Los días de gloria (12 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

BOOK: Los días de gloria
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Después de Panamá y Antillas Holandesas, a Asia.

Mi primer encuentro con Hong Kong me fascinó. Su propio nombre me traía pinceladas de magia. Cuando casi envuelto en una maraña de edificios, el avión de Swiss Air aterrizó en Hong Kong y yo pisé ese suelo por primera vez en mi vida, sentí un curioso punto de emoción. Entonces casi no hablaba inglés, y a consecuencia de todo este nuevo mundo para mí tuve que aplicarme, con la disciplina y tesón de que fui capaz, a aprender la jerga anglosajona. Curioso, pero mi padre, amante sincero de la cultura, jamás le dio importancia a las lenguas, al conocimiento de las foráneas, en una especie de nacionalismo irredento de corte hispano que chocaba frontalmente con su personalidad. Era capaz de defenderme en francés, no solo porque lo estudié en el bachillerato, en el colegio de los maristas, sino porque, además, en Alicante, en aquellos años mozos de mi juventud, comenzaba la explosión del turismo, y con él la llegada de las francesas, que constituían un ejemplar humano ansiosamente buscado por los españolitos de entonces, seguramente porque tenían fama de defender su intimidad con mucho menos ahínco que las inalcanzables españolas. Eran, desde luego, otros tiempos. Al menos aquellos tiempos me trajeron un dominio del francés hablado nada despreciable.

Pero ni siquiera las dificultades del idioma me cercenaban un ápice la emoción que sentía cada vez que tenía que viajar a mi nuevo destino asiático. El hotel Mandarin, en plena bahía de Hong Kong y que competía con el hotel Península por la supremacía hotelera de la colonia inglesa, sencillamente llegó a fascinarme. Cada paso que daba, cada segundo que vivía, nuevas emociones, nuevos descubrimientos se arrojaban sobre mí a borbotones, todo un mundo nuevo lleno de nuevos colores y sabores que no siempre, por cierto, permitían una digestión placentera.

En mi primera arribada me perdieron la maleta... Casi sin saber inglés tenía que explicar el suceso. Nada fácil. Tuve que esperar pacientemente a que me la encontraran y remitieran a mi habitación del hotel Mandarin. Allí me instalé sin equipaje que llevarme al cuerpo. Dormí en calzoncillos una breves horas. A eso de las ocho llamaron a la puerta. Me cubrí con una toalla y me calcé con los zapatos de vestir. Abrí. Era un empleado del hotel. Un chino, claro, que, por cierto, contuvo la sorpresa de verme con semejante indumentaria, porque no dijo nada. Bueno, en realidad, dos o tres segundos después, pronunció en inglés, con ese imposible acento oriental, alguna frase que no entendí. La repitió un par de veces sin inmutarse. Un español a la tercera habría proferido un grito, como mínimo. El chino no. Simplemente, la repitió monocorde. Como no entendía lo que me decía, opté por el camino de en medio y respondí con un yes. En ese instante el hombre se arrodilló. Yo me asusté. Sacó un cepillo y un pequeño bote de crema de una bolsita que tenía detrás de él y se puso... ¡a limpiarme los zapatos! Allí mismo, en el pasillo, con medio cuerpo desnudo, el otro medio cubierto con una toalla, los pies sin calcetines cubiertos con unos zapatos negros de vestir y un chino arrodillado limpiándolos... Como experiencia no estuvo mal. En ese instante me dije: «Mario, tienes que aprender inglés como sea».

En una de las primeras visitas, un español casado con una china que trabajaba como director del banco de inversiones Searson Lehman Brothers me invitó a sus instalaciones. Acepté y lo que vi todavía resuena en mi memoria: detrás de un número ingente de pantallas de ordenador, exquisitamente alineadas una al costado de la otra sin desplazarse ni un milímetro sobre la imaginaria línea recta que las ordenaba, decenas de chinos operaban las teclas del ordenador con un grado de excitación tan intenso que, en ocasiones, se volcaban inconscientes en gritos de alegría o de desesperación. Ver gritar y casi llorar a decenas de chinos enloquecidos con sus máquinas en medio del estruendo de lujo y cristal de uno de los edificios emblemáticos del paraíso chino es algo capaz de golpear el espíritu de cualquiera que alimente un alma compuesta de cualquier material diferente al puro granito norteño. Para un ignorante como yo, ajeno a todo ese apabullante mundo, mucho más. Sorprendido, casi aturdido por el espectáculo, pregunté:

—¿Qué sucede? ¿Qué hacen estos tipos?

—Son inversores que están dando órdenes de compra y venta de oro y plata —contestó mi anfitrión.

