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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (74 page)

BOOK: Los días de gloria
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Me acordé del día en el que los consejeros de esas familias se mostraron incapaces de nombrar a un presidente por ellos mismos y tuvieron que recurrir al laudo arbitral de Mariano Rubio, quien, además de nombrar presidente, hizo lo propio con consejeros llamados independientes. Para mí aquello, como dejé escrito, fue un espectáculo carente de toda estética. De algo más también, pero cuando menos de estética. Y eso se acaba pagando en la vida. Victorias de hoy, derrotas de mañana. Y viceversa, claro.

A pesar de los rumores que se extendían por la villa de Madrid la realidad parecía circular en dirección contraria. El 31 de octubre de 1991 Mariano Rubio me citó en su despacho del Banco de España, sin motivo aparente para ello.

—¿Qué querrá este ahora? —pregunté a Paulina Beato por si ella tenía mejor información que yo dadas sus vinculaciones con cierto
establishment
.

—Pues no tengo ni idea —contestó Paulina con la prudencia en ella habitual.

Está claro que la vida es una serie sucesiva de sorpresas. No quería nada malo. Al menos en la superficie, en la epidermis. Cuando regresé al banco Paulina esperaba impaciente el resultado de la conversación.

—Pues no quería nada malo, Paula. Todo lo contrario. Me encontré con un hombre absolutamente situado en la acera de enfrente a la que vino ocupando desde el día en que casi nos echa de su despacho. La conversación me resultó extraña por lo novedosa. Me transmitió un nítido mensaje: quieren paz con nosotros, no desean más guerra y como prueba de su determinación no solo no pondrían objeciones formales como las eternas de los recursos propios, sino que, además, sin la menor cautela nos permitirán repartir dividendo a cuenta del ejercicio 1990.

Paulina no disimuló su alegría. Cuando lo comenté con los demás consejeros, en ese escenario informal que eran las llamadas reuniones abiertas, en donde se podía decir casi todo con mucha menos formalidad que en un Consejo debidamente convocado y reunido, apenas si daban crédito. La prudencia aconsejaba pensar que era una estratagema más, un acercamiento para reducir la distancia, tenerte más controlado y poder asestar el golpe más certeramente. Pero ya habíamos demostrado que a pesar de nuestra bisoñez las cosas las hacíamos más o menos bien y, sobre todo, que agachábamos la cabeza con enorme dificultad.

Mientras regresaba a mi despacho de Banesto después de semejante conversación, tras escuchar una propuesta de armisticio como aquella, meditaba sobre las razones de semejante giro copernicano en la actitud de Mariano. Llamé a Matías Cortés para ver si por su círculo rondaba alguna información de interés. Quedé en que viniera al banco a charlar porque de estas cosas no debíamos hablar por teléfono, y eso que entonces no habíamos descubierto las habilidades de Narcís Serra en el espionaje de españoles.

Llegó Matías. Entré en directo.

—¿Crees que las noticias de mi aproximación con Polanco, su asistencia a la cena de mi cumpleaños, podría darles a entender que el mapa del poder real quizá sufriera un giro y, en consecuencia, llevarse bien con nosotros podría resultar rentable en el nuevo plató nacional?

—Hombre, yo no sé si piensan tanto como eso. Esta gente depende de Jesús Polanco. Si te haces amigo de Polanco, no les queda más remedio que tratarte de manera diferente. Y eso de mapas del poder y cosas así se les escapa. No creas que piensan tan en grande. Además está lo de Godó y tú, que de eso no se deja de hablar en la España enterada.

Matías tenía razón. En aquellos días decidimos entrar en una de las ofensivas más peligrosas de cuantas abordamos en mi etapa en Banesto: la presencia de nuestro grupo en medios de comunicación social. No fue algo que se me ocurriera en plena tormenta veraniega, ni un instrumento destinado a ejercer poder y devolverles con su misma moneda. No era eso. Ni de lejos. Nació de una reflexión profunda sobre el modo y manera de ejercerse el poder en las sociedades modernas, al menos en la española, que es la que yo tenía más a mano.

Poco a poco, día a día, sufrimiento a sufrimiento, iba forjándome un concepto del poder, pero del poder real, no el de los libros de texto ni el que te cuentan cuando recibes lecciones en un aula de cursos de verano. Yo me decía a mí mismo que la gente habla de los banqueros desde la calle, desde fuera del edificio. Pero yo sabía, comenzaba a aprender lo que significa ser presidente de uno de los bancos más importantes de España, porque aprendí a captar el sonido de ciertos teléfonos, a hablar con quienes se encontraban al otro lado de la línea, conocer sus peticiones, sus circunloquios, sus rodeos... En fin, que aprendí el poder de la única manera en que puedes conseguir una noción real: catándolo. Mi verdad sobre el poder derivaba de una experiencia. Es la única forma eficaz de conseguirlo. Claro que en aquellos días ni siquiera sospechaba que mi primer libro derivaría, precisamente, de esa experiencia y cuyo nombre sería
El Sistema
.
Mi experiencia del poder
. Tampoco imaginé que esas páginas tendrían importancia en allanar el camino hacia Alcalá- Meco, la prisión de alta seguridad del Estado español.

