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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (90 page)

BOOK: Los días de gloria
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Concluida la cena, nos sentamos a tomar una copa en el rincón que nos preparó José Antonio. La conversación giró hacia el Rey y en ese instante, ante mi asombro, Sabino se transformó. Su cara tensó los músculos, sus ojos se inundaron de brillo, su mirada se ancló, fija como un noray en la pared de madera de la biblioteca. Habló del Rey, sin el menor recato. Por supuesto que un jefe de la Casa del Rey ni puede ni debe hablar así, ni siquiera de manera infinitamente más liviana. No entendía nada. Tanto que no fui capaz de articular palabra. Un espeso, denso y ácido silencio siguió a sus palabras, hasta el punto de que, consciente Sabino de ello, cambió de tema, volvió por sus fueros, renovó el tono y la forma y muy poco después la cena y sobremesa quedaron felizmente concluidas. Tiempo después, cuando mi relación con el Rey se llenó de confianza mutua, no me atreví a comentarle aquella vieja conversación, no fuera a ser que una vez más se practicara esa vieja afición española que consiste en matar al mensajero.

Jueves 27 de agosto de 1992. Me reúno con el Rey en la casa de Paco Sitges en La Moraleja. Objetivo, retomar la conversación que dejamos pendiente la última vez que hablamos desde Cala Yundal. El Rey abrió el fuego pidiéndome encarecidamente que Sabino no supiera nada porque —me decía— «todos los días, todos los días me insiste en que no comente contigo nada sobre este asunto».

Noté al Rey preocupado. En ese instante, en plena soledad de los dos, un Rey algo abatido se convirtió ante mis ojos en un personaje exclusivamente humano. Me habló, en ocasiones con ternura, de su vida interior. Me sobrecogía lo que estaba viviendo. No podía siquiera articular palabra. Dejé que el Rey descendiera al mundo de los mortales de carne y hueso, que hablara, que contara, que dijera, que relatara, que por unos segundos, minutos u horas se olvidara de sus problemas institucionales para ser exclusivamente un ser humano que sufre, que como todos, o casi todos, busca afecto y cariño y que, lamentablemente, no puede fiarse, precisamente por ser rey, de nadie o casi nadie. Fue un momento inolvidable de mi vida. Me di cuenta de que sentía mucho cariño por don Juan Carlos. ¿Derivado del que vivía dentro de mí por su padre? Posiblemente, pero lo cierto es que, todavía vivo don Juan, lo sentía.

El Rey se serenó y retomé el discurso. Curiosamente, días después de lo publicado por Pedro J., Sabino concedió una entrevista al
Diario 16
en la que aludía a la posibilidad de una conspiración contra el Rey aunque, obviamente, evitaba a toda costa involucrar en ella a Mario Conde. A mayor abundamiento,
Cambio 16
, una revista que pertenecía a Juan Tomás de Salas, al igual que el
Diario 16
, publicaba en portada la siguiente noticia: «Agnelli contra el Rey». Dado que el Grupo Rizzoli era directa o indirectamente controlado por Fiat, y esta por Agnelli, y tomando en consideración que Rizzoli era dueño de
Oggi
, la revista italiana que había hablado de las relaciones amorosas de don Juan Carlos, y del paquete de control del diario
El Mundo
, la posibilidad de titular «Agnelli contra el Rey» se colgaba de una «percha» —como diría Julián Lago— que permitía una «buena exclusiva». En el fondo el propósito era obvio: intentar que Agnelli vendiera las acciones del diario
El Mundo
y con ello dejar sin socio de referencia y sin financiación para casos límites al periódico de su competidor y odiado enemigo. El Rey mantenía buenas relaciones con el patrón de Fiat. Temiendo que aquello pudiera tornarse en desperfectos adicionales, sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, le dije en una actitud de «por si acaso»:

—Me preocupa lo de Agnelli, señor. Pero yo me lo tomaría con prudencia porque necesitamos saber más del verdadero origen de la campaña.

Le relaté mis conversaciones con Pedro J. Le dije que el director de
El Mundo
había hablado con Sabino. El Rey se quedó impactado pero silencioso. Avanzamos muy despacio por tan peligroso y resbaladizo terreno. Comprobar este dato de manera frontal y directa, sin posibilidad de que se tratara de una historia, seguro que provocó en el monarca el convencimiento de que entre su jefe de Casa y él se había producido una ruptura, o al menos una fisura, de algo sagrado: la confianza.

Volé al sur de España, a Puerto Sherry, en plena bahía de Cádiz, para encontrarme con don Juan. Teníamos el propósito, que cumplimos, de subir juntos el río Guadalquivir, atravesando el coto de Doñana, con destino a Sevilla. Nada más arribar a puerto salí con destino a Los Carrizos, nuestro campo de las estribaciones de la sierra sevillana, para preparar el recibimiento a don Juan porque al día siguiente vendría a pasar con nosotros el fin de semana. Lamentablemente, a primeras horas de la mañana la voz de Rocío Ussía me dio la mala nueva: el cáncer de laringe de don Juan había sufrido un retroceso considerable y habían tenido que llevarlo de urgencia a la Clínica de Navarra. En ese mismo instante presentí que don Juan no cumpliría su sueño, que no navegaría en el
Alejandra
, que no cruzaríamos juntos el Atlántico con destino al Sur, siempre el Sur, sin más propósito que navegar acariciados por los alisios tempraneros.

