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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (38 page)

BOOK: Los días de gloria
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—Y... ¿yo qué tengo que ver en todo eso? —le interrumpí, como queriendo cortar una conversación que no pasaba para mí de un puro cotilleo.

—Ya sé que nada —contestó Fernando—, pero es que Juan se ha puesto como un loco diciéndome que por qué tiene que salir en prensa que tú vas a ser presidente de Banesto y no él, que por qué se le excluye a él de esa posibilidad, y que todo eso es un montaje mío por orden tuya.

—Yo creo que alguien le está mareando demasiado —contesté—. Bueno, como no podemos hacer nada, dile que nosotros no tenemos nada que ver en ese asunto y que ya hablaremos cuando llegue a Madrid. Empiezo a estar un poco hasta los cojones de todas estas estupideces. Desde que apareció la prensa entre nosotros, las cosas se están liando de verdad.

—No son gilipolleces, Mario. El tema va en serio.

—Bueno, bueno, ya hablaremos en Madrid.

A pesar del tono con el que despedí la conversación con Fernando, me sentí preocupado. Las lesiones que produjo en Juan nuestra etapa de Antibióticos, su deseo de que los dos fuéramos consejeros de Montedison o que si eso no podía ser, entonces ninguno; ahora esta locura sobre la presidencia de Banesto, cuando él sabía a la perfección que mi idea era tan clara como largarme a navegar, que si estaba con él en este banco era debido a sus deseos y a mi conciencia de haber asumido un compromiso moral con él... En fin, la vanidad es la peor de las consejeras que imaginarse pueda. Sí, pero no solo se trataba de su problema individual de vanidad. El asunto era mucho más complejo. Mientras recorría el pantalán del puerto de Saint-Tropez con destino al restaurante que se encuentra en su extremo norte, desde cuyos ventanales se divisa la magnífica bahía, sentí un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo. No era, desde luego, debido a la temperatura de aquella tarde.

El 27 de octubre de 1987, entramos en el Consejo de Banesto. La reunión comenzó a eso de la una del mediodía. Juan explotaba de felicidad. Se sentía unido a las familias. Pasaba a ser una de ellas. Alcanzó su meta: sentarse en el Consejo de Banesto, pero no solo como vicepresidente, sino con el aditivo sustancial de dueño de un enorme paquete de acciones. Yo, que enfoqué la aproximación a Banesto con absoluta frialdad y hasta con cierta displicencia, noté, debo reconocerlo, unos miligramos de emoción al agradecer mi nombramiento. En mi interior dibujé la escena con mucha mayor carga protocolaria que la que me mostró la realidad. Creía que un acto tan simbólico y cargado de tanta tensión acumulada se despacharía con discursos de cierto tono elevado, con intervenciones de varios miembros del Consejo, en fin, con un mínimo de boato y forma que envolvieran la sustancia de lo que sucedía aquella mañana en el viejo Banesto. Pero no. Claro que del carácter de Garnica no se podía esperar más que una tosquedad arisca.

Concluidos los agradecimientos, comenzó propiamente la sesión del Consejo y con ella apareció el profundo estupor que me provocó vivir en directo el desarrollo de la sesión del consejo de uno de los grandes bancos españoles.

No podía creerlo. Pablo Garnica, el presidente, comenzó informando a los consejeros de detalles absolutamente insólitos: obras en sucursales pequeñas pormenorizando en qué consistían las reparaciones correspondientes, apertura de algunas sucursales de provincias, cierre de otras, apoderamientos al personal del banco para que firmara operaciones de menor cuantía... No podía ser. Miré horrorizado a Juan, sentado a mi izquierda, intentando obtener alguna respuesta coherente a la pregunta que me formulaba en mi interior: ¿dónde coño nos hemos metido? ¿Esto es ese Banesto que añadía prestigio social? La expresión de infinita placidez que transmitía Juan contrastaba con mi estupor. Juan no escuchaba. Disfrutaba de su nuevo estatus. Lo demás, en esos maravillosos instantes de su vida, carecía de la menor importancia.

Pablo concluyó su informe sin proporcionar ni un solo dato acerca de la marcha de los depósitos, las inversiones crediticias, la estructura de balance, la cuenta de resultados, la previsión del año, la evolución del sector financiero, la comparación con otros grandes bancos, en fin, todo un conjunto de información que nosotros manejamos con Antonio Torrero cuando decidimos comprar acciones de Banesto. Nada de ello formaba parte del informe del presidente. Noté que la sangre hervía en mi interior. ¡Si alguien supiera que esto es la gran banca, el sanctasanctórum de la vida económica española...! En ese instante, Pablo Garnica, después de cerrar cuidadosa y premiosamente el cuadernillo en el que había leído la jugosa información que había proporcionado al Consejo, sin mirarle ni siquiera de reojo, se dirigió a López de Letona, sentado a su izquierda y a mi derecha, y con ese tono que le caracteriza, entre seco y despectivo, pronunció en alta voz:

—¿Tú tienes algo de que hablar?

