González, visiblemente irritado por los acontecimientos, decidió explicarme con todo lujo de detalles el origen de semejante adefesio financiero-político.
—El problema, Mario, deriva del referéndum de la OTAN. Espero que estés de acuerdo conmigo en que fue una canallada de parte de la derecha española y de su líder de entonces, el inefable Fraga Iribarne, mantener una postura tan irracional respecto de la entrada de España en el Tratado militar. Fraga antepuso los intereses de su partido y los suyos propios a los de España en un acto de egoísmo que tantas veces nos ha mostrado la irredenta derecha española a lo largo de la historia.
Comencé a acostumbrarme a que los parlamentos de González se tornaran lentos, llenos de circunloquios, con intenciones de profundidad en el análisis. Bebió algo de café con leche, se inclinó hacia atrás en el espléndido sofá del porche principal de la casa, detuvo su mirada por unos instantes en la lejanía del horizonte, tomó aire y cansinamente —que suele resultar más elegante— continuó.
—Tuve que asumir la responsabilidad histórica de cambiar la percepción, la sensibilidad del partido socialista, en defensa no solo de España, sino del equilibrio del mundo occidental. Abordé algo que suponía invertir nuestros programas originarios. Pero sentía la responsabilidad de llevarlo a cabo en mi tarea de modernizar este país y, al mismo tiempo, adecuar mi partido a las nuevas realidades que, nos guste o no, nos toca vivir.
Nuevamente se detuvo. Miró a su cuñado, recibió signos de aprobación y prosiguió.
—Claro que para todo se necesita dinero, y para semejante labor, mucho más. Nos tuvimos que endeudar. El referéndum y sus derivadas nos costaron una deuda de seis mil millones de pesetas, que, con intereses bancarios, nos llevó a los nueve mil millones. Una cantidad ingente. Además, imposible de pagar. Todo por beneficiar a nuestro país con el coste adicional de vencer la cerrazón de una derecha intransigente.
»Por ello nos dirigimos como partido a los banqueros que nos habían prestado el dinero, para buscar soluciones. Nos aseguraron —y de eso sabes tú, Mario— que la condonación en cifras tan importantes era imposible. Fue a Pedro Toledo y Sánchez Asiaín, con los que teníamos más confianza, a quienes se les ocurrió la idea de que buscáramos algunas empresas que pudieran presentar facturas; ellos las pagaban, las contabilizaban y en paz. El sistema funcionó y así nació Filesa.
Las palabras de Felipe rezumaban sinceridad en este punto, aunque más cierto sería asegurar que si bien el origen de Filesa fue el que me describió, es muy posible que, consumido ese turno, ciertas gentes del partido se aficionaron al modelo y lo siguieron utilizando para finalidades distintas de las de sufragar el coste del referéndum de la OTAN. Tampoco quise lastimarle más, entre otras razones porque conocía que todos los partidos, en mayor o menor medida, utilizaban el procedimiento. Y sobre todo porque el modo y manera de hablarme me permitía mantener el convencimiento de que él no sabía nada, no participaba ni estaba informado de esas derivadas ulteriores.
En una de mis primeras asistencias a las comidas de presidentes de bancos, el viejo Escámez planteó el reparto de dinero a entregar a los partidos, vía concesión de créditos oficiales para sus costes electorales. En aquella comida, un ingenuo Mario Conde aseguró a los demás comensales, con ese calor tan propio de la inexperiencia, que no deberíamos tratar semejante asunto porque si por un casual se enteraba la gente, dirían que cortocircuitábamos la democracia. Todos guardaron silencio. Escámez delineó una ligera sonrisa en la que unos espabilados podrían leer «¿de qué democracia nos hablas?». Unos segundos en silencio y pasamos a otro asunto.
Además conocía muchas cosas de financiación de partidos, de Convergència, del PP, de Izquierda Unida, de personalidades singulares de algunos partidos... Las conocía porque me tocó vivirlas. Las retenía con total nitidez en mi memoria y en mis libros de notas.
Por eso no podía romperme las vestiduras delante de González por el hecho de que Filesa fuera utilizada para financiar al partido socialista, y no solo en el referéndum de la OTAN.
—Me encuentro en una posición muy comprometida en este miserable asunto —prosiguió González—. Algunas personas me han llamado para ofrecerme listados de ordenador de entidades bancarias en donde se ve con claridad cómo la corrupción alcanza a otros partidos políticos. Sin embargo, me resisto a utilizar todos estos datos porque eso sería tanto como italianizar España.
—En realidad España ya está italianizada —intervine—. Lo que ocurre es que la mierda se la está llevando en exclusiva el partido socialista.
—Ya. Pero si perdemos las próximas elecciones va a resultar imposible controlar a mi partido en el Parlamento y saldrá la mierda de todos.
