El 26 de febrero de 1998 ingresaba en la prisión de Alcalá-Meco por una sentencia en la que se decía que yo me había apropiado de ese dinero, de esos seiscientos millones que pagamos por estas gestiones... Un juez del cuarto turno llamado Pérez Mariño, vinculado al ala izquierda del PSOE, confeccionó en veinticuatro horas la sentencia. La leyó a los medios de comunicación. Dijo urbi et orbi que yo había puesto ese dinero a buen recaudo y a mi disposición. La Justicia suiza, años más tarde, le demostró que había mentido, que yo no había tocado una peseta de ese dinero. Con la prueba terminante de esa falsedad pedí al Tribunal Supremo, por medio del abogado y fiscal en excedencia Ignacio Peláez, que me revisara la sentencia. Se negaron.
Me quitaron por este asunto tres cuadros que había comprado con el dinero obtenido en la venta de Antibióticos. Uno de Picasso, otro de Braque y otro de Juan Gris. Este último se expone en el Museo Reina Sofía. Cosas del destino. Allí vive como testimonio de brutalidades del Sistema.
Aquel año de 1989, fue uno de los que se graban en mi memoria con la fuerza del ácido sobre las células humanas y con el sabor agridulce de la despedida del invierno, porque no solo tuvimos que enfrentarnos a las presiones de todo tipo que se diseñaban y ejecutaban desde los pasillos y despachos del poder, sino que, además, y esto es especialmente doloroso, dentro del propio Grupo Banesto, y protagonizado por personas de la más alta significación en su historia, se ejecutaron acciones capaces de romper tus creencias más acendradas, más consolidadas sobre determinada clase social y empresarial española. Generalizar es, desde luego, un procedimiento mental ilegítimo, pero en ocasiones sientes tentaciones que reclaman mucha serenidad para poder ser controladas.
José Serratosa Ridaura, «Pepe» para los amigos, era, cuando le conocí, un hombre alto, más bien gordón, de mirada afable y gestos tranquilos, con el pelo cano propio de su edad, «jefe» de la familia Serratosa. Profesaba un respeto reverencial por Pablo Garnica, el ex presidente del banco. Su hermano Emilio, delgado, algo más joven, de movimientos nerviosos que transmitían una incesante sensación de inquietud, viudo temprano, llevaba el mismo apellido, pero si el nombre de familia implicara igualdad de condiciones genéticas, con influencia en los aspectos físicos y en la estructura psicofísica, en el caso de Emilio respecto de Pepe se habría producido una grave distorsión del funcionamiento del ADN. Ambos controlaban, con la ayuda inestimable de un empleado llamado Carranza, el Grupo Valenciana de Cementos.
Banesto disponía de una posición accionarial de enorme peso en el grupo, pero lo más curioso es que la familia Garnica, a título personal, se había convertido en algún momento en accionista de las empresas cementeras. Todavía ignoro el mecanismo a través del cual habían accedido a la propiedad del 4 o 5 por ciento de ese grupo, lo que, a la vista de los resultados obtenidos, se tradujo en miles de millones de pesetas. Más de cincuenta veces el capital familiar que invirtieron en acciones de Banesto.
En los pasillos del banco, entre los clásicos de la casa, se contaba que el grupo cementero valenciano, años atrás, había atravesado una muy mala racha, hasta el extremo de que estuvo a punto de quebrar. Cuentan que don Pablo Garnica Echevarría, ex presidente de Banesto, se había ocupado personalmente de levantar el grupo cementero valenciano ante la desesperada petición de la familia Serratosa. ¿De qué los conocía? ¿Cómo llegaron a él?
—La verdad es que ese dato no lo tengo —me decía César Mora cada vez que le preguntaba por los particulares de este negro episodio.
—Pero hay que admitir que no es fácil que un hombre de la importancia de Garnica, sobre todo en su condición de consejero delegado y posteriormente presidente de Banesto, se involucre de manera tan intensa con unas empresas cementeras situadas en la Comunidad Valenciana.