El 2 de septiembre Paco Sitges me informaba de que el Rey había contactado con Agnelli, quien le había garantizado que nada tenía que ver con el asunto, que la fuente de la información provenía de España y que estaba tan enfadado con lo sucedido que iba a dar la orden de poner en venta las acciones de
El Mundo
.

—Dile al Rey, Paco, que se tranquilice, que necesitamos saber mucho más de lo ocurrido y no crearnos nuevos frentes de problemas.

Aunque se tratara del Rey, el presidente de Fiat y el presidente de Banesto, un asunto semejante podría saltar a la luz por cualquier indiscreción, por lo que temí que pudiera llegar incontroladamente a oídos de Pedro J. Por otro lado, necesitaba profundizar sobre la verdad, así que contacté con el director de
El Mundo
y nos sentamos a hablar.

Comencé recriminándole su actuación, tanto por lo que representaba de falta de respeto a la Monarquía como por los indudables problemas personales que le supondría al Rey una publicación de tal corte. Percibía en Pedro J. tranquilidad, serenidad y hasta un esbozo de sonrisa sarcástica.

—Ya te dije que si hubiera estado en Madrid la noticia no hubiera salido de la manera en que lo hizo, pero de todas formas siento decirte que tú no conoces en profundidad las claves de este asunto.

—Es posible que sea así, pero a quien puede llegar a afectar y muy seriamente es a
El Mundo
, y consiguientemente a ti, porque Agnelli está dispuesto a poner en venta sus acciones en tu periódico.

En ese mismo instante el clima sufrió un giro copernicano. Pedro J. se tensó como la cuerda de un arco y sus pequeños ojos se incendiaron de fuego interior. El esbozo de sonrisa desapareció de su boca y le sustituyó una mueca de profunda ira.

—Eso sería muy difícil porque los acuerdos con Rizzoli son muy complejos y no podrían hacerlo fácilmente porque tendrían que sufrir un alto coste económico.

Los acuerdos con los italianos los conocía a la perfección porque cuando Pedro J. sintió la angustia que proporciona la falta de aire financiero para respirar, se planteó muy diversas posibilidades, de las que eligió una ampliación de capital con el grupo italiano Rizzoli que, de manera directa o indirecta, conectaba con el omnipresente Agnelli. Pedro y Ágatha, su mujer, se presentaron en La Salceda para consumir un fin de semana. En realidad a Pedro no le interesaba ni el campo, ni sus ruidos nocturnos, las luces del alba o del amanecer y, mucho menos, las artes cinegéticas en cualquiera de sus modalidades. Se trataba de algo más prosaico: comentarme su proyecto de acuerdo con los italianos, lo que efectuó mientras ambos paseábamos por las rañas de la Loma de la Máquina. No dudé en asegurarle que me parecía muy bien disponer de un pulmón financiero de semejante porte que podría garantizar, como así fue, la supervivencia del periódico. Además, me pidió que mis asesores examinaran el contrato, a lo que accedí y yo personalmente le eché una ojeada, y comprobé la existencia de cláusulas de salvaguardia con las que Pedro y parte de su equipo pretendían blindarse a una hipotética deslealtad por parte de sus nuevos socios. Conocía, por tanto, el esquema del que me hablaba Pedro, pero mi experiencia, a aquellas alturas de mi vida, consistía en que los pactos entre determinado tipo de gente que abunda como termitas en el mundo de los negocios no están para, como dirían los latinos, sunt servanda, para cumplirse, sino, más bien y al contrario, para ser deliciosamente incumplidos cuando la violación de la palabra se traduce en considerables ganancias.

—No creo, Pedro, que el dinero sea un obstáculo cuando se trata de
El Mundo
, porque seguramente el Gobierno de Felipe estaría encantado de financiar la recompra por alguien afín a su causa con tal de quitarte de en medio.

Pedro entendió el mensaje y sin cejar ni un miligramo en su crispación añadió:

—Es que, además, sería profundamente injusto.

Me extrañó que Pedro J. utilizara la expresión justo o injusto para referirse a un tema prosaico como este. En realidad ignoro en qué consiste lo justo o lo injusto, cuál es su contenido real. En términos políticos lo justo se corresponde con lo políticamente correcto y lo injusto con la heterodoxia. En economía no hay justicia, hay ingreso o gasto, beneficio o pérdida. En fin, que si algo te demuestra la experiencia existencial, es que lo mejor que puedes hacer con esos términos consiste en escribir sus sagrados nombres en un papel, guardarlos en una cajita de madera de caoba con incrustaciones de álamo canadiense y palo santo americano, encerrarlos con cinco o seis llaves y dejarlos que dormiten hasta que desaparecida la civilización fruto del hombre puedan, tal vez, volver a flotar sobre el éter infinito. De todas formas, no me parecía conveniente dedicarme a filosofar con Pedro J. en un momento tan poco propicio para labores de altura, así que me limité, procurando que la sorna no asomara al exterior, a preguntarle:

—¿Por qué dices que sería injusto?

