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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (34 page)

BOOK: Los días de gloria
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En efecto, al margen de la solvencia económica, el banco transmitió, seguramente debido a las informaciones sesgadas preparadas para el acceso a su control vía Banco de España, una imagen de pésima gestión, de descontrol en manos de unos octogenarios que carecían de acciones suficientes para dominar el banco en la forma en que lo hacían. Tendrían títulos nobiliarios y tradición histórica, pero con eso no se custodian doblones ni se financian adecuadas inversiones. Era la excusa que necesitaban. ¿Quién necesitaba esa excusa? Muy claro: el socialismo emergente.

Desde 1982 el socialismo mandaba en España soportado por una mayoría abrumadora. Ejercían el poder de manera inmisericorde, como se evidenció con la confiscación de Rumasa, propiedad de Ruiz-Mateos. El país se quedó aterrado ante semejante muestra de poder y el viejo don Emilio Botín, siempre al lado del poder, lo ejerza Dios o el diablo, acudió a la televisión española para aplaudir la decisión del Gobierno de Felipe González.

Desde el Banco de España, gerenciado por un hombre más que singular llamado Mariano Rubio, se aprovechó la ocasión para transmitir interesadamente la imagen de que la octogenaria dirección del banco se manifestaba incapaz de llevar el buque a puerto seguro, y ello —decían— afectaba de manera singular a la «estabilidad del sistema financiero y del mecanismo de pagos». Cientos de veces en mi vida he escuchado la frase de marras. Siempre he percibido que transmite un intenso y vívido peligro. No es más que un eufemismo en el que, protegidos por la apariencia de objetividad que transmiten conceptos tan etéreos, se envuelven decisiones nacidas en otros lugares, alimentadas con otros sentimientos y mecidas en cunas más bajas. Es verdad que la quiebra de un banco no es como la de una fábrica de juguetes porque afecta al crédito de familias y empresas y es capaz de provocar una espiral de destrozos económicos. Es cierto, pero lo es también que cuando los bancos tienen cierta entidad el Estado no los deja quebrar. La experiencia americana de 2008 de Lehman fue demoledora en esa dirección. Los bancos no quiebran. Punto y final. Por eso quizá sean todavía más apetecibles para ser controlados por los amantes del poder.

Los socialistas españoles, algunos de cuyos cuadros económicos hablaban inglés, fueron educados en el FMI, manejaban palabritas tales como «eficiencia» y «rentabilidad» incluso con mayor soltura que los viejos financieros de siempre nacidos en las tierras hispanas, renunciando por puro pragmatismo a expropiar el capital de los bancos privados españoles, decidieron, para no concitar demasiados rechazos internacionales, operar de manera más sutil. Situaron a sus hombres, por uno u otro procedimiento, al frente de las estructuras bancarias. Teniendo en cuenta que los bancos españoles carecían de dueños concretos, el poder se desplazaba a los ejecutivos, de forma tal que si los designaban los socialistas tendrían el poder de las instituciones financieras sin tener que desembolsar una peseta y sin asumir costes internacionales. Vamos, que es muy claro: si podemos nombrar a los que mandan, para qué vamos a gastar dinero público en comprar a los accionistas. Es mucho más barato, menos traumático y más efectivo el procedimiento de operar en las cúpulas bancarias. Pero ¿podían hacerlo? Una cosa es que los bancos no tuvieran dueño y otra, que se plegaran sus Consejos tan fácilmente a ser «intervenidos» de manera tan poco elegante. Pues sí. Pudieron. Sin la menor duda.

En el Banco de Bilbao situaron con cierta sutileza a Sánchez Asiaín. En el Vizcaya consiguieron lo propio con Pedro de Toledo. En esos dos bancos mandaban las familias vascas. La característica de ambos, Asiaín y Toledo, es que respondían a una palabra dual: profesionalización y modernidad. El poder de la palabra... Se consiguen milagros cuando instalas un nuevo lenguaje, así que conducidos por la modernidad y la profesionalidad, comenzaron a ocupar asientos que desde sus orígenes estaban reservados a algo tan poco sutil como el capital.

En el Hispano, otro de los grandes, colocaron al sobreviviente Claudio Boada. Hombre de principios rotundamente pragmáticos, Boada constituía el ejemplo perfecto del diseño reclamado por la estrategia de ocupación. Constituía el biotipo perfecto del hombre de poder. No en vano había sido presidente del INI, el conglomerado industrial del Estado, y con esas credenciales, cuando decidieron quitar a Usera y a sus sucesores efímeros de emergencia, colocaron al frente a Boada y a mi amigo y compañero Amusátegui. Reconozco que a Lourdes y a mí Claudio Boada nos caía bien.