Contemplé aquella escena por unos minutos, absorto en la visión directa, inmediata, del funcionamiento vivo del capitalismo especulador, y me sorprendió comprobar cómo en apenas segundos se ganaban y perdían auténticas fortunas, simplemente acertando o equivocándote en el movimiento ascendente o descendente que seguirían los precios del oro, plata, platino o cualquier otro metal cotizado. El mundo de la especulación vive a su aire, tiene sus normas propias, se rige por sus propios códigos. La velocidad en decidir, la agilidad mental para procesar información, el tráfico de los datos confidenciales o privilegiados, la capacidad de apalancarse, de asumir incluso más riesgo que el propio del dinero real del que dispones, todo ello conforma un magma, un conjunto no escrito de prescripciones que deben constituir una cierta droga para los espíritus que, devotos de la especulación, acólitos del juego, consagran su vida como monjes cistercienses a su servicio.

La especulación es la otra cara de la libertad de mercado. Unos crean riqueza. Otros especulan con la creada. El gran invento de la modernidad reside, precisamente, en la especulación pura, absolutamente ajena a la economía real. Siempre ha existido, sin la menor duda, pero la cantidad de dinero que en ella se invierte y la tecnología a su servicio encuentran en tiempos modernos dimensiones incomparablemente superiores. Enormes fortunas se juegan a diario especulando sobre qué harán los tipos de interés, o el café o el azúcar, o los principales valores de Bolsa o, más esotérico todavía, el índice bursátil de un país concreto o una media de los más activos. El empresario que tenía que aprovisionarse de materias primas para su negocio quería evitar que las alzas incontroladas de precios pudieran afectar a su cuenta de resultados de manera imprevista. Su misión consistía en trabajar ordenadamente, en producir eficientemente. Para ello necesitaba una seguridad en los precios de aquellos bienes que utilizaba como materia prima para fabricar sus productos finales. Por eso surgió el mercado de futuros, para que los verdaderos empresarios no sufrieran alteraciones involuntarias de los precios que afectaran a producciones eficientes. Pero al instante aparecieron en escena los especuladores, los apostadores.

La especulación capitalista moderna muestra el código genético propio del puro y duro juego. No hay diferencia sustancial con entrar en un casino e invertir dinero en cualquiera de los juegos permitidos. Se apuesta sin un previo análisis de los datos propios de la economía real. Se acude a fórmulas casi esotéricas, mágicas, buscando conclusiones en gráficos históricos, en líneas de tendencia. También los profesionales del casino disponen de sus propios métodos, surgidos —dicen— de años de paciente observación del tablero de juego. Se consumen horas elaborando la teoría de que la Bolsa responde a un pulso, a un ciclo vital y, por tanto, sus movimientos siguen un patrón regular, una cadencia rítmica que permite a los iniciados en el arte descubrir los movimientos futuros.

Confieso que durante años, después de contemplar el modo y manera en que en el mundo se ejercita la especulación, consumía noches enteras en mi casa de Pío XII de Madrid confeccionando gráficos en un papel cuadriculado para someter sus movimientos a un análisis matemático, tratando de descubrir cadencias en sus desplazamientos, alguna regla aritmética que explicara el porqué y el cuánto de las alzas y bajas, algo así como la piedra filosofal, la regla de oro de las oscilaciones de los valores bursátiles, tipos de interés y metales preciosos. Colocaba las grandes cartulinas en la pared del cuarto de estar sujetas con chinchetas, me sentaba en el sofá a una distancia de tres o cuatro metros y clavaba mi vista sobre sus líneas, dibujadas primorosamente con distintos colores. Hablaba con el gráfico, le pedía que me dijera cuál era su patrón interno, a qué regla matemática obedecía, en cuáles operaciones se encontraba agazapado y oculto su ADN, como si se tratara de un símbolo propio del ocultismo en el que encuentras silentes respuestas a tus interrogantes más acuciantes.

En ocasiones, posiblemente agotado por la vela nocturna, llegaba a creer que el gráfico me transmitía alguna información, que se desnudaba ante mí enseñándome sus partes íntimas, las reglas ocultas que marcaban su existencia pasada y, por tanto, futura. Lleno de gozo por el descubrimiento, dejaba al gráfico disfrutando de su soledad y me encaminaba al dormitorio. Lourdes, ajena a semejantes esoterismos, dormía plácidamente. La miraba antes de apoyar mi cabeza en la almohada y me decía para mis adentros: «¡Si supieras lo que he descubierto esta noche!». Lo malo es que a la mañana siguiente las partes íntimas del gráfico mostradas en los efluvios nocturnos carecían de cualquier consistencia matemática. Así que a volver a empezar.