—Ante todo porque
Oggi
, que es italiana y de Agnelli, publicó lo del Rey, así que no veo la razón por la que los paganos seamos solo los españoles y no los italianos.

—Hombre, no sé si es lo mismo Italia que España cuando se trata del rey de España.

—Además —añadió Pedro J. sin detenerse a escucharme—, yo entendía que prestaba un servicio a la Monarquía.

—¿Un qué? —pregunté elevando el tono de voz ostensiblemente para acentuar físicamente la fuerza de mi incredulidad interior.

En ese instante Pedro se transformó. Se percató de que la gravedad de los hechos podía afectarle y de manera muy cruel. Se decidió a hablar. Se irguió en su asiento, dulcificó el tono de voz, redujo la intensidad del brillo de sus ojos, la mueca de tensión se transformó en otra que más parecía de dolor y comenzó a relatarme la historia.

—En septiembre del año pasado me llamó Sabino para decirme que sentía urgencia en hablar conmigo. Quedamos citados en una casa de la calle de Serrano, en Madrid. Allí me expuso su preocupación por lo que sucedía en el entorno de don Juan Carlos. Me decía que estaba muy preocupado por la Monarquía, porque entendía que no era lógico el comportamiento del Rey en el verano del 91, rodeado de amigos inútiles. Veía que no era de recibo que se quedara en Palma y no se dignara acudir ni un solo día por Madrid cuando debería ser consciente de la importancia de la guerra del Golfo. Esto proporciona muy mala imagen para la Monarquía, que no puede seguir viviendo de las rentas del 23-F.

La mención del golpe de Estado de Tejero provocó una interrupción en el discurso de Pedro J. Traté no solo de no pronunciar palabra, sino ni siquiera esbozar mueca alguna. Continuó.

—Sabino me decía: «Hay que hacer algo para que no se destruya la Monarquía, algo que nos ha costado tanto construir. Y tenemos que hacerlo ahora, estando yo en el cargo, porque después no sé qué va a pasar. Por eso voy a hablar con personas responsables de este país para que me ayuden en la tarea».

El relato de Pedro J. era esclarecedor y aportaba claves muy diáfanas sobre lo que sucedía. No se trataba ahora de ver si tenía o no razón, esto es, si el comportamiento del Rey era aceptable o rechazable, sino de algo más profundo: un proceso de salvación de la Monarquía, lo cual suena, como mínimo, a notoriamente exagerado, al menos en mi visión de las cosas. Realmente preocupante porque la conversación con esas personas responsables a las que aludía Sabino, dado que su diagnóstico residía en que el comportamiento del Rey causaba daños irreparables a la Monarquía, solo podía consistir en convencer al Monarca de un cambio radical de actitudes, lo que a su edad, dignidad y gobierno no parecía una tarea fácil.

—Como consecuencia de esta conversación —continuó Pedro J.— escribí un artículo que titulé «Un verano en Mallorca», en el que formulé de manera suave y medida algunas reflexiones sobre lo que deberían ser los comportamientos estivales del Monarca, pero sin ninguna acidez y procurando ayudar. Una vez escrito, le pregunté a Sabino la opinión del Rey y si le había molestado, a lo que me replicó que no solo no le había molestado, sino que, al contrario, quería verme en la Zarzuela y charlar conmigo.

—¿Te recibió?

—Sí, y nuevamente me llevé una sorpresa.

—¿Por qué?

—Pues porque el Rey me recibió diciéndome: «Amigos o enemigos», con muestras ostensibles de cabreo monumental. Teniendo en cuenta el relato de Sabino, no entendía nada —me decía Pedro—, y por eso le contesté: «Por supuesto amigos, señor».

Poco juego dio aquella entrevista. El Rey insistió en que tenía derecho a su vida privada, que esperaba que se la respetaran y muy poco más, aparte del desconcierto del director de
El Mundo
al comprobar que las informaciones de Sabino y los actos del Rey no se ajustaban en absoluto.

—¿Te consta con quién más habló Sabino dentro de ese concepto de «personas responsables»?

—Solo tengo la certeza de que lo hizo con Julián Lago y que el artículo de «Los errores del Rey» viene directamente de él.

El dibujo disponía de perfiles cada vez más claros. La conversación con Pedro J. ilustraba con nitidez sobre Sabino. Solo me quedaba saber si, como suponía, fue Sabino quien filtró lo de los viajes del Rey, y opté por preguntárselo directamente.

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