Doce de la noche. Restaurante Marbella. Reunidos expectantes algunos consejeros de Banesto que esperaban nuevas sobre la tragedia vivida. Ramiro Núñez aparece con síntomas de cansancio. Asegura que finalmente De la Concha y Soto han aceptado aportar garantías personales. A pesar de que en mi fuero interno latía el convencimiento contrario, decidí llamar a Juan Belloso para transmitirle la información y pedirle que sin falta llamara a las ocho de la mañana del día siguiente a los dos para que concretaran los bienes que aportaban.
Nueve de la mañana. Belloso me informa de que los dos socios no acuden a la cita y que la operación queda sin efecto. Nueve treinta, el gobernador nos cita a Botín y a mí a las diez y media en su despacho del Banco de España. Estaba claro que Soto y De la Concha consideraban que el problema pertenecía al gobernador y que tendría que resolverlo con sus poderes políticos.
Las ojeras de Mariano amenazaban con desparramarse por la alfombra de su despacho. Rojo, el subgobernador, enseñaba una cara de circunstancias en la que los síntomas de preocupación no aparecían con excesiva evidencia. Entonces ignoraba que Rojo, el profesor, también era cliente privilegiado de Ibercorp. Botín fue al grano.
—No nos fiamos de estos dos, así que, gobernador, sin garantías personales no hay nada que hacer. Me voy, que tengo una audiencia con el Rey en palacio y no puedo llegar tarde.
Me quedé a solas con Mariano y Rojo contemplando el bloqueo mental en el que ambos se encontraban. No entendía nada. No alcanzaba a comprender cómo un pequeño banco podía desatar un siniestro de semejante tamaño. Mariano no atendía a razones. Repetía como un autómata que resultaba imprescindible que alguien comprara el banco para evitar la tragedia que iba a desatarse. Le sugerí la idea de un pool de bancos. Se agarró a ella como a un clavo ardiendo. Me pidió que hablara con Escámez. Así lo hice y cuando me encontraba camino del despacho del viejo presidente del Central, de nuevo Mariano al teléfono, ahora para solicitarme que suspendiera la entrevista porque «habían surgido dificultades» que no me concretó. Desde ese mismo instante dejé de intervenir con Mariano en la solución de Ibercorp.
Estalló el escándalo y como era previsible se puso en marcha ese instrumento tan singular que son las comparecencias parlamentarias.
Las comparecencias parlamentarias no se hicieron esperar. En el primer round, Luis Carlos Croissier no quiso comprometerse más de lo necesario y reconoció que efectivamente, tras la publicación en prensa de las noticias sobre Ibercorp, había llegado a la CNMV una nueva lista en la que aparecía el nombre de «Mariano Jiménez» y que sus servicios investigarían a todos los vendedores.
Mariano entró en el Parlamento como pudo. Se escudó en que alguien le había jugado una mala pasada y que todo se había hecho sin su conocimiento e intervención. ¿Qué otra salida tenía? A Solchaga y al PSOE en general les convenía que su gobernador no les lastimara más allá de lo inevitable. Lo malo fue que Mariano mintió al Parlamento en un aspecto complicado: aseguró que la Inspección del Banco de España no detectó irregularidades ni anomalías en Ibercorp, lo que era rotundamente falso. Yo disponía de los documentos que probaban su mentira al Parlamento, aunque no estaba dispuesto a entregárselos a la prensa. Mariano entró como pudo y salió como le dejaron, que, a pesar de todos los pesares, no fue excesivamente mal porque el papelón de la oposición fue de los que hacen época.
Tan débil resultó el ataque de los populares que el propio Felipe González se atrevió a poner públicamente la mano en el fuego por la honradez de su gobernador en un acto mezcla de conveniencia política, soberbia, prepotencia y estupidez. Aquel gesto sería, sin embargo, letal para los restos de Mariano dos años más tarde.
Por mi parte, en mitad de la batalla, gesticulé ayudando al gobernador. Sabía que el propio Polanco, el mismo día de la aparición de la noticia en
El Mundo
, acudió presto al despacho del gobernador y allí mismo, en un gesto incomprensible en un editor de un llamado diario independiente, ayudó a redactar la nota de prensa del gobernador pillado in fraganti. No consiguieron ningún resultado sensible. Por eso Mariano me llamó para que fuera a su despacho y en tono de súplica me dijo:
—Si esto no lo arreglas tú con la prensa, no hay nadie en España que pueda hacerlo.
Desde su secretaría llamé a Polanco, que esquiaba en Austria, a Godó, a Tapia, a Luis María Anson. Los dos primeros atendieron mi ruego sin el menor problema. Al revés, encantados de que yo solicitara ayuda para su protegido y mentor. Luis María en el fondo también se mostró receptivo. Pero luchar contra los elementos nunca resultó buen negocio y la tormenta contenía demasiado viento y exceso de carga eléctrica como para controlarla de manera tan sutil, sobre todo cuando Pedro J. desveló que la hermana, el cuñado y un primo carnal de Mariano Rubio eran los administradores y teóricos dueños de una sociedad panameña denominada Shaft Investments que aparecía como beneficiaria de una importante cantidad de dinero producto de las operaciones de Ibercorp con Sistemas AF. Letal. Sin solución.