Detrás de este mundo habita la pasión del hombre por su gran interrogante: conocer el futuro, lo que el devenir le asigna en su espacio tiempo. Descubierto el espacio, nació su otro yo: el tiempo, y con él, las nociones de pasado, presente, futuro, ideas metafísicamente imposibles, pero de consumo ordinario en los patrones convencionales del pensamiento humano. Lo ignoto es, de esta manera, el futuro. Poco importa que algunos sepamos que el futuro no es sino una proyección imaginaria del pasado, que, a su vez, solo existe en cuanto se recuerda en el presente, por lo que tampoco existe sin el ahora, pero, desde luego, este tipo de consideraciones no pertenecen a las «prioridades» de los cofrades de la especulación. El futuro les interesa como oportunidad de negocio. Así que con su adivinación se pretende algo tan concreto como la otra gran pasión: el dinero, la acumulación, la avaricia. Unidos entre sí, futuro y dinero componen una mezcla explosiva: conocer el futuro, poder dictaminarlo, controlarlo, y ganar con ello dinero, mucho dinero, es tan exquisitamente lujurioso para el producto humano que muy pocos pueden sustraerse al embrujo que provoca. Es así como cada día nuevas fórmulas de especulación aparecen en los mercados financieros mundiales. Mentes altamente dotadas diseñan constantemente programas para pedir a los ordenadores actuales, cada vez capaces de mayor memoria de almacenamiento, que les descubran esas reglas sagradas para poder ganar dinero, mucho dinero, eliminando, si es posible, o reduciendo a su mínima expresión el riesgo de especular. Porque —aceptémoslo— todos coinciden en la teoría de que es el riesgo lo que legitima el beneficio, pero a la hora de la verdad todos asumen encantados el segundo y buscan neutralizar el primero. Nuevamente el cinismo inundando el patio del modelo.

De ahí el éxito de la llamada Onda de Elliot. Debe su nombre a un funcionario de correos americano que, debido a una real o supuesta anemia, consumió mucho tiempo sentado en una mecedora del porche de una vieja casa californiana, por lo que se dedicó al noble arte de pensar, y de esta manera surgió la celebridad conocida con el nombre de Onda de Elliot, un método predictivo que sigue vivo hoy en muchos analistas de inversiones.

Al final Elliot abandonó el territorio de las finanzas para adentrarse en la filosofía y fue así como su Onda se transmutó en un escenario superior: Elliot escribió
La ley de la naturaleza
y en esa obra introduce la magia de los números de Fibonacci, además de determinadas proporciones esotéricas que, según él, ratifican sin grieta su propia teoría. La filosofía básica de la Onda de Elliot se aplicaba a otras esferas de la vida humana, de forma tal que, según él, «el mercado de valores, siempre cambiante, tiende a reflejar la armonía básica contenida en la naturaleza». Ni más ni menos.

Me inicié en el estudio de la teoría de Elliot, pero lo que menos me interesaba es que los números mágicos de Fibonacci, el gran matemático que descubrió la secuencia oculta de la naturaleza, su regla de desarrollo, sean o no aplicables a la predicción del comportamiento de la Bolsa de valores mundial.

Creo que toda la manifestación, esto es, la producción externa de formas de vida, responde necesariamente a patrones matemáticos, e inevitablemente a medida que profundicemos en el ADN se pondrán de manifiesto. Lo importante reside en descubrir las reglas, las secuencias. Algunos, los pitagóricos, las llamaban Armonía, Música… Reglas, al fin y al cabo. Seguro que las leyes de Fibonacci servirán para explicar el comportamiento de los mercados, porque dicho comportamiento no es más que el agregado de millones de comportamientos individuales. Pero, eso sí, debemos concederle el tiempo suficiente, no comprimir en exceso la constante transformada en variable.

Ciertamente en aquellos tempranos años de mi vida no tenía ni la menor idea de que mi destino me llevaría a consumir años enteros en la presidencia de uno de los bancos más importantes de España, desde cuya plataforma vería reproducidas y aumentadas aquellas experiencias de juventud, vestidas quizá con diferentes nombres, como, por ejemplo, los derivados financieros, pero preservando, en el fondo, la misma esencia que latía en el corazón de los enloquecidos chinos que contemplé aquella tarde en Hong Kong.

Recuerdo que al poco de concluir el periplo mantuve una conversación con Juan Abelló sobre los aspectos más «exteriores», por así decir, de ese modelo de Luis Carlos. Le conté mi experiencia viajera y Juan, apegado a sus reglas de medir, sonriendo abiertamente me dijo:

—¿Ves? Eso no te lo proporciona la abogacía del Estado.

Una buena frase para resumir con ella todo un modo de pensar. Sonreí por dentro y no contesté a esa admonición, sino que derivé hacia los terrenos que me gustan más.

—Ya, Juan, pero lo que veo es peligroso. Todas esas especulaciones nada aportan a la economía real. En nada contribuyen a mejorar las condiciones de vida de la población mundial. En absoluto estimulan verdaderas vocaciones o actitudes empresariales.

Juan me escuchó con atención y, con esa impenitente sonrisa con la que se pronuncian frases de contenido político y financiero, me dijo:

—Sí, la verdad es que siempre he pensado que eras algo rojillo...

Años más tarde, siendo ya presidente de Banesto, en una de las comisiones ejecutivas del banco, salió este tema, el de la especulación y la llamada riqueza financiera. Mi opinión la expuse sin miramientos.

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