—No, pero así sucedió. Y lo llamativo es que fuera presidente de Valenciana y que su hijo, el don Pablo de nuestra época, también aceptara serlo en sustitución de su padre.
—Hombre, no sé, pero lo que me parece más creíble es que la familia Serratosa, en agradecimiento por la ayuda del banco, en algún modo facilitara que los Garnica tuvieran un pequeño paquete de esas empresas cementeras. Otra cosa son los aspectos, digamos, éticos de este tipo de asuntos, pero no son tan infrecuentes en el mundo de los negocios en España.
Lo cierto es que con independencia de los afectos que pudieran sentir entre sí Serratosas y Garnicas, si el dinero se cruza en el camino de los individuos las decisiones de mayor apariencia épica tienen, sustancialmente, un contenido puramente crematístico. La atracción del metal es nítidamente superior a la llamada de la sangre o al compromiso moral. Al menos es así para muchos, para una ingente multitud de seres humanos.
Lo malo de esas situaciones conflictivas se produce cuando tienes que elegir entre dos activos: los morales y los crematísticos. Como digo, suelen perder los primeros.
Aquella mañana del 20 de noviembre de 1987 en la que se hacía oficial que Banesto iba a ser objeto de una OPA del Banco de Bilbao, Pablo Garnica, entonces presidente, recién llegado de Córdoba, adonde había acudido a visitar a una hermana monja, debió de asustarse mucho al tomar conciencia de la iniciativa de Sánchez Asiaín, pero no solo por «su Banesto», sino también por «su Valenciana».
Tenían construido un modelo satánico para controlar accionarialmente el grupo. Pues bien, Pablo Garnica vendió ese día un 1 por ciento de una sociedad inocua: Cementos del Mar. Un miserable 1 por ciento. Pero de miserable nada: con eso se cargaba la propiedad de Banesto. Reducía el valor de nuestra participación no a cero pero en muchos miles de millones. ¡Alucinante! No sin esfuerzo conseguí de los Serratosa que me lo devolvieran para restituir a Banesto lo que de Banesto era. Lo hicieron, pero creo que ya tenían pensado engañarnos.
Lo hicieron y con la inestimable, tan inestimable como increíble, colaboración de Pablo Garnica, que falsificó un acta de Consejo. Un buen día, Pablo, don Pablo para Vicente Camacho, se presentó en casa de este último acompañado de Ángel Galán Gil, secretario del Consejo de la Sociedad Cementos del Mar. La petición de Pablo a su antiguo subordinado no tenía nada de extraño en apariencia: sencillamente, le decía que en el acta de la última sesión, cuya copia le habían entregado a Vicente Camacho, se había cometido un «ligero error» y que, por tanto, el secretario, una vez subsanado, le entregaba «la buena». Vicente Camacho, que además de confianza y respeto hacia don Pablo leía con dificultad debido a su avanzada edad, no tuvo el menor inconveniente, entregó el original antiguo y se quedó con el nuevo. Pablo y el secretario abandonaron el domicilio sin dar mayores explicaciones y prácticamente sin agradecer el gesto a Vicente Camacho.
No podía creerlo. Aquello superaba todas mis previsiones. Lo de menos es que hubieran cometido una falsedad en documento público. Lo alucinante es que Pablo hubiera llegado hasta ahí, desde luego con el conocimiento, aprobación y colaboración entusiasta de Emilio Serratosa y, lo siento, creo que también de Pepe. La fábrica de mimbres había ampliado su capital de forma ostensible. Vicente Camacho, al darse cuenta del desaguisado y del perjuicio que ocasionaba a Banesto, no tuvo duda alguna por quién decantar sus fidelidades, así que se fue al notario Félix Pastor, hoy también fallecido, y el 29 de junio de 1989 declaró notarialmente que había sido engañado.
