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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (67 page)

BOOK: Los días de gloria
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Bangkok. A pesar del contenido mítico, con rebosante sustancia erótica, que encierra esa palabra y esa ciudad, sobre todo para los aficionados al llamado turismo sexual, nunca sentí especial atracción por detenerme y conocerla, aunque solo fuera recorriendo sus exteriores, sin penetrar en sus supuestamente inconmensurables secretos de alcoba. Además, justo es reconocerlo, carecía de tiempo suficiente para dedicarme al uso y disfrute de las playas de Pataya, que son seguramente las más famosas de Tailandia, capaces de competir con las míticas de Bali en aquella parte del mundo. En esta ocasión se celebraba una reunión, creo que del Fondo Monetario Internacional o cualquier otro de esos organismos bancarios que son tan abundantes como en mi opinión improductivos, salvo, eso sí, para los establecimientos turísticos de la zona en la que tengan lugar. Siempre me han parecido un rollo difícilmente soportable, posiblemente porque mi fuerte no son las relaciones públicas, que, en el fondo, constituyen su verdadero objetivo.

Aquel año, como digo, los grandes financieros internacionales se agrupaban, debidamente clasificados y ordenados por importancia cuantitativa de sus entidades, en torno a esas siglas en la ciudad asiática. Al asomarme a la ventana del hotel y volver a contemplar las canoas que circulan con desorden llamativo por los canales de la ciudad, me acordé de mi primera visita. Sucedió bastantes años atrás. Tenía que ir a Hong Kong por motivos derivados de los esquemas con los japoneses y, por fin, decidí interrumpir mi viaje y alojarme un par de días en el hotel Oriental, uno de los mejores de Asia, capaz, según me comentaban, de competir con los inconfundibles Península y Mandarin, ambos de Hong Kong, aunque el primero se encuentra en la zona peninsular de China, y el segundo propiamente en la isla.

No se puede negar que el hotel tailandés mantenía atractivo, ese tan característico de los establecimientos de aquella parte del mundo, un poco, quizá, demasiado poblado con sillones de mimbre que pusieran de moda
Emmanuelle
y sus derivadas algunos años atrás, pero, vamos, en conjunto agradable y, sobre todo, con un aire acondicionado francamente bueno. Porque en mi vida he pasado un calor siquiera parecido al de Tailandia. Un horror. Tal vez coincidió que era verano y uno de los estíos de mayores temperaturas, pero salir a la calle a partir de las once de la mañana constituía un auténtico suplicio, aparte de un negocio para las lavanderías de camisas, claro.

Llegué tarde, casi con el tiempo justo para cenar en el restaurante del hotel. Concluida la cena, decidí buscar un elemento de esos que abundan en países como Tailandia, auténticos buscavidas, capaces de robarte de manera legal en el precio de los servicios que te proporcionan, e ilegal apropiándose de tu cartera en cuanto te descuides. Le pedí que me llevara a uno de los establecimientos en donde se alquilan las mozas tailandesas para disfrutar de sus ultrafamosos masajes de espuma y otros utensilios auxiliares confeccionados con materiales más sólidos. Mi propósito era ver, contemplar, analizar, pero no necesariamente usar.

Nada parecido a lo que imaginé durante el trayecto. Un local enorme, pero enorme de verdad, plagado de gentes que por su aspecto y ciertos sonidos que salían de sus gargantas seguramente pertenecían a la zona sur de Estados Unidos. En el centro del salón un inmenso círculo rodeado de cristal transparente hasta el techo. En sus costados, cubriendo todo el perímetro circular, sentadas en bancos de confección rudimentaria, se agolpaban cientos de chicas tailandesas, cada una de las cuales llevaba sobre su pecho un cartel con un número y una palabra escrita en caracteres occidentales, no asiáticos. Sus rostros indicaban cualquier cosa menos alegría. Sus miradas rezumaban tristeza. Lo entendía perfectamente. Nunca había contemplado un ataque a la dignidad humana semejante. El espectáculo me sobrecogió.

A la derecha del bar, finalizada una especie de barra sui géneris en la que se agolpaban los americanos, y supongo que vecinos de otras nacionalidades, una garita igualmente transparente contenía en su interior a un nativo que manejaba un micrófono por el que transmitía órdenes que resonaban con fuerza en el interior del círculo de cristal en el que se encontraban las chicas del singular salón tailandés. La orden, por cierto, era sencilla: pronunciaba el número en el idioma del país y a continuación en inglés. Lo primero para que lo entendiera aquella muchacha que lo llevaba sobre su pecho. Lo segundo para que el cliente comprobara que se cumplían sus instrucciones.

