Una de mis obsesiones en el terreno de la metafísica es tratar de entender los diferentes niveles de conciencia que se vislumbran en los individuos, niveles que se referencian, por ejemplo, en sus aptitudes para entender eso que llamamos Realidad. En alguna ocasión he comenzado a esbozar un concepto: raza espiritual, previsiblemente porque tratar de establecer jerarquías sobre la base del código genético corporal de las diferentes razas humanas tropieza con la más elemental verdad científica. Asumiendo que sea así, ¿de dónde proviene esa diferencia? ¿Por qué la estratificación en las capacidades de acceso a la Realidad? El asunto es complejo y a día de hoy sigo sin construir una respuesta definitiva. En realidad, nada tiene que ver con la herencia, en el sentido de que semejantes aptitudes, por llamarlas de alguna manera, no se transmiten necesariamente por vía hereditaria, porque, como ya dijo Platón, un padre de oro puede producir un hijo de plata, y un padre de plata un hijo de oro.
Pero en el territorio banal de ciertos humanos, la diferenciación se construye, como digo, de acuerdo con el hecho de la propiedad, con independencia de su origen, incluso de la calificación moral de los medios de obtenerla. Y para quienes así piensan —Juan entre ellos— tal diferenciación separa a los demás humanos, los clasifica.
La única alternativa residía en vivir fuera de ese círculo; una cosa es no ser propietario en abstracto y otra diferente, obtener tus medios de vida de un propietario con nombres y apellidos. Esto, en la sociedad española, al menos para la sociedad compuesta de personas con el modo-de-pensar de Juan, te situaba en un rol inamovible, insisto, con independencia de tus cualidades humanas y profesionales. Si yo volvía a la abogacía del Estado y, por ejemplo, montaba un despacho, no por ello engrosaría de manera inmediata el capítulo de iniciados en la Orden de la Propiedad, pero al situarme en independencia económica me permitiría crear y sostener un tipo de relación humana con Juan cualitativamente distinta de la que tendría si seguía en su órbita de ingresos. Además, el tiempo jugaba en mi contra. Y al decir Juan Abelló digo los que en nuestra sociedad pensaban como él.
Comencé a sentir la inquietud derivada de la claridad de mis conclusiones. Observé a mi alrededor y cada gesto social me demostraba la lucidez de mis postulados. Tenía que salir de ese círculo. ¿Cómo? No podía convertirme en propietario de una empresa familiar, porque, por definición, ese capítulo se encontraba cerrado a cal y canto. Así que tenía que irme, salirme del círculo, respirar aire, y desde la nueva posición de independencia real, asumiendo los nuevos roles, intentar reconstruir mi relación humana. No se trataba de que me cansé profesionalmente; no es cierto; me cansé vitalmente de actuar como propietario sin serlo, y no asumí esa rigidez de los roles sociales derivada de la distinción que señalo. Luché por mi libertad. Es bonito decirlo; pero es que, además, es cierto. Me fui porque soy así, por afirmar mi propia individualidad. Si se me permite un recurso existencialista de corte algo ramplón, diré: ser-en-mí y no ser-en-otro.
No obstante, algo me decía con claridad que si la empresa constituía la raíz del problema, si algún día Juan la vendía, entonces tal vez fuera posible reanudar la relación entre nosotros desde otras bases. La pregunta entonces era muy clara: ¿qué expectativas de venta tengo por delante? Dependía de muchos factores, pero uno resultaba esencial: ¿había razones profundas para vender una empresa de las características de la que poseía Juan? Utilizando la experiencia del mercado mundial de especialidades farmacéuticas, las características propias de Abelló, S. A., las tendencias previsibles de futuro, elaboré un muy buen estudio —perdón por la inmodestia— en el que demostraba, sin la menor duda, que si Juan quería conservar su patrimonio y multiplicarlo en el futuro —y no me cabía duda alguna de que esa era la apetencia mayor de todas las que sentía—, debería vender Abelló, S. A., antes de que fuera demasiado tarde. Cierto es que nadie puede desarrollar trabajo alguno con absoluta objetividad, máxime cuando sus conclusiones pueden afectar, como era el caso, al desarrollo de una vida. Pero yo lo intenté lo mejor que pude y le entregué a Juan el producto.
—Juan, mira, he estado pensando a fondo en tu laboratorio, en tu empresa, que es tu vida en muchos aspectos. Y por su tamaño y condiciones de fondo siento preocupación. He confeccionado este estudio. Lo llamo «Abelló, S. A.: razones de una decisión». Me parece importante que lo leas con calma para que podamos comentarlo en profundidad.
Juan lo leyó, lo comentó conmigo, lo entendió, pero su anclaje vital en el modelo de vida que llevaba, y su nula afición a la aventura existencial, le llevó a concluir que no quería vender. Pero, a pesar de su resistencia a modificar su rentable modelo vital, Juan concedió importancia seria a mi documento y decidió que nos fuéramos a su finca Las Navas, en plenos montes de Toledo, con el exclusivo propósito de analizarlo con detalle.