Y mi concepto estaba construido sobre el altar de mi experiencia. Pero a fuer de sinceridad en aquel momento no buscaba poder por poder. Mi aproximación, si se quiere, era más empírica. Percibí la fragilidad de cualquier negocio que tenga connotaciones de servicio público o parecido. En la industria farmacéutica aprendí el coste, el sufrimiento y el trabajo derivado de un informe elementalmente grosero que recibió los honores de portada del diario de Prisa. Aquello me marcó, lo confieso, y es que sería difícil que fuera de otro modo. Años de trabajo serio se podían diluir en la nada por una actuación espuria o incluso imprudente de medios de comunicación influyentes.

Era claro como el agua: el poder se descompone en poder político, poder económico-financiero y poder mediático. Este último cobra cada día más fuerza en las sociedades democráticas llamadas modernas, aun a costa de dar pasos agigantados hacia una versión virtual de la democracia y las libertades reales. Pero ese es otro asunto. En el mismo instante en el que los medios de comunicación descubrieron el poder real de la inducción como medio de control de mentes, la democracia se transformó en Sistema. Pero con independencia de mis juicios sobre el modelo político democrático, la radiografía del poder me resultaba obvia y, en consecuencia, opté por una decisión: penetrar con Banesto en el mapa de los medios de comunicación social nacionales.

Lo comentaba con César Mora porque conocía bien la historia del banco y porque entendía la profundidad de este tipo de consideraciones. La profundidad y el peligro claro, que siempre o casi siempre suelen ir unidos. Eso de hacer análisis profundos es importante, pero si las conclusiones las quieres llevar a la realidad en un país dominado por un Sistema de poder, las cosas se pueden poner feas, pero feas de verdad, y la fealdad aquí se traduce en patios de presos y alambres de espinos.

—Si nos metemos en medios de comunicación, eso, a día de hoy, puede alterar de forma sustancial el poder en la sociedad española y podría resultar peligrosa una excesiva acumulación de poder, sobre todo en un país tan pequeño como el nuestro.

—Sí, César, es así, pero no veo mucha alternativa. Yo no quiero ese cambio de poder. Quiero fortalecer el banco y siento que en los tiempos que nos toca vivir no puede disociarse negocio de medios que influyeran en la opinión. Una magnífica gestión, incluso una operación brillante de fondo y acertadamente preparada, podrían irse al traste si alguno de los periodistas al servicio de otros intereses que abundan en exceso decidiera escribir o hablar sobre ella en términos peyorativos.

—Bueno, en esta casa tienes un ejemplo claro. No éramos seguramente el banco más moderno y mejor dotado del mundo, pero de ahí a la imagen que se vendió para crear el clima necesario para intentar controlar Banesto hay una diferencia importante.

—Pues por eso lo digo. Lo que depende de la masa, aunque sea una masa más ilustrada de lo normal, como se supone son los inversionistas, alberga una fragilidad lastimosa. Por tanto, no se trata de una cuestión de poder, sino de dinero, puesto que la economía en cuanto tal, la gestión de un banco o de una empresa industrial, no puede permanecer ajena a semejante reflexión, y, por consiguiente, buscar medios de comunicación en los que invertir con capacidad de influencia se convierte en un imperativo de negocio. Esto es importante tenerlo claro: un imperativo de negocio, no de poder ni de influencia política.

—Yo lo entiendo y como yo, seguramente, algunos consejeros. Pero políticamente no te van a entender. O no querrán hacerlo. Les conviene más decir que quieres poder porque así...

—Así tienen un motivo para atacarnos.

—Bueno, así tienen un motivo adicional para seguir haciéndolo porque controlar el banco no es poca cosa...

—Desde luego.

—¿Tienes alguna idea de con quién vas a pactar o a quiénes vamos a integrar en la idea?

Reconozco que los candidatos brillaban por su escasez. El diario
ABC
de los Luca de Tena se me antojaba como la opción más viable porque la estructura familiar de su capital y la ausencia de una gestión verdaderamente empresarial de parte de la familia podría llevarles a entender mi razonamiento. Por otro lado, Banesto había ayudado mucho a la subsistencia del periódico. Yo tenía una idea muy clara. Más tarde o más temprano ese diario se vendería. No albergaba duda alguna. Por eso quería prever semejante posibilidad.

En esas estaba cuando de repente se vuelve a cruzar en mi vida aquel personaje a quien tuve que sufrir tantas veces con un ejercicio de inconmensurable paciencia mientras él ponía sus habilidades personales y otros atributos al servicio de la causa que le habían encomendado sus jefes los Albertos.