La mujer se ponía en pie ante la indiferencia ostensible de las restantes compañeras de trabajo, giraba sobre sí misma y se detenía. Si el cliente daba su visto bueno, el hombre de la garita pronunciaba un vocablo para mí ininteligible y la chica salía de su recinto carcelario, cristalino pero carcelario, y acompañaba al sujeto que arrendaba sus servicios a uno de los cuartos especialmente habilitados que se encontraban en la planta superior derecha del edificio. No puedo describirlos porque no estuve allí. Me largué antes de que cualquier tentación —que era más bien escasa, lo confieso— pudiera alterar mis normas de conducta. Pero un americano me ayudó mucho a mi salida temprana del recinto.

Muy alto, de tez clara, cráneo cuadrado, tripa voluminosa y prominente, camisa sudada en toda su superficie, especialmente en el frontal del pecho y axilas, calcetines y zapatillas de jugar al tenis, pantalón vaquero con cinturón de cuero repujado con incrustaciones de plata en las que aparecía grabada una cabeza de ganado. Un cromo, vamos. Pronunció un número al hombre de la garita, que cumplió con el ritual. Me fijé en la chica que llevaba en su pecho las dos cifras. Era francamente interesante de cara. El pelo negro y liso, la tez amarillenta, y sus ojos, grandes, almendrados, algo achinados, de color negro de toda negritud, desprendían tristeza de máxima calidad. No tendría, digo yo, más allá de unos dieciséis años, aunque en esto de aventurarse en las edades de las orientales hay que tener mucho cuidado porque aquí sí que se cumple a rajatabla el postulado de que las apariencias engañan. En cualquier caso, fuera cual fuera su edad, la chica tuvo que cumplir la orden. Percibí en su gesto una evidente desgana, una actitud displicente más que resignada. Supuse que sería debido al hastío que inevitablemente tiene que proporcionar el uso del oficio. Pero inmediatamente me percaté de que algo más iba a ocurrir cuando la chica, al ponerse en pie, mostró que su estatura era realmente corta, no más allá de 1,40 metros. Las asiáticas en general suelen ser de estatura corta y las japonesas en particular creo que son las más cicateras en centímetros sobre sus pies. Pero lo de aquella chica resultaba llamativo. Es incluso posible que exagerara en mi apreciación de 1,40 metros. Tal vez fuera inferior, pero desde luego carecía de cualquier rasgo de enanismo.

Miré al americano. Al comprobar la estatura de la chica hizo un ostensible y particularmente grosero gesto de desprecio, al tiempo que profería una especie de aullido dirigido al hombre de la garita. La muchacha ni siquiera esperó el resultado porque se sentó de nuevo pocos segundos después de ponerse en pie, conocedora del resultado de su movimiento. Se ve que tenía experiencia y que le sucedía el desplante con relativa frecuencia. El americano proporcionó otro número. La historia se repitió y esta vez la elegida cumplía los estándares de altura física ordinarios de la zona, aunque la belleza de su rostro nada tenía que ver con el de la chica bajita. La nueva seleccionada salió de la cárcel de cristal y se fue con el americano. Yo dirigí una furtiva mirada a la despreciada. Ni un gesto en su rostro, ni una lágrima en sus ojos. Quieta interior y exteriormente. Sabía su destino. Lo aceptaba.

En ese instante comprendí que ya había visto lo suficiente. Regresé al hotel y al siguiente día tomé el primer avión a Hong Kong. Prefería esperar allí, en el Mandarin, contemplando los movimientos de la bahía, antes de convivir siquiera anímicamente con ese espectáculo.

Pues esta vez mi viaje no era exactamente de placer. Ni siquiera, a fuer de verdad, tenía por objeto asistir a las sesiones del organismo financiero internacional, porque Paulina y yo apenas estuvimos una noche en Bangkok. Aparte de esa reunión más bien insufrible del FMI, en la Embajada española le entregaban un premio de no sé qué revista internacional a Carlos Solchaga por su gestión como ministro de Economía. Para mí era un sarcasmo, no solo porque disentía de sus postulados económicos, sino porque, además, la batalla que libraba contra nosotros era más que encarnizada.

—Sí, presidente, pero ya está, ya hemos ganado. Creo que estaría muy bien que el ministro viera que haces un esfuerzo y vas a la entrega de su premio.

Paulina siempre ha sido mujer sensata, además de inteligente y honrada intelectual, profesional y humanamente. Sus consejos no tenían ni un miligramo de adulación. Solo se trataba de distender en lo posible nuestras relaciones con el poder económico del Gobierno, y Carlos Solchaga, con el que siempre mantuvo buenas relaciones, era la encarnación más ostensible y ruidosa de ese poder. Yo presentía que buscaba un imposible, porque el talante de Carlos no es el de los que dan la batalla por perdida. Siempre siguen azuzando, metiendo presión, buscando huecos, grietas... Pero no podía negarme a esa recomendación, así que con todo el esfuerzo del mundo tomamos el avión y allí nos fuimos.

Asistimos a la entrega de premios, saludamos a Solchaga, noté claramente que agradeció el gesto pero dejando claro que entre agradecimiento y paz existe una diferencia enorme, prácticamente insalvable. Al día siguiente salimos hacia Nueva York porque Paulina Beato era, además de consejera de Banesto, presidenta del Banesto Banking Corporation, una especie de extraña filial que teníamos en la llamada capital del mundo. Una visita de horas y de nuevo a Madrid, que no estaban las cosas para andar viajando por el mundo.

