Acaricié la idea con exquisito cuidado, teniendo miedo de que pudiera romperse antes de brotar a la vida. Roberto rumiaba. Violy empujaba.
Aquella mañana Roberto se acercó a mi despacho.
—Creo que ayudaría mucho a nuestra decisión de invertir si tú mismo inviertes tu dinero en acciones. Creo que es imprescindible para trasladar confianza al mercado.
Evidentemente, esa hipótesis vivía en mi mente con el rango de certeza. Desde luego que resultaba imprescindible mi presencia inversora. Lo sabía desde el comienzo, por lo que no tuve que emplear más de dos segundos en proporcionar a Roberto la contestación a su sugerencia.
—Por supuesto. ¿Qué cantidad crees que sería razonable?
—No sé...
—He pensado invertir unos siete mil millones de pesetas, que son unos cincuenta millones de dólares. Creo que será suficiente. Con eso aumento mi inversión total en Banesto, porque lo que ya tenía invertido es mucho dinero en el mismo saco. Ahora, más. Y es que creo firmemente en nuestro proyecto.
—Por supuesto —exclamó encendido Roberto—. Más que suficiente. Con esa señal al mercado te garantizo el éxito de la ampliación.
—Una cosa me preocupa, Roberto. 1993 está siendo un año malo para la economía española. Creo que entraremos en recesión. Eso desanimará a los inversores internacionales. Podemos encontrarnos con un fracaso y eso ser letal para Banesto.
—Todo es posible, desde luego. Es cierto que la política económica que han seguido nos está conduciendo a esto. Pero la gente sabe diferenciar. Se trata de invertir a medio y largo plazo y no se van a desanimar en una situación de coyuntura.
—Pero ten en cuenta que estamos hablando de una ampliación de casi cien mil millones de pesetas, una cifra jamás abordada en la historia de la banca española.
—Ya lo sé, pero aun así te digo que podemos tener éxito.
Bueno, pues con esta tesis de Roberto nos fuimos al vía crucis de informar a todos los organismos del Estado que debían conocer y aprobar nuestro proyecto. Cuando presentamos ante el Banco de España nuestra propuesta de aumentar el capital de Banesto en 94 000 millones de pesetas, aparte de que casi les da un pasmo, los peores intencionados comenzaron a forjar la historia de que jamás conseguiríamos cubrirla. Así se expresó Miguel Martín en la entrada nocturna al restaurante Lucio.
—Me apuesto lo que queráis a que no pasan del 30 por ciento del monto total.
Su mente almacenaba una derivada nada despreciable. Si como él pensaba —tal vez anhelaba— fracasábamos en nuestro intento, la lectura que se haría sería rotunda: el mercado ha dado la espalda a los gestores de Banesto y, claro, eso afecta a la estabilidad del sistema financiero, al normal funcionamiento de sus instituciones básicas, algo que el Banco de España no puede consentir, por lo que resultaría imperioso intervenir el banco para restaurar la normalidad.
El sofisma resulta obvio hasta para mentes no excesivamente dotadas, pero ya se sabe que en política lo que cuentan son las excusas, no las razones, porque si dispones de la capacidad de convertir ante la opinión pública una excusa en una verdad, tienes el campo despejado para hacer lo que te venga en gana. Así que nosotros mismos nos metimos en la boca de un lobo que se relamía de gusto pensando en que dentro de muy poco tiempo seríamos presa fácil para sus fauces.
La verdad es que no resultaba fácil. Sobre el papel, la aventura de convertirte en protagonista de la mayor ampliación de capital de la historia de la banca europea parecía desmesurada. España se encontraba en un momento particularmente difícil, y no solo en el terreno económico. También en el político. En conjunto el país expresaba elocuentes síntomas de una necesidad imperiosa de cambio de rumbo, y un agotado Felipe González no parecía disponer de las reservas necesarias para ello.
La política económica monetarista propiciada por Rojo, Rubio y Solchaga comenzaba a decapitar el tejido industrial español. Una peseta artificialmente sobrevalorada destrozaba las cuentas de resultados y laminaba los balances de las pocas empresas españolas que vivían de la exportación. La ciega pertenencia a ultranza de la peseta al Sistema Monetario Europeo traía daños adicionales a una economía como la española. El único consuelo residía en que, dada su artificialidad, todo el montaje estallaría en algún momento.
—Roberto, hay que tener mucho cuidado. Yo creo que esto de la banda estrecha del Sistema Monetario es una trampa mortal para algunas economías, entre ellas la española. Va a estallar.
—Los analistas de Morgan dicen más o menos lo mismo que tú.