—No es tan fácil. Cuando se ganan unas elecciones se dispone siempre de un periodo de gracia en el que se vive con inmunidad frente a determinadas informaciones. En todo caso, la gente se preguntaría por qué sacáis ahora a la luz esos datos pudiendo haberlo hecho antes. No es tan fácil.
—Ya sé que no es tan fácil, pero la posibilidad de llenar de mierda la vida política española no es despreciable. Por ello, como presidente del Gobierno estoy estudiando una especie de comisión real para analizar el problema de la financiación de los partidos políticos.
—¿Una qué? —pregunté elevando el tono de voz y marcando ostensiblemente el asombro que me habían producido sus palabras.
Felipe, sin inmutarse por mi gesto, continuó.
—Se trata de conseguir diez o doce empresarios que vayan a ver a los partidos de la oposición, fundamentalmente al PP, para decirles que cesen en este asunto de la financiación ilegal, porque de otra manera ellos se verían citados ante esa comisión real y tendrían que contar la verdad bajo juramento.
—Ya, pero pienso que es ilusorio creerse que vas a encontrar empresarios o banqueros que tomen la iniciativa para ir a hablar con la oposición, sobre todo si se creen las expectativas electorales que tenemos por delante.
—Yo me fumo un puro si tengo que dejar la política —decía con visibles muestras de enfado interior el presidente del Gobierno—. Además, fuera de la política es donde puedes tener amigos de verdad.
—No son verdad ni una cosa ni otra. Ni te fumas un puro si dejas la política, ni es cierto lo de los amigos. Los hay dentro y fuera de la política, como en la vida financiera. Otra cosa es que te creas que quienes te adulan son tus amigos y quienes te cuenten la verdad tus enemigos. Depende de uno mismo. Yo no soy gilipollas y sé que cuando alguien me adula es que quiere algo del banco.
Cuando a Felipe González le acorralas, aunque sea levemente, siente tendencia inmediata a mutar de conversación, a girar hacia derroteros diferentes, que siempre suelen acabar en discursos algo grandilocuentes. En aquel instante, después de mi tono de cierta impertinencia, se decidió a seguir con su costumbre, abandonar el asunto de la financiación ilegal y extenderse en un discurso referido a la historia de España de estos dos últimos siglos. Manolo Prado, su cuñado Palomino y yo atendimos a la exposición, que, justo es reconocerlo, no estuvo nada mal. Lo que quedaba patente tras sus palabras era la peligrosa tendencia a la digresión intelectual, a perderse en lo etéreo. De repente, sin motivo aparente alguno, abandonó su nube particular, se acomodó en el sillón buscando la postura más confortable, esbozó un amago de sonrisa y comenzó a hablar de nosotros dos.
Su tono rozaba el paternalismo cuando me aseguraba que, con independencia de manipulaciones recibidas de otros, la verdad sobre mí la conocía muy bien. Ese tipo de afirmaciones presuntuosas me molestan profundamente, así que sin pensarlo dos veces le dije:
—Eso no es así. Lo que es verdad sobre mí lo sé yo, como lo cierto sobre ti lo conoces tú. Si quieres te contesto si es correcto o incorrecto lo que piensas sobre mí, pero en modo alguno te atribuyo el monopolio de la verdad sobre hechos de mi vida.
De nuevo un tono desacostumbrado para él. De nuevo el silencio. No quería, curiosamente, penetrar en profundidad. Y eso que fue él quien inició la conversación. Quizá pensara que yo diría algo así como agua pasada no mueve molino, pero no. Ni mucho menos. Quería mover la piedra de ese molino.
—Me dijiste que querías hablar de seguridad. Preparé todo lo que concernía a ese asunto. Esperé. Nadie me llamó. Mientras tanto desde ciertas instancias del Gobierno se vertían rumores que me acusaban de esas prácticas. Me tratasteis de cortocircuitar en asuntos de medios de comunicación. Se presionó a Godó..., en fin, este no es lugar para lista de agravios, pero te vuelvo a decir, con todos mis respetos, presidente, que tenemos esa conversación pendiente desde tiempo atrás.
Nuevamente silencio. Estaba claro: de eso no quería hablar, y seguramente mucho menos delante de Palomino y Prado. Escapó de la conversación, ahora desviada hacia un nuevo discurso teórico: la modernización de España y las fuerzas de regreso. Confieso que hizo un buen discurso, en el que apoyé muchas de sus consideraciones.
Llegó el momento de hablar de la Corona. Estaba claro que la «presencia no corpórea» del Rey se sentía en aquel encuentro. El turno de palabra correspondió a Manolo Prado. Su discurso fue exquisitamente amable.
—Tengo que decir con mucha satisfacción que el comportamiento de los socialistas en general y del presidente Felipe González en particular en sus tratos con la Corona ha sido impecable. Sin embargo —añadió Manolo—, puede no ocurrir lo mismo si gobierna la derecha porque con su peculiar manera de ser puede afectar a la Monarquía. Incluso de manera letal.