En la sala de espera de primera clase me encontré con el ministro Solchaga, que regresaba de su circuito por el mismo conducto que nosotros.

Dentro del avión Paulina y yo ocupamos los asientos contiguos. Me encontraba hecho unos zorros y a pesar de que no suelo consumir medicamentos de ningún tipo, esta vez decidí tragarme una de esas pastillas para dormir que suelen ser de enorme utilidad en los vuelos que cruzan el Atlántico. Claro que luego, una vez en el destino, tardas más en recuperarte, pero con la excusa del
jet lag
puedes funcionar más o menos bien. Cuando comenzaba a producirme sus efectos, nada más empezar el estado de somnolencia artificioso, un individuo se puso a mi lado, inclinó su cabeza, la aproximó a la mía y en voz baja me dijo:

—Al ministro le gustaría charlar contigo un rato.

Era el jefe de Gabinete de Solchaga. Paulina, más despierta que yo, se percató de su presencia y de su requerimiento y me arreó un codazo de esos que dan las mujeres enfadadas que pueden acabar fragmentando alguna costilla. La voz del hombre no conseguía despertarme pero el codazo lo consiguió a la primera. La voz de Paulina no sonaba tan dulce como la del jefe del Gabinete del ministro:

—Tienes que ir a hablar con Solchaga. Te llama.

—Pero no me jodas, Paula, que estoy dormido, que me he tomado un cacharro de esos...

—Pues bebe agua, coca-cola o lo que quieras, pero tienes que ir.

—Joder, esto de la política y las finanzas se está demostrando un coñazo de primera.

El ministro me recibió con una sonrisa de compromiso mientras bebía un vaso de güisqui. Le encontré con ese punto en el que de un momento a otro, si funciona la soberbia o su derivada la impertinencia, podría comenzar a soltar algunas de esas gracias a las que nos tenía acostumbrados y que, por cierto, tan extraordinariamente útiles habían resultado en otros momentos, como sucedió con aquella maravillosa revelación de los diez consejeros que podrían haber votado contra nuestras cuentas...

No andaba errado en mi pronóstico. Pocos minutos y algún güisqui más tarde comenzó a contarme, con sugestivo número de detalles, los particulares de su acoso sobre mí, en el que, con discreta precisión, describía el papel de Mariano como ejecutor de sus deseos, como
voix de son maître
, que dicen los franceses y queda más elegante que en castellano recio.

—La verdad es que nos sorprendisteis. Cuando Mariano me planteó la ruptura con Juan y los Albertos yo le di el visto bueno porque te queríamos pillar con la autocartera. Eso habría sido decisivo porque sin recursos propios no se puede vivir en banca. Tú mismo te habrías colgado del árbol.

—Ya. Sí, claro, ministro, pero para sobrevivir en este entorno no hay que ser demasiado imbécil, y para sobreviviros a vosotros es imprescindible andar lúcido las veinticuatro horas del día...

Pues algo así debería haber provocado alguna reacción más o menos airada. O una carcajada sonora, que es también buen recurso de salida de situaciones tensas. Pues no. Nada de nada. Yo podría tener ganas de saltarle al cuello, pero Solchaga no aparentaba otro interés distinto del de relatarme lo ocurrido. Así que mejor que mejor. Le dejé explayarse. Y vive Dios que lo hizo.

—Yo mismo revisé personalmente en el ministerio la lista de accionistas del banco para descubrir tu autocartera. Nos quedamos acojonados. No tenías nada más allá del límite legal. Estábamos convencidos de que la ocultabas en alguna parte, pero no sabíamos dónde y no pudimos hacer nada más contra ti en ese campo.

—Pero, Carlos, no íbamos a ser tan imbéciles de no darnos cuenta.

Nada, ni caso. Repitió de nuevo la frase «en ese campo» como dándome a entender con toda claridad que proseguiría la guerra en diferentes escenarios, en aquellos valles o montañas en los que creyeran que la eficacia de sus armas letales les conduciría al objetivo deseado. Cumplidas estas palabras, la mirada de Carlos, después de un profundo y largo trago de su vaso, se quedó como perdida, colgada del horizonte, anclada en un pensamiento imaginativo en el que, estoy seguro, me veía colgado de algún árbol, ejecutado ante un paredón o quemado a fuego lento en una pira cualquiera.

Regresé a mi asiento. Estaba roto de rotura total. Paulina despierta.

—¿Qué tal, cómo ha ido?

Su voz sonaba con el punto de ansiedad típico de quien está con susto dentro del cuerpo pero no quiere transmitirlo fuera, que no se le note en exceso.

—Pues creo que bien porque cuando le he dejado para mí que soñaba con verme colgado de algún árbol cercano al ministerio...

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