El asunto trascendía a Mariano. Afectaba a una clase, a un modo de entender los negocios en sus relaciones con el poder político. A partir del momento en el que los socialistas llegaron al Gobierno en octubre de 1982 una especie de «nuevo orden» pareció instaurarse en España, nuevo orden que años después definiría como «Sistema» pero que en aquellos momentos dibujaba con claridad sus líneas maestras. Ante todo, el poder político construido sobre una mayoría abrumadora y una oposición incapaz de ofrecer una alternativa real. En segundo lugar, los intelectuales de izquierdas que se mostraban ufanos de su éxito, de su progresismo de salón. Casi nadie se atrevía a pensar y mucho menos a escribir en contra de una corriente que no por fatua y vacía se mostraba menos dominante. Por último, el poder económico que modularon con sus postulados. El primero de ellos, la ortodoxia. Ellos definían, como antaño, lo ortodoxo y lo heterodoxo. Lo primero, por supuesto, se circunscribía a sus ideas. Lo segundo, a todo lo demás. Pero al lado de la definición teórica disponían del control empírico. No florecía en nuestra España una auténtica clase empresarial que mereciera semejante nombre con propiedad. ¿Excepciones? Pues claro que las hay y muy reconfortantes. Pero admitamos que un porcentaje nada despreciable de eso que llamamos clase empresarial eran en realidad cortesanos, del Rey o del presidente de la República, porque en ese huerto no paraban mientes en los frutales sembrados con tal de que les dejaran recoger la cosecha. Acostumbrados a ganar dinero a la sombra del poder, algunos, quizá muchos de los llamados empresarios españoles se percataron de que una mayoría abrumadora como la conseguida por el PSOE en 1982 iba a durar mucho tiempo y, además, les permitiría ganar dinero, mucho dinero. La ortodoxia ardía en la hoguera de una crisis económica que se sentía llegar a toda velocidad. Los intelectuales se retiraban en masa avergonzados por la caída del muro. El poder político se despanzurraba entre las manos. El viejo orden se caía y frente a ellos ¿qué?
Nada. Absolutamente nada. Una sociedad civil que ni siquiera merecía ese nombre, una oposición lamentable, encabezada por un hombre que no concertaba simpatías ni siquiera en José María Cuevas, presidente de la patronal, que delante de mí, de Pedro J. Ramírez, del embajador de la Santa Sede y del papa si fuera necesario, recitaba sin inmutarse la letanía de la falta de capacidad de liderazgo de José María Aznar. Un orden se caía. Ninguno nuevo se vislumbraba en el horizonte.
A Solchaga y sus gentes no les cabía la menor duda de que en el mejor de los casos sus días se contaban con pocas manos. Sus posibilidades de continuar ocupando alguna parcela de poder en la vida política y económica española enflaquecían por segundos. De nuevo las explicaciones paranoicas, enloquecidas, y en mitad de todo ello el papel de Polanco.
Martes 3 de marzo de 1992, en plena efervescencia de Ibercorp. Cenamos en la Fundación Santillana Matías Cortés, Polanco, Cebrián —su consejero delegado— y yo. Cena muy difícil, insoportable.
Cebrián comenzó sosteniendo sin la menor vergüenza que todo el mundo entendía que el responsable de la publicación de los datos de Ibercorp era yo y que la intervención de José Antonio Segurado en un programa de Antena 3 Televisión constituía la prueba del nueve de mi auténtica culpabilidad.
No pude aguantarme, sobre todo ante acusaciones que venían de un sujeto con una estatura moral tan debatible.
—Mira, Cebrián. Ante todo, hay hechos. Datos. No se trata de especular, sino de comprobar informaciones veraces, auténticas, no nacidas de una interpretación más o menos calenturienta. Negar hechos evidentes es un síntoma de paranoia.
La introducción provocó un notorio malestar en Jesús y Cebrián, pero continué.
—Además, las informaciones relativas a que un grupo de personas se dedicaban, al amparo del poder, a realizar grandes negocios en España es muy vieja. Me lo contó Abelló cuando estábamos en Antibióticos. Cuando eso sucede, las disciplinas iniciales se relajan, la ambición aumenta y tarde o temprano el pastel se descubre. Eso es lo que ha ocurrido aquí, os guste o no.
La temperatura de la cena aumentaba por segundos, pero era tarde para detenerme. Además no tenía la menor intención de hacerlo.
—De lo que tienes que darte cuenta, Jesús, es de que tú no eres ajeno a ese mundo. Al contrario, tu periódico
El País
, lo quieras o no, se configura como el medio de expresión de ese grupo de personas, de modo que su problema es en parte tu problema y si se inicia una ofensiva contra ellos, más tarde o más temprano será una ofensiva contra ti, que constituyes el último baluarte de ese grupo, de ese conjunto de personas. El modo y manera en que
El País
ha tratado la información sobre el caso Ibercorp ha sido la prueba del nueve —esta vez sí— de cuanto te digo. Te guste o no.