El primo del gobernador contestó con un gesto de cabeza moviéndola ligeramente hacia delante. Abrió su cuadernillo. Por fin comenzaba a informarse de algo que me interesaba. López de Letona comentó la cuenta de resultados del banco. Me calmé interiormente. Pensé que se trataba de un puro reparto de papeles entre el presidente y el consejero delegado, reparto, por otro lado, muy razonable. Supuse que a partir de ese instante la atención de los consejeros, bastante escasa en la primera parte de la sesión, aumentaría de manera notoria, puesto que lo que más les interesaría serían los beneficios del banco. López de Letona leía sin levantar la mirada, con los ojos fijos en el cuadernillo, anclados en cada una de sus páginas. Al comprobar mi atención a sus palabras, de vez en cuando alzaba los ojos para encontrarse con los míos con evidentes muestras de satisfacción. En ese instante volvió a mí el estupor. Recorrí con la mirada la mesa de Consejo. El espectáculo era dantesco. Pablo Garnica se mostraba absolutamente ajeno a las explicaciones de Letona. Argüelles perdió su mirada en un hipotético horizonte. Gabriel Garnica, el hermano de Pablo, dormitaba —al menos en apariencia—, y en los demás, en Sáinz de Vicuña, Federico Silva, Suñer, Inocencio Figaredo y alguno otro, apreciaba distancia, mucha distancia respecto del relato, como si estuviera mal visto escucharlo con atención. César Mora miraba a Letona con expresión indefinida, posiblemente atento a lo que estaría pasando por mi mente ante las visiones que contemplaba. Me costaba creer lo que estaba viendo. La voz seca de Pablo me sobresaltó:

—A ver, tú, Letona, termina, que nos tenemos que ir a comer.

Cada instante me asustaba más. Así que lo más importante del relato de la cuenta de resultados consistía en que terminara pronto, que teníamos que irnos a comer... ¡Madre de Dios!

Lo peor es que se cumplió su orden. Letona concluyó. Los consejeros se desperezaron. Todos nos movimos con dirección a Zalacaín. Allí, en un reservado se celebró el almuerzo inaugural de nuestra presencia en Banesto. La televisión se empeñó en filmarnos y lo consiguió. Las imágenes de unos viejitos comiendo con un par de advenedizos incorporados al Consejo del rancio Banesto penetraron en los hogares de los españolitos de a pie. Ninguno podíamos imaginar hasta qué punto iban a ser repetidas en los próximos días.

Tiempo después charlábamos sobre esta anécdota en Chaguazoso, en un día del verano galaico, que, sobre todo por aquellas tierras, es menos verano que los secos del sur o los húmedos mallorquines, por lo que incluso a horas altas del día puedes almorzar en un patio empedrado. César decía, al relatar aquel mi primer Consejo, que no eran así los normales. Que ese día de toma de posesión nuestra, Pablo Garnica extremó su celo anti-Letona y por eso tuvo ese desarrollo tan extraño. Yo viví tres Consejos: ese, mi primer día; el siguiente fue en noviembre y nada se puede decir porque estábamos en pleno tumulto de la OPA del Bilbao, y el tercero, fue el de mi designación, mejor ratificación, como presidente. Y ya ese tercer Consejo abordó una renovación profunda de los consejeros. Así que esa es mi experiencia, pero no hay ninguna razón para no creer lo que dice César.

8

Ayer, 21 de junio de 2010, en pleno inicio del solsticio de verano, me dieron una buena noticia. Algunos andamos bastante revueltos con lo que sucede por nuestra sociedad española, en la que nada parece situarse en su natural acomodo, en su lugar adecuado. Todo proporciona la sensación de encontrarse desencajado, como piedras a medio tallar y a medio ajustar, incapaces en su desmesura, en su dislocación, de construir una imagen armónica del edificio al que pretenden servir. Quizá aguante carros y algunas carretas, pero estoy convencido de que la desarmonía se traduce a la larga en debilidad.

Precisamente por ese sentimiento que parece embargarnos, algunos hemos decidido pasar de la literatura a la acción. Nada parece querer funcionar bien. Una sociedad asolada, acostumbrada al adormecimiento, en el mejor de los casos. Casualmente hoy, 22 de junio, un diario nacional publica una entrevista con Craig Venter. Según la información que encabeza, este científico ha sido capaz de construir «la primera célula sintética, una bacteria con un genoma sintetizado en el tubo de ensayo de la primera a la última letra». Confieso humildemente que no sé muy bien en qué consiste eso que describen con tales palabras técnicas, pero me suena importante. Me proporciona cierta, ¿cómo decirlo?, inseguridad, tal vez. Afirmar que la vida ya no sigue patrones autónomos es algo que no puede dejar indiferente a cualquiera.

Curiosamente, el hombre anda navegando por el mare nóstrum y asegura que espera encontrar formas de vida adaptadas a la contaminación en el Mediterráneo, y puntualiza algo más profundo de lo que parece: «Algunos organismos mueren por la contaminación y otros se adaptan a ella». Evidentemente, está hablando de microorganismos. La cuestión es: ¿resulta aplicable a los humanos? ¿Nos adaptamos a vivir en la contaminación? No tengo duda.