Así fue. Mientras se escuchaba el sonido de las vestiduras rasgadas de los llamados ortodoxos del sistema, la libra, la lira, la peseta y el franco francés acabaron por saltar por los aires rompiendo los llamados límites de fluctuación impuestos dentro del forzado modelo monetario. Nos vimos obligados a devaluar. Una y otra vez. Se lo había advertido expresamente a Felipe González, quien, cautivo del supuesto acervo de conocimientos técnicos de Solchaga, no daba crédito a lo que le aseguraba. Hasta que vio cómo la peseta se desplomaba en sus propias manos. Los números de la economía no podían ser peores. La recesión asolaba el suelo hispano. El mundo industrial se encontraba bajo mínimos. La capacidad de consumo de los españoles de a pie se reducía de manera harto considerable. Era un
annus horribilis
para la economía española. En mitad de semejante espectáculo pretender atraer hacia Banesto la nada despreciable suma de 94 000 millones de pesetas tenía tintes, no ya de un voluntarismo exagerado, sino de una mentalidad legionaria casi suicida.
Pero lo hicimos. Bajo ningún concepto estábamos dispuestos a dar marcha atrás. Claro que antes de poner en marcha el dispositivo, un requisito sustancial aparecía imprescindible: que la Comisión Ejecutiva de Morgan diera su visto bueno a la inversión de su fondo Corsair. Así que tomé las maletas y me fui a Nueva York. A eso le llamo yo coger el toro por los cuernos.
¿Cómo sería J. P. Morgan por dentro? ¿Cómo vestirían sus lugares de encuentro? Inevitable acordarme de aquella visita de un año antes al sanctasanctórum de la Iglesia católica, al encuentro privado con los cardenales Etchegaray y Javierre. Ahora el mundo de las finanzas, de este costado de la existencia, el terrenal. Allí, la vida ulterior. Esta vez el
carpe diem
. Y curiosa coincidencia: parece que J. P. Morgan era el único banco americano de tradición no judaica. Vamos, que sus mandos no eran judíos profesos ni confesos ni practicantes ortodoxos ni aficionados a la Torá. Bueno, pues casi más complicado, pero por lo menos si nos aceptaban los americanos, los enemigos no tendrían el recurso ese de que se trata de una operación masónica.
Las oficinas del banco americano, enclavadas en uno de los mejores edificios de Nueva York, mostraban un gusto agridulce en el que se combinaban, no siempre con acierto, los restos de una tradición centenaria con las innovaciones propias de la última hora financiera. Allí, en su sala de reuniones, sentado alrededor de una mesa impersonal confeccionada con materiales modernos, contemplando cómo frente a mí se situaban los más conspicuos personajes de las finanzas americanas que componían la Comisión Ejecutiva del centenario banco, me sentía inquieto, agitado interiormente, pero, al tiempo, con altas dosis de seguridad en lo que tenía que decir. En el fondo, si la tesis del informe era acertada, lo que se disponían a efectuar los americanos no pasaba de ser una operación en la que ganarían mucho dinero, porque situaríamos el precio de la acción en la ampliación de capital en 1900 pesetas, y todos esperábamos ver el título cotizando en breve en el entorno de las 3000 unidades de nuestra antigua moneda. Por ello, si su trabajo se ejecutó con rigor, la decisión de invertir constituía una derivada inmediata. Esperaba algunas preguntas técnicas, ciertas consideraciones sobre la estructura del balance o de nuestro negocio al por menor. Consumiríamos minutos en temas tan abstrusos y después me anunciarían que pasarían a ser socios en Banesto. Sin embargo, el guión que imaginé no se ejecutó. La pregunta del presidente del Consejo mostró una textura diferente.
—Nos consta que si usted se presenta a las elecciones en España tendría un resultado que podría casi garantizarle ser presidente del Gobierno. ¿Tiene usted intención de dedicarse a la política?
Era lo último que habría imaginado. Así que los americanos, incluso estos que se autodefinen como la crema financiera, son incapaces de sustraerse a la fascinación del poder del Gobierno. Una pregunta semejante invadía terrenos propios de la intimidad, pero si iban a invertir dinero y confiaban en mi gestión, era lógico y hasta imprescindible conocer mis intenciones últimas. Debía contestar. Lo hice.
—Me consta que tengo opciones en la vida política. Igualmente me consta que no tengo el menor interés de dedicarme a ella. Mi vida es el Grupo Banesto, al menos durante los próximos años. El proyecto es capaz de atraerme lo suficiente. No puedo decirles que me moriré o jubilaré siendo ejecutivo bancario, pero si ustedes vienen conmigo al banco, allí estaré, al menos por el tiempo en que vivamos juntos.
Percibí con claridad que la respuesta en cuanto inversores de Banesto les gustó. Tal vez, como individuos, conocedores de que el verdadero poder es el político, no podían dejar de sentirse extrañados ante alguien que, asumiendo sus capacidades para ostentar semejante poder, renunciaba a ellas para ejercer otro que, por muy financiero que fuera, no dejaba de ser poder de segunda división. De todas formas, su nueva pregunta sonó con cierto estrépito en la sala de reuniones.