Matías guardaba un silencio sepulcral y sus ojos indicaban que su inteligencia le apercibía de la gravedad de lo que sucedía alrededor de aquella mesa. Al día siguiente, Estefanía, el director de
El País
, le reconocía en privado que teníamos toda la razón y que de no ser por la profunda presión ejercida por Jesús y Cebrián, la forma, contenido y manera de informar en
El País
sobre el asunto Ibercorp habría sido radicalmente diferente. Seguramente Cebrián respiraba contento y tranquilo porque romper el pacto de Jesús conmigo constituía una obsesión, como lo era para Tapia la ruptura con Godó.
Aquel día el pacto —si es que alguna vez existió— entre Jesús y yo se quebró de manera definitiva. En el fondo nos dimos cuenta de que nos encontrábamos en dos bandos excesivamente distantes en intereses y sobre todo en concepción de la sociedad civil, en sus relaciones con el poder político. No se trataba ni de Felipe, ni de Aznar, ni de Mariano ni de Solchaga. Dos modelos diferentes, dos aspiraciones vitales que no convergían, sino que, día a día y minuto a minuto, mostraban que se disociaban con caminos que jamás serían secantes. Jesús encarnaba el Sistema. Yo, a alguien que a ningún precio quiere integrarse en su modo de pensar y actuar.
Jesús lo percibió. Solchaga también. Por ello, a partir de ese preciso instante intentaron dos operaciones en el tiempo de vida que le quedaba a Mariano: quitarme
La Vanguardia
y quitarme Banesto. De lo primero, se encargó de manera muy directa Polanco, con sus contactos con Narcís Serra y en general con todo el poder socialista de la época.
Mariano intentó el nuevo asalto a Banesto.
Yo tengo ahora la certeza de que desde que ellos comenzaron a percibir la gravedad política de Ibercorp su conclusión fue diáfana: Mariano ha muerto. No tiene solución. Al margen de que creyeran, pensaran lo que les conviniera creer y pensar, es decir, que el responsable de todo ello no era Mariano y sus relaciones con De la Concha, sino Mario Conde suministrando a
El Mundo
una información determinada —de la que yo carecía—, decidieron aprovechar la muerte del gobernador para que en su caída me arrastrara con él. Un Pisuerga y un Valladolid que dejaban de ser extraños por eso de que no paraban de ser recurrentes. Cinco años con la misma cantinela y de momento los caídos en las líneas que se alzaron frente a nosotros comenzaban a gozar de alto nivel. Pero confieso que la situación era paranoica: por un lado, Mariano me pedía ayuda y yo se la daba. Me costaba, sin la menor duda, pero se la proporcionaba. Al tiempo, sin embargo, pergeñaban, diseñaban una estrategia para mandarme a los infiernos de una puñetera vez. Ni siquiera lo sospeché entonces, lo confieso, porque mi almacén de comprender miseria se encontraba al repleto. Supongo que dirían algo así:
—Si cae Mariano, por lo menos que se lleve a la tumba con él a Mario Conde...
Lo cierto es que con este propósito encargaron un informe especial de la Inspección del Banco de España, a cuyo frente se encontraba Miguel Martín.
En sus primeros momentos, Martín, que parecía detestar a casi todo el mundo, no se portó mal con nosotros. Nos proporcionó una copia del informe de inspección sobre las cuentas de Banesto del ejercicio 1988 que nos permitió abordar con total calma el Consejo en el que algunos consejeros firmaron su sentencia votando contra ellas o simplemente absteniéndose.
Algo cambió. Ahora se convertía en uno de nuestros más encarnizados enemigos. ¿Por qué? Seguramente porque percibiría que en 1987 el ataque a Banesto, preñado de contenido político, se dirigía contra un banco y no contra unas personas. Ahora, al margen de que quisieran el banco, el objetivo político tenía nombre y apellido, se llamaba Mario Conde y en la lucha utilizaban a Mariano Rubio, que, no teniendo nada serio que perder, podría acompañar su muerte dedicándose a provocar la mía. Un escenario de esas características llevó posiblemente a Martín al pleno convencimiento de que jamás ganaríamos semejante batalla.
Además, asumiendo que Mariano saldría de estampida del Banco de España, si prestaba sus servicios adecuadamente, si se comportaba como un implacable y disciplinado agente del poder, podría optar por el sillón de gobernador, o, en el peor de los casos, por el de subgobernador.
Mariano fue preparando a los miembros del Consejo Ejecutivo del Banco de España. No resultaba demasiado difícil porque todos ellos le debían su puesto y eso imprime carácter. Entre ellos, quizá el más característico era el catedrático de Hacienda Pública Fuentes Quintana, que fue vicepresidente económico del Gobierno con Adolfo Suárez. Siempre me pareció un teórico brillante que explicaba con enorme solvencia por qué sus predicciones quedaban sistemáticamente alejadas de lo real. Es que entre predecir y pagar una nómina existe una diferencia de esas que llaman cualitativas los filósofos y acojonante los mal hablados. No puede decirse que su gestión se saldara con éxitos incontestables. Ahora, sentado en ese órgano de poder del Banco de España, se convertía en uno de los más apasionados apoyos de Mariano en su labor de derribo contra mí.