Poco antes de cenar charlábamos en un pequeño despacho que Juan utilizaba para llevar sus cuentas del campo. Se sentó en un sillón próximo a la chimenea en cuya pared frontal colgaba medio cuerpo de un sable, un bicho africano precioso, de tamaño considerable, con capa negra manchada de rojo anaranjado en el pecho, de un solo cuerno de gran dimensión que forma una curva vertida hacia atrás, como si de un alfanje moro se tratara. Dado su peso se atornilló fuertemente a la pared de la chimenea. En tal situación comentábamos la conveniencia de vender, idea que Juan rechazaba de forma sistemática y vehemente. Decidimos llegada la hora de cenar y nos desplazamos al comedor.
Concluida la cena, con el estómago lleno y algunos grados de alcohol recorriendo sin piedad nuestro cuerpo, volvimos al despacho para continuar con nuestras elucubraciones. La escena que contemplamos al abrir la puerta resultó excitante: el sable se había descolgado de la pared de la chimenea y su cuerno estaba clavado exactamente sobre el sillón en el que estaba sentado Juan antes de movernos para cenar. Este, que era tremendamente supersticioso, se quedó aterrado, con la mirada fija en el lugar en el que aparecían clavados más de veinte centímetros del afilado y negro cuerno del animal africano. Parecía que no iba a pronunciar palabra alguna hasta que con un brillo muy intenso en los ojos, mezcla de excitación y vino, me miró y dijo:
—¿Te das cuenta? Es una señal inequívoca.
—¿De qué? —pregunté algo sorprendido, sin saber exactamente de qué debía percatarme.
—¡Por Dios, Mario! El sable ha caído en el sitio exacto en el que yo me encontraba, de forma que si no nos hubiéramos ido a cenar me habría matado.
—Bueno..., sí..., pero ¿qué conclusión quieres sacar?
—Pero ¿es que no lo entiendes? —preguntó Juan algo molesto con mi necedad, con mi incapacidad de percatarme de lo evidente—. Es un mensaje de «arriba», una señal clara como el agua: significa que si no me muevo, es decir, si no vendo, moriré patrimonialmente.
Nunca en mi vida he sido particularmente despreciativo con determinados acontecimientos más o menos sorprendentes que pueden interpretarse en clave de «señales». Incluso mi concepto de la circularidad de los acontecimientos me permite comprender que nada sucede sin causa. No obstante, en aquella época mis conocimientos o intuiciones en ese territorio se encontraban en fase muy prematura, de forma que en la actitud de Juan contemplé más una frivolidad propia de un carácter algo excéntrico como el suyo que una señal de «arriba», como decía él. Ciertamente el sable había clavado su cuerno en el sillón que ocupaba Juan antes de cenar, de tal forma que si hubiera seguido en él le habría atravesado el pecho, más o menos a la altura del corazón, provocándole, sin duda, la muerte. Pero de ahí a llegar hasta el extremo de convertir la historia en una señal de la divinidad destinada al prosaico asunto de la venta de su empresa familiar existía una distancia excesiva. Quizá el vino de la cena contribuyera a visionar la realidad con unos tintes más épicos de los cotidianos.
No obstante, con el paso del tiempo fui comprobando ese modelo de obsesiones vitales en Juan, no solo del «arriba», esto es, de la divinidad, sino de la existencia de órdenes ocultos que mandan en el mundo y que son responsables de todos los acontecimientos, incluso los más livianos y cotidianos. Sobre todo si le afectaban a él. Claro que esto hay que entenderlo porque si te sucede alguna desgracia y es debida a la acción de fuerzas ocultas, es más reconfortante que si se trata de una mera desgracia vulgar, de las que pueden sucederle, y de hecho ocurren, a casi todo el mundo casi todos los días de nuestro vivir. Y una de sus obsesiones —en esto hay que reconocer que no es demasiado original como hispano de derechas— es la masonería.
En aquellos días —como dicen los evangelios— Juan y su familia tuvieron un serio, pero serio problema legal. Tenían que nombrar un abogado en uno de los asuntos más escabrosos que podían despacharse en la España de entonces. Después de pensarlo mucho se decidieron por uno en concreto y es así como conocí a Rafael Pérez Escolar, que había montado un despacho con Matías Cortés y Paco Fernández Ordóñez en la calle Juan de Mena, justo enfrente del Instituto de Profesiones Jurídicas, en el que yo había invertido un tiempo de mi vida como preparador de oposiciones al Cuerpo de Abogados del Estado.
Juan tenía un gran respeto por la capacidad de Rafael Pérez Escolar. Una de sus obsesiones, como decía, ha sido la fuerza de la masonería, a quien consideraba culpable de casi todo lo importante que sucedía en España y hasta en el mundo, y Rafael Pérez Escolar, según Juan, era uno de sus máximos dirigentes. Una de las pruebas de la pertenencia de Rafael a la orden masónica era —según Juan— que estaba restaurando un monasterio en Burgos, en el que había invertido mil millones de pesetas, y semejante gasto constituía un homenaje a los templarios, antecesores de los modernos masones. Posiblemente por esto le encargó su defensa en este vidrioso asunto. Confiaba más en la fuerza oculta del poder masónico que en la Ley, seguramente porque a la vista de la «pillada», como dicen hoy en día los jóvenes, lo de la Ley por sí sola no daba para mucho. La verdad es que la historia resultaba un tanto rocambolesca y, desde luego, mucho más que rebuscada, pero en los momentos de tensión, la mente, sometida a un exceso de revoluciones, suele abandonarse en el placer de la imaginación.
