el toro por los cuernos. Empezaba el hartazgo supino. Llevaba cinco largos años en este mundo de peleas sin cuartel, de guerras enloquecidas, de cambios de actitud según el viento de los intereses... Demasiado. Mejor ir a por todas. En las actas se decía que el problema eran esas malditas diferencias activas de consolidación, así que a explicar, una vez más, la inocuidad del concepto contable, la absoluta inocuidad para la realidad de un banco, para su verdadera riqueza... A por todas es la única estrategia válida en esos casos. Me armé de valor y decidí pedir audiencia al gobernador que estaba a punto de ser exterminado políticamente.
Me recibió en tres ocasiones. La primera, en presencia de Rojo. La segunda, de Miguel Martín. En ambas expuse mis argumentos, que ellos conocían a la perfección, empezando por el propio gobernador.
La tercera, la más importante de las tres, fue a solas. Mariano me anunció que definitivamente el asunto se zanjaba. Yo sabía que por tres veces había llevado la posible intervención de Banesto al Comité del Banco de España. Por tres veces se había quedado sobre la mesa sin atreverse a adoptar la crítica decisión. Aquel día, rendido ante la evidencia, renunció a la guerra. No podía rematar la faena. Percibí su sensación de impotencia por no poder arrastrarme en su caída, la angustia de sentirse expulsado del Banco de España mientras yo permanecía, vivo y coleando, en Banesto. Se marchaba demolido mientras que aquel a quien él consideraba un estúpido abogado del Estado al que echar de Banesto sería coser y cantar permanecía en su puesto habiendo superado la multitud de ataques que, abusando del poder del Estado, habían protagonizado durante cinco largos años.
Sin embargo, su epitafio ante mí me sorprendió. Tono calmo, mirada perdida, voz apagada. Mariano habló así:
—Mira, Mario, el problema ya no soy yo, porque me voy de aquí. El problema para ti son las personas que se quedan en el Banco de España. Has de tenerlo claro.
¿Qué quería decir Mariano? ¿Quiénes eran esas personas? ¿Por qué ellas constituían mi verdadero problema? ¿Fue una excusa post mórtem o una admonición sincera? Verdaderamente, pensar que Mariano era capaz de cualquier gesto de sinceridad humana para conmigo, incluso en circunstancias tan terminales, no pasa de una mera ingenuidad. Sin embargo, algo me quería transmitir. ¿Algún intento de ganar un poco de indulgencia en mi comportamiento futuro para con él? No lo sé.
Pero Mariano tenía razón. Volvieron a intentarlo todo. Y cuando digo todo, quiero decir todo, y aquí el todo es la bicha de las bichas: el interbancario. Eso que Mariano citó a Botín para pedirle que comprara Ibercorp en mi presencia. Los bancos eran extremadamente sensibles al llamado interbancario, el dinero que entre los miembros del sistema nos prestamos los unos a los otros. Carlos Solchaga —creo— fue quien diseñó la estrategia. Digo creo no porque no esté convencido, sino porque en este libro relato mi experiencia concreta y si no tengo la fehaciencia, debo ser honrado y apelar a la creencia, pero es una creencia fuerte. La estrategia consistía en abrirnos un boquete por tan sensible costado. Con ello no solo podría echarme, sino destruir el banco y crear una verdadera crisis en el sistema financiero. Quien fuera el autor de semejante dislate no creo que estuviera en sus cabales. La obsesión, el odio, la pasión de matar nubla la vista, empequeñece el alma, conduce al abismo. Solchaga, o quien fuera, pidió la colaboración de La Caixa catalana y del BBV. Ambos se la dieron. Comenzaron a limitar el dinero que nos prestaban, lo que no tenía mayor importancia, y a correr la voz en el mercado de que lo hacían en revisión de posibles dificultades financieras de Banesto, lo que podría ser letal. Algo así, como decía, sucedió años atrás con el Banco de Santander y Mariano tuvo que intervenir para evitar la quiebra del banco cántabro. Por eso se lo recordó a Emilio aquella tarde cuando le pedía que comprara Ibercorp.
Momentos muy duros. Sensación de angustia. Carlos Cuervo, nuestro director de Tesorería, me llamaba aterrado. Teníamos todos plena conciencia de que se trataba de un problema artificial creado desde el Ministerio de Economía. Lo superamos. De nuevo grabé con letras de fuego en mi memoria hasta dónde es capaz de llegar el poder en una guerra que por definición siempre es total.
Mariano se fue con pena y sin gloria. No sabía el hombre que todavía le quedaba por vivir un calvario humano en el que, entre otras cosas, le meterían en prisión por conveniencias del guión político.
En el año 1994 España se encontraba en situación política demoledora. Un presidente del Gobierno, González, carente de autoridad moral. Un líder de la oposición, Aznar, que seguía siendo el gran ninguneado, pero empezaba a ser temido porque algunos conocían que había sido el principal muñidor del ataque político que constituyó la intervención de Banesto. Estallaba el escándalo de un director de la Guardia Civil en fuga de la Justicia, comenzaba el GAL, el BOE, en fin, la locura. Para rematar se descubre que Mariano Rubio, el gobernador del socialismo, aquel por quien puso la mano en el fuego Felipe González en una triste declaración en Sevilla con motivo de los fastos de 1992, resulta que tenía una cuenta corriente oculta con cien millones de pesetas. Inconcebible. Saltaron sobre él como hienas. Le demolieron humanamente. Imposible olvidar aquella comparecencia parlamentaria. Hernández Moltó, un socialista al servicio de su partido, fue el encargado de interrogar, aunque mejor debería decir mancillar, humillar, destrozar, demoler al ex gobernador, ahora un Mariano Rubio civil, desprovisto de todo poder, abandonado de los suyos que apenas si podía pronunciar palabra ante tanto ataque. Hernández Moltó pronunció ante la Comisión de Economía del Congreso un discurso moralizante y en un momento, teatralizado ad náuseam, se dirigió al vencido Rubio diciéndole:
—Míreme a los ojos, señor Rubio, míreme a los ojos.
