Segundo golpe. Encajó bien.
—Bueno, yo no distingo entre banqueros buenos y banqueros malos. Soy un partidario decidido de colaborar con la sociedad civil.
Hombre —pensé—, si colaborar a defender la sociedad civil consiste en que tengamos que pedir permiso al Gobierno para pactos entre personas privadas...
—Bien. Vamos a aceptar lo que dices. En ese caso, hoy como ayer, estoy dispuesto a colaborar, pero para eso necesito que se resuelvan algunos entuertos.
—¿Cuáles? —inquirió sorprendido Narcís.
—Cuando hablé con el presidente a propósito de la Corporación Industrial en 1989, me dijo que tendríamos que comentar temas relacionados con la información. Se refería a asuntos negros de sistemas de información. Le dije que me encantaría hacerlo y se despidió diciéndome que me convocaría para ello. Hasta hoy.
—Ya —musitó Serra.
—Por tanto, me parece que deliberadamente durante estos años habéis dejado que crezca el infundio de mezclarme con estas materias. Exijo que se aclaren estos temas. Vosotros podéis hacerlo porque disponéis de los medios para ello. Si queréis que yo colabore, a lo que estoy absolutamente dispuesto, reclamo que vosotros comencéis destruyendo infundios que vosotros creasteis.
Narcís no supo reaccionar. En aquel momento yo no disponía de toda la información sobre sus actividades digamos «paralelas» a su cargo de vicepresidente. Ignoraba que estaba utilizando el CESID en labores de espionaje. Incluso no conocía que mientras hablaba conmigo tenía en marcha un espionaje sobre mi vida privada encargado a una agencia de detectives extranjera denominada Kroll, espionaje que pagó con fondos reservados del Estado. Aquel hombre, en su calidad de vicepresidente, me exigía claridad en mis comportamientos, transparencia en mis actos, acusándome veladamente de manejos propios de espías, cuando utilizando las alcantarillas del Estado llenaba de manejos sucios la vida política, económica, empresarial y privada de España.
Como no reaccionaba, insistí.
—Tengo a vuestra entera disposición desde hace años la información que me pidió el presidente del Gobierno. Os pongo a vuestra disposición todos los archivos del banco y lo que queráis. Pero exijo que terminéis con esos infundios.
Seguía sin responder. Algún sonido gutural de porte inconcreto, pero poco más. Así concluyó el almuerzo. Como había imaginado.
Días después me encontré con Felipe González en la entrega de premios de Tiempo, la revista del Grupo Zeta propiedad de Antonio Asensio. Fue un encuentro forzado, distante, aunque aparentemente próximo. Me comentó, con tono que deseaba aparentar satisfacción, que su información sobre mi almuerzo con su vicepresidente resultaba altamente positiva, y que pronto me volvería a llamar para hablar. La última vez que algo similar salió de sus labios había sido en 1989 y todavía seguíamos sin encontrar un hueco para asuntos de tanta trascendencia. Supongo que allí seguirán todos los documentos que ordené se prepararan sobre este asunto.
Lo malo que tiene escribir sobre sucesos acaecidos tiempo atrás es que uno se proyecta sobre ellos con la experiencia de los años transcurridos después, del conocimiento más profundo de los actores de aquellos momentos, de sus características personales, de hechos que demuestran, con su propia obscenidad, su catadura humana. No me gusta juzgar, pero admito que mi peor característica consistió en no imaginar hasta qué punto algunos seres humanos convierten lo que tocan, su hábitat, en un vertedero de residuos y despojos. Es obvio que no se trata de una característica exclusiva de la política. Sucede lo mismo en finanzas y medios de comunicación y me atrevería a decir que en mayor o menor medida en todas partes cuecen, cocemos habas. Solo que en unas profesiones y actividades tienen mayor trascendencia que en otras.
Visto con la perspectiva del tiempo, resulta demoledor que Narcís Serra se encargara de difundir injurias sobre terceros, acusándoles de llevar a cabo actos de espionaje, cuando él, abusando del dinero del Estado, de sus cuerpos de seguridad, de sus misiones propias, se dedicaba, como relataré en su momento, a espiar mi vida privada con el propósito de cortocircuitar lo que constituía su obsesión primaria: mi intento de desembarcar en política.
Ingenuidad supina creer en González. Poco a poco, paso a paso, lamento a lamento, el tiempo desgranó su personalidad ante mis ojos, con un coste más que considerable.
En estos años de sufrimiento diversos conductos arrojaron sobre mí conocimientos contrastados. Lo lamento como español. Pero una vez contrastados, transcurrido el tiempo necesario, es importante que los pueblos conozcan su historia, el modo y manera en que han sido gobernados, porque quizá en ese conocimiento encuentren satisfactoria explicación a su presente y puedan, si así lo desean, cambiar el rumbo de su futuro.
En pleno mes de julio, rodeado de calor por todas partes, tomé la determinación de someterme a un control médico en el Ruber Internacional. Nada especial me atormentaba, básicamente porque no sufro de hipocondría, pero soy consciente de mi edad y como dice el refranero, a partir de un determinado cumpleaños si no tienes ningún tipo de desperfecto biológico o funcional, por leve que sea, es que estás muerto. Y yo estaba vivo. Y aprendí con esfuerzo el precio de conseguirlo. Así que al médico.