Vivimos momentos de actualidad política corrosiva en este año. La corrupción asola. Ahora le toca el turno fundamentalmente al PP. Y lo que debería suceder no parece que ocurra: las gentes siguen dispuestas a votar a aquellos a los que consideran corruptos. Unos les exoneran por el procedimiento de negar lo evidente. Otros, los más, apelan a «ellos hacen lo mismo». Otros aseguran que su posición, su voto caiga lo que caiga, deriva del «tú más», referida, claro, al alternativo, al otro, al que gana si el otro pierde.

¿Solo eso? No lo creo. Hay más. En el fondo una prostitución de los esquemas de valores. En el fondo, a pesar de la protesta epidérmica, no existe un rechazo tan profundo como debiera. Es posible que algunos piensen en sus fondos: «Yo habría hecho lo mismo». Alguien me explicó que la inmensa mayoría de las personas honestas son tales porque no han tenido una posibilidad suficientemente atractiva para dejar de serlo. Es un concepto circunstancial y cuantitativo de la honestidad, pero no sé si se trata de un error en su totalidad. Al menos, si se instala el mero relativismo, si el valor primario es lo conveniente, ¿acaso ese sendero no conduce a conclusiones parecidas?

Creo que nos hemos acostumbrado a vivir en la contaminación, como los organismos del Mediterráneo. Además, el autor de la entrevista aclara que «el Mediterráneo se distingue del resto de los mares en que ha sido explotado por la humanidad durante mucho más tiempo, y también en que sus aguas tardan mucho más en renovarse, por no ser un mar enteramente abierto». Eso creo. Nuestra sociedad contaminada no es enteramente abierta. Más bien todo lo contrario. Quienes fomentan la contaminación se envuelven en un caparazón confeccionado con endogamia.

Ese es el estado de cosas, de nuestras cosas, una sociedad inerte acostumbrada, de grado o de fuerza, a vivir en la contaminación.

Bueno, pues la buena noticia consistía en que tenía el proyecto de crear una Fundación, a la que dimos el nombre de Fundación Civil. Eso de dar el nombre suena demasiado: la bautizamos de esa manera, pero necesitábamos la aprobación de los organismos competentes, como suele decirse, y casualmente un correo me trajo la nueva de que a nadie se le había ocurrido semejante denominación. Pues bien. Un paso. Solo uno. Con el objetivo de defender a la sociedad civil. ¡Ahí es nada! Dicen los sufís que un hombre dormido no puede despertar a un hombre dormido. Parece una perogrullada, pero es uno de los métodos de enseñanza preferidos de los iniciados en el sufismo. ¿Despertar a nuestra sociedad? Un sueño, poco más. Ya lo intenté con mi discurso en junio de 1993. Lo llamé precisamente «Sociedad civil y poder político». Ese discurso fue el principio del fin de mi estancia en Banesto y uno de los grandes pasaportes para penetrar en la ciudadela de Alcalá-Meco. O al menos eso creo viendo las cosas con la distancia del tiempo y la serenidad de quien no se siente mal consigo mismo, de quien no necesita de historias alternativas para explicarse en su coyuntura vital.

Imposible olvidarse de mi doctorado honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid presidido por el Rey. Entre otras cosas porque tengo un libro editado, para consumo exclusivamente mío, que recoge el acto y mi discurso. Pero es que, además, y está mal que lo diga yo por la cosa de la modestia, conmocionó a la clase política española. ¿Conmocionó o asustó? Mirando atrás ya estaban asustados, porque nada más asustadizo que un político mediocre ante una inteligencia y capacidad de comunicación a la que considera superior. Una sociedad que fomenta descaradamente la mediocridad no puede pretender disponer de políticos que se salgan de semejante atributo.

Gustavo Villapalos ejercía con mando en plaza de rector de la Universidad Complutense de Madrid. Ágil de mente, rápido de ideas, con facilidad de expresión verbal, ambicioso compulsivo, dotado de una arquitectura física peculiar, reunía unos perfiles algo confusos para mí. Se decía que pertenecía al Opus Dei, pero creo que intentó el ingreso en la masonería. Me lo contó Di Bernardo. Seguramente trataba de que una u otra organización le sirvieran a sus planes de progresar en las alturas del mundo político. Pidió verme junto con Rafael Pérez Escolar y los invité a almorzar en Banesto.

La idea que me expusieron resultaba atractiva. La Universidad Complutense quería celebrar su quinientos aniversario de manera sonoramente sobresaliente. Tratando de buscar cualquier motivo que contribuyera a tal finalidad, se les ocurrió la brillante idea de proponerme para doctor honoris causa. La excusa para el nombramiento, aparte de mi condición de abogado del Estado y reconocida cabeza jurídica bien amueblada, consistía en que desde Banesto financiaríamos algún proyecto de la Complutense. Contaban, a estos fines, con el nada desdeñable precedente de idéntico tratamiento basado en similitud de fundamento otorgado al viejo Escámez, de quien se puede decir muchas cosas y reconocer innumerables habilidades, pero desconoce total y absolutamente cualquier rincón del mundo jurídico.

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