La vida es siempre sorpresiva. El día en el que por mi decisión pedía la excedencia del Cuerpo de Abogados del Estado, coincidí en idéntica tarea con otro abogado del Estado, con fama entre nosotros, los miembros de ese Cuerpo, de hombre inteligente, formado, listo, rápido y de tendencias más bien «progresistas», como se decía entonces: José María —Pepe— Amusátegui. No podía sospechar, siquiera intuir, por fértil que fuera mi supuesta capacidad para adivinar el futuro, que coincidiríamos en un oficio tan poco amado por los progresistas de salón como el de banquero.

Sin embargo, dos bancos permanecían inertes a sus deseos: el Central y el Banesto. Casualmente los dos mayores. El primero controlado por un ejemplar humano más que curioso: Alfonso Escámez. Cuando en 2010 leí su muerte me produjo pena porque cerraba una época de mi vida, además, claro, de concluir la suya con más de noventa años de existencia, lo que siempre produce algo de envidia al recordar que otras muertes de personas grandes se produjeron en plena vida.

El segundo, Banesto, lo mantenía con puño de hierro un hombre mayor llamado Garnica, soportado por el poder de las familias tradicionales de la historia del banco. Precisamente por ello los invasores modernos que ejercían el poder político tenían que actuar con exquisita prudencia, sin precipitarse, esperando pacientes la ocasión. Un buen rececho, sea africano o toledano, húngaro o andaluz, consume cantidades ingentes de la mejor paciencia.

Llegó de la mano de De la Rosa y sus supuestos quebrantos. Mariano Rubio presionó a muerte. ¿Y cómo se presiona a un banquero? Entonces no tenía ni idea del inconcebible poder del Banco de España. Sus funcionarios controlan las normas contables de los bancos. Son capaces, con solo aplicarlas, de situar a una entidad en la quiebra o en beneficios. Entonces ignoraba que se trata de una policía financiera al servicio del poder de turno. Entonces no tenía constancia de la red de intereses internacionales entre las personas que forman parte de los cuadros de todos los bancos centrales de Occidente. Me tocaría descubrirlo de la manera más dolorosa, y no lo digo como presidente de banco, sino como español. Nunca antes pude imaginar hasta dónde el Banco de España cumple un papel capital en esa estructura de poder a la que yo llamo el Sistema.

Garnica cedió bajo las amenazas que emanaban desde esa entidad. Cedió porque se asustó y aceptó que pasara a formar parte del Consejo de Banesto, con todo el poder ejecutivo asumido en calidad de vicepresidente y consejero delegado, el pariente del gobernador, José María López de Letona.

La estrategia era clara como el agua. Al progresismo de salón de entonces le daba exactamente igual que López de Letona hubiera sido ministro con Franco. Eso se utilizaba como arma si convenía para quitar poder a otros pero importaba un pepino si se trataba de asumir el poder ellos mismos. López de Letona era un enviado de esa estrategia. ¿Por qué se plegó a ello? Porque los humanos somos expertos en confeccionar excusas que disfrazamos de razones cuando conviene a nuestros intereses y/o emociones. Y eso de ser presidente de Banesto es mucho en el capítulo de intereses y desde luego en la alimentación de los egos personales, sobre todo si significa incorporarte al progresismo de la modernidad desde la antesala de ministro de Franco. Así que, como de poder se trataba, no solo le nombraron vicepresidente y consejero delegado, sino que además alcanzaría el máximo grado de modo inmediato porque sería nombrado presidente de Banesto el 16 de diciembre de 1987. Claro que López de Letona duraría más bien poco. A partir de ese instante tendrían que ir preparando la sucesión y esta vez sería para uno de los suyos-suyos. La operación de cirugía fue en verdad modélica.

Esta era la situación existente en el momento en el que Juan, y yo a su rebufo, decidimos comenzar a entablar negociaciones para nuestra llegada a la santa casa.

Juan Abelló era amigo de Pablo Garnica, a pesar de su desafortunada frase sobre la crisis del Frenadol, pero sobre todo y por encima de todo se manifestaba declarado, irreconciliable e invencible enemigo de Jacobo Argüelles.

Al margen de amistades y enemistades, de fobias y filias, a Juan le atraía de manera insaciable el «rancio abolengo» de Banesto. ¿Por qué? Seguramente porque percibía la importancia de pertenecer a su Consejo de Administración en una sociedad política, social y económicamente estructurada como la española. Juan no ignoraba el significado de formar parte del centro del poder en Banesto. Al contrario: lo conocía a la perfección. Por muy ricos que fueran los March, por muchos activos ocultos o expresos que se acumularan en las arcas de los Botín, ninguno de ellos pertenecía a Banesto, y para Juan, Banesto, como la tonsura canónica, imprimía carácter.

Al margen de consideraciones tan metafísicas, otro impulso y no de tono menor se convertía en viento para las velas de Juan: quería comprar acciones con su dinero, imponerse en ese territorio de blasones con base en el vil metal. Creo que percibir que las viejas familias, entre las que de alguna manera se encontraba la de su mujer, tuvieran que soportar y admitirle por obra y gracia del dinero que había sido capaz de ganar en su vida era algo que excitaba de manera sublime e incontenible el morbo de Juan.