En esas estaba, tumbado en una camilla de la consulta del doctor Escudero, cuando el médico me pidió que me sentara en el borde de la camilla de modo que mis piernas colgaran hacia el suelo. Obedecí y el doctor tomó uno de esos martillos que se utilizan para calibrar los reflejos. Me golpeó y la pierna salió disparada. Hasta ahí normal. Lo curioso es que el brazo derecho se movió de igual modo y el cuerpo entero se tensó. El médico me cubrió con una mirada que no sería de preocupación, pero sí de cierta inquietud. Tanto que le pregunté:
—¿Es algo serio, doctor?
—No, serio no, pero indica un estado de alarma.
—¿Y eso?
—Mira, los reflejos en la pierna funcionan de modo automático en una especie de circuito cerrado porque el impulso no transita por el cerebro, sino que empieza y concluye en la pierna. Por ello, aunque te concentres mentalmente, no vas a impedir el movimiento de tu pierna.
—Ya, pero...
—Normalmente —prosiguió— todo impulso transita previamente por el cerebro y por eso el movimiento es controlable. Eso quiere decir que el brazo y el cuerpo se han movido por una orden cerebral. La pierna, por reflejo y ellos, por decisión cerebral.
—Bien... ¿Y eso qué tiene que ver?
—Pues que indica una cosa: que vives en estado de alarma permanente. Estabas relajado, has sufrido un cambio en tu entorno corporal y físico y el cerebro, nada más percibirlo, se ha puesto en guardia. Y ese estado de alarma se ha evidenciado con el movimiento del brazo y con la tensión corporal.
No quise seguir profundizando porque era bastante obvio lo que me decía. Demasiados años de mi vida viví en permanente estado de alerta, porque poco a poco aprendí, no sin coste, que en el poder las guerras no concluyen hasta que puede elaborarse y certificarse notarialmente el catálogo de vencedores y vencidos. Y solo hay un modo de vencer: comprobar el cadáver de tu enemigo. Y aun así, porque desde que se inventó eso de la muerte civil como balance de guerras de poder, también se confeccionó un dicho, aquel que decía: «Sus muertos, los muertos de vuestra señoría, gozan de magnífica salud». Muertos de hoy pueden ser vivos de mañana, y viceversa, evidenciando la relatividad del juego del poder.
Pero mientras tanto tienes que aprender a controlarte, a conseguir un mínimo de paz interior. Y para ello existen técnicas que yo practicaba con una disciplina espartana, porque me iba mucho en juego. No se trataba de prácticas de corte puramente espiritual o metafísico, sino de seguir vivo, aunque solo fuera por aquel dicho de los italianos de que el soldado que sigue vivo vale para la siguiente guerra.
Y ese estado de alerta me ilustró a no valorar nada en términos de armisticio. Cuando el poder aparentemente cede, es que está tomando impulso. Por ello mismo, en aquella ocasión en la que Mariano Rubio, en un almuerzo memorable, me habló de un modo radicalmente distinto a como había sido su comportamiento hasta entonces, me quedé en un estado extraño. Eso de que querían paz, poner fin a la guerra... No sé. Me sonaba raro. La explicación de que mis relaciones con Polanco y Godó alteraban el mapa del poder en España y que Mariano tenía que acomodarse a la nueva situación estaba bien, pero era excesivamente etérea, demasiado abstracta para un giro tan concreto, tan preciso, tan elocuente, ejecutado de modo tan obvio. No. Tenía que haber algo más.
No tardé en comprobar que las enseñanzas sirven para algo. Y, al tiempo, a darme cuenta de la volatilidad de las situaciones de poder. Porque estalló un gigantesco escándalo financiero y político que fue el principio del fin de Mariano y de algo más importante. Pero vamos por pasos porque el asunto merece la pena.
Un pequeño banco, de nombre Ibercorp, con un volumen de recursos ajenos similar al de una sucursal urbana de Banesto de tamaño medio, dedicado a operaciones de compraventa de empresas y especulaciones en Bolsa, ocupaba un lugar de privilegio dentro del mundo financiero español. Sin menoscabo para la competencia profesional de sus gestores, la razón básica para ello consistía en que Manuel de la Concha, agente de Cambio y Bolsa, ex síndico de la Bolsa de Madrid, y Jaime Soto, ejecutivo de finanzas que ocupó por un tiempo la consejería delegada del Banco Hispano, controlaban la inmensa mayoría del capital social del pequeño banco, y ambos, en especial De la Concha, circulaban por Madrid con un activo de enorme valor: íntimos amigos de Mariano Rubio, el gobernador del Banco de España.