—Bien, en tal caso no tendrá inconveniente en firmar un compromiso que le vincula al banco durante todo el tiempo en que nosotros permanezcamos como inversores, con el límite máximo de, por ejemplo, cinco años. ¿No es así?
El parlamento se movía entre la impertinencia —por exigirme que coartara mi libertad— y la adulación, al considerarme imprescindible para su decisión de invertir. Reconozco que me sentí halagado. Pensé que tal vez todo quedaría ahí en una bonita respuesta.
—No tengo el menor inconveniente. Al contrario, me parece muy razonable.
Pocos días más tarde, cuando quedaban escasas semanas para que se anunciara a los cuatro vientos la ampliación de capital y la presencia de Morgan entre los inversores, firmé un documento preparado por los abogados americanos en el que me comprometía por escrito a lo que declaré verbalmente ante la Comisión Ejecutiva de aquel banco. No les bastó con mis palabras. Quisieron ponerlas negro sobre blanco. Nuevamente me sentí halagado.
El documento resultó complejo y Ramiro Núñez consumió tiempo en su confección. Se presentó en sus partes sustanciales ante la CNMV.
No solo los indicadores de la economía relataban sin rubor su enfermedad creciente, sino que, además, los vientos de la política llenaban el aire de sustancias poco agradables. La crisis en el partido socialista se desparramaba enloquecida. El enfrentamiento entre Alfonso Guerra y Felipe González emponzoñaba el partido. Curioso, pero en cierta medida tuve algo que ver con la ruptura de ese famoso dúo de la política española. Sucedió en casa de José Terceiro, hermano del que sería presidente de Caja Madrid. Ambos, al parecer, mantenían muy buenas relaciones con Polanco y, en consecuencia, con el Grupo Prisa. José, catedrático, organizó una cena en su casa, situada en las afueras de Madrid, probablemente hacia Majadahonda, a la que asistimos, además del anfitrión y su hermano, Jesús Polanco y yo. Un comensal adicional proporcionaba una guinda política nada despreciable: José Borrell, listo, atractivo humanamente, aparentemente depositario de ciertas esencias de la izquierda socialista, catalán pero no catalanista, se consideraba en aquellos días un claro valor en ascenso dentro del PSOE. Colo, mi amigo de Deusto José María Rodríguez Colorado, mucho más conocido como Colo, me habló de él en alguna ocasión porque al parecer su carrera política, la de Borrell, había recibido un espaldarazo definitivo por obra y gracia de mi compañero de Universidad. Colo le reconocía una exquisita habilidad para ascender por las escaleras del poder. Acertó durante un tiempo, pero lo cierto es que cuando aspiró a ser secretario general del PSOE, o candidato a presidente del Gobierno, que no recuerdo, una vez que Felipe, perdidas las elecciones con Aznar, decidió desaparecer del PSOE, lo cierto es que la excusa de no sé qué cosas raras de unos inspectores de Hacienda le cortaron los vuelos, las alas y la carrera política. Fue un error. Personalmente, creo que Borrell era un gran activo del PSOE, pero...
La cena no tenía objetivo específico alguno; ni siquiera eso de comer en agradable compañía, porque la ausencia de relaciones sólidas entre nosotros obligaba a que gestual y materialmente nos moviéramos en la epidermis de los asuntos que, desordenadamente, salían como motivos de conversación. Hasta que llegó la hora en la que Polanco, en presencia de Borrell y de los hermanos Terceiro, desgranó un discurso de contenido catastrofista:
—El causante de todos los males del PSOE se llama Alfonso Guerra. Si queremos que Felipe siga gobernando, es necesario que deje atrás el lastre de Guerra, no solo porque los escándalos de su familia no van a parar, sino porque, además, carece de credibilidad para las zonas urbanas, que es el campo en el que tiene que dar la batalla electoral el PSOE.
Las palabras de Polanco eran acogidas con silencio, ese silencio viscoso que nacía del miedo a la irascibilidad de su carácter y a la máquina de escribir tan poderosa que controlaba. Polanco, sensible como casi todos al halago, continuó.
—Por tanto, hay que montar una operación para quitar a Guerra de una vez del Gobierno, para romper sus relaciones con Felipe. Este lo sabe, lo admite y lo acepta. Incluso lo reclama, pero no se atreve a dar el paso. Por eso tenemos que hacerlo desde fuera.
¿Qué pintaba yo en semejante parlamento? Ni tenía especiales relaciones con Felipe ni, por supuesto, iba a participar en un movimiento semejante. Seguramente nuestra influencia en los medios, singularmente Antena 3 Televisión, se convirtió en el motivo de que se pronunciaran tales palabras en mi presencia, pero lo más probable es que la conversación caminara por tales derroteros de manera algo involuntaria, no pensada de antemano y, una vez penetrado en el recinto, mi presencia no se convertía en dique para contener su avance.