Brutal. Sencillamente, destructor de una persona. El escándalo político crecía imparable. El miedo a la pérdida de votos se apoderó de los estrategas del PSOE. Tenían que encarcelar preventivamente a Mariano Rubio. ¿Existía riesgo de fuga o capacidad de destrucción de pruebas? En absoluto. Pero les daba igual. Manejaban la libertad de Mariano Rubio como un activo político.
El encargado de pedir su encarcelamiento fue Bermejo, el fiscal jefe de Madrid que tiempo después sería nombrado ministro de Justicia. Un hombre que se decía de la izquierda radical; para mí, y en mi concepto, un sectario. Pidieron encarcelamiento preventivo para Mariano Rubio. El juez que estaba encargado ese día de la guardia se negó a semejante brutalidad. Esperaron el cambio de turno. Llegó otro al que convencieron. Rubio ingresó en prisión. De la Concha también. Una aberración: la libertad sacrificada en el altar de la coyuntura política.
Mariano fue conducido a Alcalá-Meco. Le ingresaron en el módulo siete de aislamiento. Estuvo poco tiempo. Quizá quince días. Cuando yo ingresé me informaron de su estancia: era un hombre destruido moralmente.
La cárcel mata. Mariano no superó aquello. Murió pocos años después. La cárcel acabó con su moral y con su vida. Fue un encarcelamiento brutal e injusto.
Hernández Moltó, el hombre del míreme a los ojos, fue nombrado presidente de la Caja de Ahorros de Castilla-La Mancha. La quebró. Le protegieron con todo lo que tenían en la mano, pero la quiebra fue de un tamaño imposible de ocultar. Más de seiscientos mil millones de pesetas. Y eso teniendo en cuenta el tamaño relativo de la entidad financiera. No fue a prisión ni se vio envuelto en juicio penal alguno, a pesar de todas las informaciones que circulaban. Pero algunos vaticinaban que sería solo cuestión de tiempo.
Bermejo, como digo, fue ministro de Justicia. Seguía con su discurso moralizante. Un día le descubrieron que cazaba jabalíes y venados sin licencia... Le cesaron y, según muchos, salió envuelto en vergüenza. Aunque los depositarios de secretos de Estado siempre gozan de salvoconducto.
Ayer tarde paseábamos César y yo por Chaguazoso disfrutando de una temperatura extraordinaria mientras recibíamos de Madrid informaciones acerca de lo agobiante del calor, lo que, a fuer de sinceridad, incrementaba lo placentero del paseo, por aquello de la comparación.
—La verdad es que cuando repasas nuestra vida en Banesto te parece realmente increíble lo sucedido —comentó César mientras marchábamos a paso lento por el sendero que conduce a A Mezquita.
—Lo malo es que resultó cierto y lo verdaderamente increíble es que pudiéramos aguantar tanta guerra.
—¿Por dónde andas ahora escribiendo?
—Acabo de terminar lo de Ibercorp y voy a meterme de lleno con Godó.
—¿Cuando hicimos lo de
La Vanguardia
?
—No, cuando deshicieron lo de
La Vanguardia
y respondimos con lo de Antena 3.
Porque lo cierto es que no consiguieron su propósito de intervenir Banesto, pero, en cambio, sí obligaron a Godó a desdecirse de su pacto y renunciar a su palabra, aunque nuestra respuesta les agradó todavía menos.
Javier Godó, después de haber reconducido el pacto en mi despacho, en uno de esos movimientos suyos que aparentemente carecen de sentido lógico pero que buscan alguna finalidad que guarda para sí, me insistió encarecidamente en que acudiera al trofeo de tenis que lleva su nombre, con el fin, decía, de presentar oficialmente ante la sociedad catalana nuestro acuerdo, el pacto por el que se vinculaba su
Vanguardia
con Banesto. A pesar de que mis dudas sobre la fortaleza real de nuestro acuerdo comenzaban a tomar cuerpo de tamaño considerable, decidí asistir. Debo reconocer con agrado que Javier Godó se desvivió en aparentar no solo cordialidad, sino casi diría una amistad exquisita que, en aquellos días, todavía no vivía entre nosotros. Pero de nada sirvió.
Los días siguientes escribieron en nuestro pacto los mismos signos caligráficos: dudas, renuncias, avances, retrocesos, hasta que, harto y cansado de tanto despropósito, de tanto ir y venir en un asunto de envergadura nacional, como demostraba la presión del poder político por destruirlo, llamé al notario, le dije que viniera a mi despacho y le formulé a Javier Godó un requerimiento en el que le decía que de una vez por todas diera cumplimiento real y concreto a todo lo pactado, firmado y sellado entre nosotros. Confiaba en que como le habíamos anticipado cinco mil millones de pesetas, la necesidad de devolver ese dinero se convertiría en un impulso serio en la dirección de cumplir. Pues me equivoqué.
Romaní entró casi descompuesto en mi despacho.
—Acaba de venir un notario a la Oficina Principal...
Hablaba algo jadeante, no porque viniera de ningún ejercicio físico, sino porque la indignación le podía.
—Venía de parte de Godó. Nos trae una contestación formal: se desliga de todos los pactos firmados.
—¿Y los cinco mil millones?
—El notario venía con un talón por ese importe a favor de Banesto.
—¡Joder! ¿Y quién ha puesto el dinero?
—La Caixa.
—¿La Caixa? Bueno, tiene lógica. En fin, no podemos hacer nada. Pacto muerto, así que a buscar otro camino.