Como ya sabemos que los españoles cultivan envidia en todos sus huertos y jardines, el florecimiento de ese banco se atribuía en exclusiva en los mentideros de la villa a esa relación de amistad con el poderoso. Seguramente no era así. Se decía que ganaban dinero, mucho dinero con operaciones bursátiles gestadas gracias al tráfico de influencias, a negocios impulsados desde el poder, sobre todo por el gigantesco poder del Banco de España. Yo personalmente lo dudo mucho. Es más que posible que algún tipo de información privilegiada pudiera haber reportado beneficios. Creo que si preguntamos en todos los bancos españoles de la época no obtendríamos diferentes resultados. Pero de ahí a circunscribir el beneficio de ese banco en ese mecanismo espurio y a despreciar la labor de sus gestores hay un trecho que solo puede cubrirse si uno se pone a cabalgar a lomos de nuestra hispánica envidia.
Es verdad que una simple información privilegiada desde el Banco de España podría traducirse en una fortuna. Por ejemplo, un aviso de devaluación monetaria. Pero, insisto, me resulta excesivo monopolizar la actividad de ese banco en lo espurio de la vida financiero-política. Pero ya se sabe cómo somos los españoles, cómo nos comportamos ante el éxito ajeno. Lo que vemos en otros que no somos capaces de conseguir por nosotros, en lugar de atribuirlo a la capacidad, paciencia, voluntad y trabajo ajeno, lo atribuimos a un comportamiento delictual. Así nos va como país.
Ciertamente Ibercorp penetró en el territorio nebuloso de la leyenda y nadie me pudo concretar en dónde comenzaba la realidad y concluía la fantasía, pero cuantificaciones concretas aparte, el mecanismo funcionó durante un tiempo. Hasta que en aquel primer trimestre de 1992 estalló y con él el poder de un grupo de personas, o de algunas de ellas, que gozaban de indudable influencia en el mundo financiero español desde 1982. Tal vez incluso antes.
En el último trimestre de 1991, Jaime Soto y Manuel de la Concha me pidieron audiencia. Les recibí en Banesto. Querían que les comprara Ibercorp. No necesitaba ni vista de lince ni oído de jabalí para percibir que un escenario semejante, de fondo y forma, resultaba impensable sin la previa aprobación del gobernador. Contaban las malas lenguas que Mariano, mediante el correspondiente testaferro, era dueño de un paquete de Ibercorp, pero no me paraba en semejante detalle porque su dominio derivaba mucho más de su condición de gobernador que de su posible propiedad oculta. Por ello ambos sabían que yo imaginaría que su presencia y propuesta contaba con el aval de Mariano. No era necesario explicitarlo. Se entendía. Así funcionan las cosas en este tipo de asuntos. No traían papeles, ni números, ni datos. No los necesitaban. El intangible que portaban consigo valía más que todos los balances y cuentas de resultados del mundo. Si se hacía la operación, ya los aportarían, porque una cosa es una cosa y otra, comprar a ciegas, porque los descalabros empresariales comienzan con las malas compras.
No quise entrar en discusión alguna, me limité a decirles si contemplaban la posibilidad de que nosotros participáramos en el capital y ellos retuvieran una posición minoritaria. No lo descartaron; al contrario: les pareció agua de mayo sobre campos sevillanos. Ni siquiera —aseguraban— deseaban dinero. Preferían acciones de Banesto por acciones de Ibercorp.
«Sorpresa, sorpresa», pensé para mí. Ahora resulta que don Mariano, que no paraba de desinformar al mercado con noticias negativas, tan negativas como falsas, sobre Banesto, quiere convertirse en socio nuestro. El destino, desde luego, vive con un sentido del humor que más que anglosajón debió de nacer por los campos de la «mala follá» granadina. Y aunque no es de Granada sino sevillano, llamé a Juan Belloso a mi despacho.
—Juan, han venido Jaime Soto y Manolo de la Concha, quieren que les compremos Ibercorp.
—¿Ibercorp? ¿Qué hacemos nosotros con Ibercorp?
—Hombre, creo que nada, pero seguro que el gobernador está interesado en el tema.
—Eso es claro, pero aun así...
—Bueno, lo que tenemos que hacer es estudiar el asunto, pero no tengas prisa. Me da que algo así, una propuesta de este tipo solo puede tener un motivo: tienen serios problemas, pero problemas de esos que no se arreglan fácilmente con el tiempo, así que aunque vayamos despacio tendrán que volver para meternos prisa, y entonces lo tendremos claro.
—De acuerdo, presidente.
No tardó mucho tiempo Juan Belloso en contarme que, en efecto, tal y como le dije cuando le encargué el asunto, Jaime Soto le presionaba. Aleccionado por mí, Juan resistía.
Jamás borraré de mi memoria el almuerzo celebrado mano a mano con Mariano en el Banco de España, en los últimos alientos de vida del año 1991, en el que casi me atraganto en varias ocasiones al comprobar que Mariano me permitía hablar de economía, de los problemas del país, de los costes salariales, de la integración europea, y que despachaba mis asuntos bancarios con una comprensión erudita, asegurando que las diferencias activas de consolidación no pasaban de ser requerimientos formales de naturaleza contable sin que en nada afectaran a la solvencia del banco y otras lindezas por el estilo. Como la visita de Jaime Soto y Manolo de la Concha había tenido lugar algunas semanas antes, intuí que tal vez su amabilidad guardara relación con la propuesta de sus amigos.