Felipe dio muestras de sentirse halagado por semejantes palabras, que al ser pronunciadas por Manolo Prado de alguna manera respondían a la posición del Rey. Contestó concediéndose importancia, que obviamente la tenía, porque era el presidente del Gobierno.
—Hombre, hablar de caída de la Monarquía es posiblemente excesivo, pero, desde luego, el comportamiento de la derecha va a ser muy distinto porque tratarán de utilizar al Rey en su beneficio y eso creará muchos problemas.
Mientras se conversó sobre la Corona mantuve un prudente y distante silencio. El nombramiento de Almansa flotaba entre nosotros.
Concluyó la reunión. Felipe y su cuñado partieron por donde llegaron. Yo también. Mientras recorría de vuelta los kilómetros que me separaban de Los Carrizos, pensaba en la complejidad de la situación. Un líder carismático cuya fuerza se acababa por momentos; frente a él un personaje en el que nadie creía, que al decir de muchos carecía de carisma, de programa y de ideas políticas, pero al que también muchos votarían sencillamente por cansancio con los socialistas.
¿Qué ocurriría en las elecciones? Seguramente ganarían los socialistas, a pesar del inmejorable momento para la derecha. ¿Es bueno para nosotros? Tal vez, porque lo cierto es que las relaciones con González —me decía— funcionan de manera inmejorable. Si vuelve al poder, ya me ha dicho que quitará a Solchaga, con lo que una de nuestras preocupaciones desaparecerá de la escena político-financiera. Por ello, al llegar a Los Carrizos marqué el teléfono que usábamos el Rey y yo en nuestras conversaciones y le dije:
—Misión cumplida, señor.
En aquel momento, sin embargo, no acerté a entender que para nosotros una derrota de Aznar, sobre todo si se producía sin mayoría absoluta del PSOE, constituía una trampa mortal, el más letal de los escenarios. En tal caso Felipe sentiría su agotamiento, pero percibiría con nitidez la incapacidad de Aznar para ganarle. Si perdía en tales condiciones, sus posibilidades de llegar a la Moncloa se reducían extremadamente. A los socialistas les bastaba con no cometer demasiados errores para seguir instalados en el poder. Aznar, por su parte, percibiría su extrema debilidad. Su derrota se acogería con indescriptible decepción en el mundo de la derecha, a pesar de los pronósticos de que algo así se produciría.
En semejante entorno un personaje concitaría las iras y los odios de unos y otros. Del PSOE, porque se trataba de eliminar el único enemigo potencial realmente peligroso. A los otros, porque ante su derrota las referencias de ese personaje como alternativa a su proyecto político cobrarían mucha mayor entidad. El personaje era Mario Conde. Confieso con sinceridad que no me percaté de semejante obviedad. Supongo que Felipe González y Aznar sí. Era solo cuestión de tiempo encontrar el modo de eliminarme del escenario.
El 1 de abril de 1993, cumpleaños de mi hija Alejandra, moría en Pamplona don Juan de Borbón, padre del Rey. Imposible olvidarme de aquel día en el que tuvo que abandonar forzosamente la visita a Los Carrizos que habíamos preparado meticulosamente y con mucha emoción, para desplazarse de urgencia a la prestigiosa clínica del norte, al parecer vinculada a la orden del Opus Dei. Desde ese preciso instante la vida de don Juan no pasó de ser un transitar penoso hacia la muerte.
Cada día su aspecto ensombrecía más las perspectivas de duración de su espacio vital. Las dificultades para hablar, que arrastró durante los últimos años de su vida desde que fue operado del cáncer de laringe, se transformaron en una imposibilidad absoluta de pronunciar un atisbo de palabra audible. Lourdes y yo le visitábamos con cierta frecuencia en su habitación de la clínica. No deseaba que los medios de comunicación alardearan de nuestra presencia, así que con el avión del banco despegábamos de Madrid en la tarde del día de visita para aterrizar en Pamplona, desplazarnos a toda velocidad a la clínica, entrar por la puerta de camillas y subir a la habitación en la que nos esperaban don Juan y Rocío Ussía. Aquella tarde, mientras leía serenamente en el despacho de mi casa sevillana, en Los Carrizos, asumiendo que más tarde o más temprano tendrían que anunciarme el final definitivo de don Juan, recibí la llamada de don Juan Carlos.
—Mario, lo que voy a decirte te honra. Ayer estuvimos viendo a papá toda la familia. Le queda muy poco tiempo de vida. Te pido que vayas a verle porque nos dijo claramente que es a ti a quien quiere ver, así que, por favor, vete el lunes a Pamplona.
—Por supuesto, señor, por supuesto.
Llamé al banco para decir que el lunes llegaría por la tarde y que, por tanto, cancelaran las citas previstas para la mañana. Que dijeran a los gestores del avión que despegaríamos a las 8.30 del lunes, pero con dirección a Pamplona.