Tal vez a muchos resulte difícil creer que, por una cuestión de odios personales, venganzas familiares, agravios ancestrales, puede tomarse una decisión tan importante como invertir una gran cantidad de dinero en comprar acciones de un banco para dedicarse profesionalmente a él. A fuer de sinceridad, esos sentimientos son incapaces de monopolizar un espíritu como el de Juan Abelló. Funcionaba, como decía, la fascinación provocada por los bancos en general y por Banesto en particular. Pero estoy absolutamente convencido de que sin esos componentes psicológicos tan singulares, sin esas peculiaridades, por llamarlas de alguna manera cariñosa, sin el odio «fraternal» que suele alimentar las relaciones entre miembros de algunas de las familias que han dominado parte de la historia de España, tal vez nunca nos hubiéramos sentado en la mesa de aquel banco.

Obsoleto en lo tecnológico, con fama de carca, símbolo de la oligarquía familiar, conservador hasta sus últimas consecuencias en el terreno de lo político, con sospechas, incluso, de haber aportado fondos al fallido golpe de Estado de Tejero, alejado de eso que llamaban las ideas modernas sobre banca, la verdad es que esta imagen de Banesto, que era la que yo percibía desde fuera, seguramente fabricada o como mínimo distorsionada al efecto de controlarlo, no era, sin duda, la más atractiva para mí. Sin embargo, había algo que no sé muy bien cómo definir. Desde luego, Banesto era mucho más «elegante» que otros bancos españoles, por lo que pertenecer a su Consejo —eso decía Juan— atribuía un valor social además del económico. Juan lo convirtió en una obsesión, más que en un objetivo. A pesar de mi escepticismo, si tenía que seguir con él debía imbuirme al máximo posible del entusiasmo que sentía por aquella vieja casa. En cualquier caso, aspiraciones sociales y familiares aparte, me puse a trabajar y comprobé que la situación del poder real en el banco fruto de las luchas intestinas entre las familias y la «intermediación» de Mariano Rubio, el gobernador del Banco de España, convertía el control de Banesto en un objetivo alcanzable.

Pero cuestiones de elegancia social, de blasones ancestrales y de juegos de poder aparte, el asunto implicaba invertir una muy sustancial cantidad del dinero que ganamos en la operación Antibióticos, por lo que el tratamiento tenía que ser acordemente riguroso. ¿Quién podría llevar a cabo, con la suficiente solvencia y discreción, un análisis del tipo del que demandábamos?

De la mano de Salvador Salort, nuestro director financiero en Antibióticos, entramos en contacto con Antonio Torrero, un catedrático de Estructura Económica, que junto con José Ferrín creó una sociedad, denominada Reit, S. A., dedicada al asesoramiento financiero y bursátil. Antonio era un hombre con inquietudes y tesis próximas al socialismo, aunque decididamente lejanas de las ideas y personas de los dos grandes protagonistas económicos de la época: Solchaga y Mariano Rubio. Poco a poco fui descubriendo en Antonio a un hombre de convicciones sinceras, de honestidad probada en todos los terrenos que nos depara la existencia. Era, además, una gran persona.

Elaboró un concienzudo trabajo comparativo entre los grandes bancos españoles. Sus ratios técnicos le conducían a una conclusión inexorable: el mejor banco era el Popular de Luis Valls. Al margen de las simpatías que uno sienta por el Opus Dei, muy vinculado a ese banco, lo cierto es que sus ratios de negocio financiero provocaban la más insana de las envidias. A Juan, embelesado con Banesto, enamorado en cuerpo y alma de su presencia en la institución, la asepsia de los ratios de Antonio no le provocaron estertores de sufrimiento. Juan, que es hombre serio, riguroso e implacable con los dineros, percibía las críticas con mayor distancia de lo habitual, a pesar de que el análisis sugería que Banesto parecía anclado en el tiempo, como si respirara por unos pulmones propios de otras épocas históricas.

Lo cierto es que Banesto escondía en sus balances una riqueza muy considerable en forma de participaciones en empresas del llamado sector real, en las que enterraron buena parte de los ahorros acumulados a lo largo de mucho tiempo, además de hacer honor a la verdadera misión de la banca: servir de instrumento de financiación asequible para la economía real.

—Ya, Antonio, así que Banesto es rico, pero no gana dinero. ¿Cómo se entiende eso?

—Fácil. Si tu dinero lo pones en empresas industriales, lo que obtienes como ingresos son los dividendos que te paguen.

—Sí, claro.

—Y esos dividendos son siempre inferiores a la rentabilidad del dinero puro y duro.

—¿Cómo es eso?

—Pues que si tengo depósitos del 1 o 2 por ciento y los vendo en créditos al 16 por ciento, pues gano mucho más que si compro acciones y solo me dan el 5 por ciento de dividendos.

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