Entramos juntos en el despacho de la calle Juan de Mena y nos recibió Rafael. Yo, como digo, no le conocía. Es un hombre que transmite fuerza desde el mismo instante que lo ves por primera vez. Alto, con gafas, de complexión atlética, camina de manera que rezuma seguridad en sí mismo. Yo no sabía nada de su vida pero Juan me contó que era juez, había trabajado en Banesto, en la Asesoría Jurídica, y que había abandonado el banco por discrepancias con Pablo Garnica padre, que no solo eran bancarias sino, además, políticas, porque Rafael siempre ha tenido ese tipo de inquietudes muy profundamente enraizadas y, por supuesto, lejos de la admiración a Franco que se profesaba en las altas esferas de la dirección de Banesto, uno de los principales bancos españoles en aquellos momentos. Nos sentamos juntos alrededor de una mesa redonda en el despacho privado de Rafael y expusimos la situación.
Yo notaba que Juan estaba pendiente de algo distinto a nuestra conversación sobre los aspectos jurídicos del caso, pero no sabía de qué se trataba. Aquella actitud de Juan, que parecía concentrarse en un enigma que consideraba más importante que el verdadero objeto de nuestro encuentro con el abogado buscado de propósito, me exasperaba.
Nada más cerrar la puerta del despacho, incluso antes de tomar el ascensor, en un tono un tanto misterioso, como con miedo de que alguien nos escuchara, me dijo bajando sensiblemente el tono de voz:
—¿Te has fijado? Hay dos columnas en su despacho personal. Es un síntoma definitivo.
—¿Definitivo de qué?
—De su pertenencia a la masonería —me contestó con alguna irritación—. No sé cómo no sabes —añadió— que la masonería se basa en dos columnas, y por eso Rafael ha elegido un despacho en el que se demuestra ostensiblemente, con estas dos columnas, su condición de masón.
—Juan, no me jodas, que esto va en serio. Déjate de coñas de columnitas, de masones y de cosas raras y vamos a ver cómo le metemos el diente a esta mierda que puede acabar contigo y con tu laboratorio. Y yo me he metido en este lío solo por amistad contigo, así que déjate de coñas de masones, rosacruces, templarios y otros similares.
El tono de voz no permitía hueco para insistir, así que lo dejamos de semejante guisa y Rafael se ocupó del caso. Pero Juan siguió pensando lo mismo.
Años después, en 2007, recibí una llamada en mi móvil mientras paseaba solitario por el campo de golf de Layos.
—Mario, siento tener que darte una pésima noticia: Rafael Pérez Escolar ha muerto.
En Juan latía el convencimiento acerca de los poderes conspirativos de la masonería española, y todavía más enraizada se encontraba su creencia acerca de la biológica enemistad con la Iglesia católica, de la que Juan se declara seguidor incondicional y ferviente súbdito. Creía que la misión esencial de la masonería era, precisamente, destruir esa Iglesia de la que él se consideraba hijo. Se trata, en esto conviene disculparle, de una ignorancia esencial derivada del martilleo con el asunto en época del general Franco. Poco importa ahora si el odio de Franco a la masonería tiene orígenes políticos o meramente personales. Franco sabía que la masonería española tuvo mucho que ver con la Constitución de 1812, en la que, por cierto, se declaraba a la Iglesia católica como la religión oficial del Estado, añadiéndose, si mal no recuerdo, la explícita mención de que era la única religión verdadera, lo que constituye, seguramente, una declaración más que excesiva para un texto constitucional.
Pero el pensamiento humano funciona por clichés y cuando con fórceps repetitivos han conseguido introducirte en tu mecanismo un patrón de pensamiento, el efecto es demoledor porque los patrones de pensamiento resultan muy duraderos. Eso lo saben bien los políticos que manejan a la opinión mediante la técnica de la inducción. Por ello escribí en uno de mis libros,
Cosas del camino
, que «cuando la democracia descubrió el poder de la inducción, se convirtió en Sistema». Lo cierto es que, además de ser la causante de todos los males del mundo, de representar una versión del averno, de ser agente de Belcebú y otras lindezas, la masonería, por si fuera poco, se dedicaba a publicar noticias sobre el Frenadol en el diario
El País
con el propósito de arruinar a Juan. Un poco paranoico, sin duda, pero es de disculpar porque el impacto emocional que provocó el asunto en Juan fue de tamaño más que considerable. Para Juan visualizar, solo visualizar, la hipótesis de ruina económica era algo que resistía mal, francamente mal.