El 24 de noviembre de 1989, sin previo aviso, sin haberme dicho ni una sola palabra, antes de comenzar el Consejo de Banesto citado para ese día, recibí, por conducto notarial, una carta de Pepe Serratosa. No necesitaba leerla para imaginarme su contenido y el cabreo contra mí mismo me provocó una subida de adrenalina como pocas veces he sentido en mi vida. Estaba seguro de que Pepe quería volver a la guerra, no tanto por él, sino por Pablo y Emilio. En efecto, Pepe dimitía del Consejo alegando, en clara excusa, que no estaba de acuerdo con la creación de la corporación y no recuerdo qué otras cosas más.
Permanecí un largo rato en silencio sin escuchar a Juan Belloso, que explicaba al resto del Consejo las cifras contenidas en el cuaderno mensual. No tenía ninguna duda de que la creación de la Corporación Industrial no era más que una excusa formal para la decisión de los Serratosa. Ante todo, porque no pudimos constituirla hasta abril de 1990, cinco meses después de la carta de dimisión de Pepe. Pero, fundamentalmente, porque en aquellas fechas, a la vista de nuestras malas relaciones con el poder, las apuestas de la comunidad financiera estaban diez a uno en nuestra contra. Querían Valenciana de Cementos para ellos. Así de simple. Desde aquel día hasta hoy no volví a hablar ni con Pepe ni con su hermano, ni, por supuesto, con Pablo Garnica.
Vivir en Banesto, pensaba, se está convirtiendo en una guerra continua. Cada vez que tratas de racionalizar algo, indefectiblemente afectas a los intereses personales y patrimoniales de algunos que durante tantos años han vivido sin problemas sobre la base de una especie de do ut des latino. En el mismo momento en que cualquiera de ellos veía peligrar su posición, el medio a través del cual vivía y se dotaba a sí mismo de un cierto poder e influencia social a costa de la racionalidad organizativa del Grupo Banesto, y, en alguna medida, de sus pesetas, te declaraban la guerra. Banesto parecía funcionar como una red de intereses entrecruzados a base de «no me molestes, no te molesto». Si nadie preguntaba qué ocurría en Petromed, Juan Herrera no cuestionaba los números de Banesto. Si dejaba a los Garnica-Serratosa campar por sus respetos en Valenciana, las aguas remansarían tranquilas en los Consejos de Banesto. Si permitías a la familia Argüelles moverse a su antojo en el negro y bello edificio de La Unión y el Fénix, la recíproca, por su parte, se aplicaría en Banesto. Ese entramado de intereses entrecruzados con el que algunas familias habían construido no solo su presencia en el banco, sino su modus vivendi social y económico, era excesivamente poderoso. Pero no se trataba ni mucho menos de todos. La familia Mora, por ejemplo, con tres generaciones en el banco, tenía un comportamiento radicalmente contrario a estas prácticas. No distinto, sino radicalmente contrario.
Nuestros enemigos políticos, fundamentalmente Solchaga y Mariano Rubio, conocían este proceder de algunos consejeros. Lo conocían y, teóricamente al menos, no debería ser de su agrado. Pero todo valía en la guerra contra nosotros. Estoy convencido, aunque no tengo la más mínima prueba de ello, de que Emilio y José Serratosa gozaron del amparo del ministerio dirigido por Carlos Solchaga, a quien por encima de cualquier otra consideración, racionalidad económica privada incluida, importaba seguir acosándonos en una lucha sin cuartel. Esa noche, concluido el Consejo, empecé a explicarle a mi mujer que estaba hasta las narices de ese mundo.
—Una cosa, Lourdes, es pelear contra políticos y terminales. Otra bien distinta es tener a gente así en tu propia casa. Cierto es que todos me apoyan y que todos están en contra de estas cosas, pero es que resulta muy, pero que muy cansado, sobre todo moralmente.
Lourdes nunca contestaba a estas diatribas mías. En el fondo ella había recomendado vender e irnos de Banesto. Podría haber dicho algo así como «ya te lo advertí yo», o cosas parecidas, pero jamás lo recordaba. Ante lo inevitable siempre apoyaba.
La guerra fue terrible. Sus primeros movimientos fueron sangrientos. Nos expulsaron de los Consejos de Administración de las filiales que controlaban gracias a una autocartera que, en parte, era nuestra. No tuvieron el menor miramiento.