No recuerdo bien quién fue el que me dijo que deseaba venir a verme. Me quedé sorprendido y me planteé si debería acceder a esa entrevista. Mi interlocutor me aseguró que sus relaciones con los dos primos habían terminado y al parecer bastante mal. No cabe duda de que esta información contribuyó a ablandarme y, además, si tengo que decirlo claro, a veces es agradable recibir a quien te ha atacado de forma brutal durante un tiempo y ahora necesita algo de ti. Ya pasó con aquella entrevista en Can Poleta con José María Fernández y la compra de Antibióticos. Es algo recurrente. Ese refrán de que verás pasar el cadáver de tu enemigo es cierto en muchas ocasiones, pero también lo es que en otras no tienes ni que esperar ni que desear que muera. La vida cambia y donde existieron enemigos ahora pueden tejerse otras relaciones diferentes. Ya lo dije un día: los libros no cambian, pero el lector sí. Nunca es el mismo libro, porque nunca es el mismo lector.

—Quiero agradecerte que me recibas en tu casa. Es obligado de mi parte decir que siento todo lo ocurrido en el Consejo de Banesto, pero comprenderás que tenía que obedecer a quienes me mandaban. Era consciente de que muchas de las cosas que decía no eran exactamente así. Fue penoso para mí el ataque a vuestras cuentas, pero... Menos mal que al final se aprobaron. Bueno, espero que eso haya pasado al olvido. O cuando menos, que me entiendas.

Romualdo García Ambrosio... Ironías del destino. Esas excusas sonaban verdaderas, falsas o mediopensionistas. A mis efectos daba igual. Aportaban poco. Por eso no respondí con palabra alguna. Un silencio dulcificado con un esbozo de sonrisa y un gesto afirmativo de cabeza. Movimiento liviano, no excesivo, ajustado a la escena, pero suficiente para que mi interlocutor continuara.

—Vengo de parte de Javier Godó.

La Vanguardia
era un periódico capital en Cataluña. Algo más que un periódico en Barcelona. Toda una institución, decía Luis María Anson. Pero además de ese potente instrumento de comunicación social, el Grupo Godó, según algunos por sugerencia de Felipe González, se convirtió en socio de referencia del canal privado de televisión Antena 3.

Godó atravesaba un mal momento económico, debido, entre otras circunstancias, a la deslealtad de uno de los suyos que, al parecer, le supuso un quebranto financiero considerable. Pero, además, y esto era lo realmente importante, Antena 3, gestionada entonces por Martín Ferrand, no solo no ganaba dinero, sino que cada día se asemejaba más a un monstruo capaz de deglutir infinitos recursos financieros, y los de Godó, aunque abundantes, no participaban del atributo esencial del universo cósmico. Eso me decían algunos confidentes antes de la entrevista con García Ambrosio.

—La idea de Javier Godó es proponerte que compres parte de su paquete de acciones de Antena 3 o si quieres todo el paquete. Esto depende de los acuerdos a los que podáis llegar entre vosotros.

Mis ideas en ese momento ya estaban claras. No me interesaba la televisión aislada. El futuro era de los grupos multimedia. Con Godó podía hacerse algo importante, pero
La Vanguardia
se convertía en pieza esencial.

Me levanté del asiento, le dije a Romualdo que permaneciera sentado, que mi costumbre es moverme mientras pienso. Di un breve paseo por el jardín con el propósito de ganar algo de tiempo porque lo que le iba a contestar lo tenía pensado y requetepensado desde el instante mismo en que me anunciaron su entrevista conmigo, porque no hace falta ser adivino para poner en orden cosas e informaciones que conoces bien.

—Mira, Romualdo. No tengo el menor interés en comprar ni todo ni parte de Antena 3 Televisión. Ahora bien, la idea de un grupo multimedia constituido de modo conjunto me resulta atractiva. Pero eso pasa obviamente por
La Vanguardia
.

—¿Por
La Vanguardia
?

Aquello sonó más a grito que a contestación. Se debió de llevar un gran susto. Acababa de mentar la bicha, como dicen por el sur. Sus ojos se abrieron con estupor cierto, y eso que ese hombre, acostumbrado a lo que estaba acostumbrado, debía de recibir pocos impactos capaces de producir semejante resultado.

—Pues sí, claro,
La Vanguardia
. ¿No es de Godó? —pregunté sin inmutarme.

—Sí..., claro..., pero es que no creo que... en fin, que no sé...

—Pues no hay nada como transmitir la información, y si podemos explorar, bien, y si no, hemos tenido este reencuentro que tampoco está nada mal.

Tal vez se tratara de una mera coincidencia pero antes de que Godó contestara a mi inicio de propuesta, tuvo lugar una nueva conversación con Jesús Polanco en la que el tema estrella se centraba —¡cómo no!— en los medios de comunicación social. Todo el mundo estaba preocupado con Banesto. En cuanto en una cena, en una copa, en un partido de lo que sea, dejas caer una idea, se pone a circular a toda velocidad por los mentideros madrileños. Bueno, depende de quién sea el autor de la idea, qué medios tenga para ponerla en práctica y a quiénes pueda afectar en términos económicos o de poder. Y reconozco con la humildad que se quiera que en aquellos días una idea de Banesto era una idea capaz de generar temor porque se reconocía inteligencia, medios, capacidad y una supuesta voluntad de poder, y todo en conjunto resultaba, sobre todo para algunos, exquisitamente peligroso.

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