Hice todo lo que pude. Lo que estaba humanamente en mis manos. Pero no conseguí nada, o muy poco. El 30 de marzo de 1990, los Serratosa, de la noche a la mañana, después de tan sangrienta batalla, cedieron y abordaron la división del Grupo Valenciana. Se intercambiaron las acciones y Banesto percibió una liquidez neta de 62 000 millones de pesetas. Cuando concluyó la sesión, me acerqué a Arturo y le dije:
—Esto ha salido muy bien, pero ahora sí que está claro que nos quedamos con un grupito que puede ser rentable a corto plazo pero no a largo. No tiene viabilidad por falta de dimensión. Creo que más que nunca es urgente ponerse a encontrar un comprador para irnos del negocio del cemento. Ya sé que ahora mismo no se puede empezar a explicarlo, pero hay que comenzar a hablar con Salort para que sea consciente de que tenemos que vender. Con ese dinero entraremos en nuevos negocios con más futuro.
Así fue, en síntesis, la historia de una de las batallas más desagradables que he tenido que vivir en mi vida. En su primera parte se derrumbaron algunos de los conceptos con los que me había acercado a Banesto. El comportamiento de Garnica fue, en mi opinión, absolutamente incomprensible, por decirlo de una manera cariñosa. El de Pepe también. Emilio era Emilio. El esfuerzo me agotó y la facilidad con la que una información confidencial pudo doblegar la impenitente resistencia numantina de los Serratosa me sorprendió. Los bajos fondos, los trapos sucios, constituyen, en mi lamentable experiencia, armas que se utilizan en todo el mundo y que, en ocasiones, sobre todo cuando los contrarios han decidido romper con las barreras morales mínimas, se convierten en la única terapéutica adecuada. Así sucedió. Es absolutamente cierto que me mantuve al margen, entre otras cosas, por puras razones de higiene.
El lunes 12 de julio de 2010 amaneció tranquilo. Si juzgamos por la calma que se respiraba en Chaguazoso, si nos limitamos a observar el silencio de los prados, la quietud de los castaños, la limpieza de la mañana, la ligera brisa que aminoraba el calor, nunca excesivo en esta Frieiras, nada podría llevarnos a concluir que ese día era uno de los que hacen historia en un país. La razón: España ganó en Sudáfrica la noche anterior, y por primera vez en su historia, la Copa del Mundo de fútbol.
Reconozco que nunca fui demasiado aficionado a ese deporte de correr a patadas detrás de un balón de los llamados de reglamento, pero entiendo que cuando se trata de competiciones de este nivel, cuando es la Copa del Mundo lo que se dilucida, el asunto es mucho más que un acontecimiento deportivo. Ante todo por su inmediata internacionalización. Nada más concluir el partido, cuando ya me dirigía a mi dormitorio en A Cerca, recibí cuatro mensajes en mi móvil. Dos de Italia y otros dos de Portugal. Pero ni siquiera en la internacionalización se diluye su efecto. Más bien al contrario. España, en estos días, anda algo revuelta con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. Un proceso en el que se han ido acumulando dislate tras dislate hasta conseguir crear un verdadero problema allí donde no existía, o de tener vida anterior sería de muy diferente intensidad, textura y color que la que parecía íbamos a estar condenados a vivir/sufrir al menos por un tiempo. Y la victoria de España podría contribuir a amainar los vientos de los ánimos de algunos irredentos defensores de razones supuestamente históricas convertidas, en pleno siglo XXI, en postulados de política merecedores de la más profunda intransigencia. Ciertamente problemas de siglos no se solventan con la euforia que caracteriza a este tipo de victorias. Seguramente no en mentes formadas, pero alguien me decía esta mañana, y quizá tenga algo de razón, que en el ADN de algunos jóvenes que no han vivido la tensión escondida detrás de la construcción del Estado español puede que esta victoria produzca efectos, se conserve, se almacene en sus retinas espirituales para albergar un concepto de España menos dramático, menos fragmentario que el que algunos parecen concebir como solución a todos sus males.