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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (106 page)

BOOK: Los días de gloria
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Uno de nuestros últimos encuentros tuvo precisamente lugar en casa de José Antonio. Allí fuimos a almorzar los tres: Aznar, José Antonio y yo. Mi misión consistía, una vez más, en alejar de su mente mi posible dedicación a la política. Por eso le dije:

—José María, en un país suele suceder lo normal, y lo normal hoy, a la vista del deterioro brutal del PSOE, es que pierda votos y que algunos de esos votos o muchos de esos votos vayan al PP, así que es normal que las cosas puedan cambiar y que ganes las elecciones, que puedas ser presidente del Gobierno. Eso creo que es lo que ocurrirá.

Aznar me dio la razón, pero añadiendo a continuación en un tono algo desabrido:

—Sí, así es. Yo creo que si nadie hace el gilipollas, las próximas elecciones europeas las gana el PP.

Raro. No suele ser demasiado mal hablado Aznar, aunque la verdad es que le conozco poco. Pero ese «gilipollas» le salió muy de dentro, muy interiorizado. No sé. Algo rondaba por su cabeza, desde luego.

Pero lo más grave sucedió algunos días después. José Antonio Segurado y yo habíamos comentado los números del Banco Central Hispano y sinceramente nos parecía que tenían una posición algo difícil, pero como no era cosa nuestra... Así que no me sorprendió el comentario de Amusátegui buscando a la desesperada una fusión con nosotros, y por eso le despaché de la manera en que lo hice.

Aquella tarde, sin embargo, el tono de José Antonio era de máxima preocupación.

—Presidente, ¿estás en teléfono seguro? Tengo información muy importante que transmitirte.

—Hombre, José, seguro en este país parece que no hay nada, pero...

—Bueno, mira, es que me ha llamado Miguel Roca muy preocupado.

—Ya.

—Me dijo lo siguiente: «José Antonio, te lo digo por lealtad. Tengo información totalmente cierta de que van a por Mario. Está decidido. No hay nada que hacer. Van a por él y no hay solución».

—¡Joder! Y ¿quién?

—Eso le pregunté yo: «¿Quién, Felipe González?». A lo que Miguel respondió: «Felipe González y Aznar. Es cosa decidida entre los dos».

—Pues sí que estamos bien...

—Tómatelo muy en serio, presidente, porque Miguel Roca es persona seria y está informando con lealtad.

—Hombre, yo creo lo mismo que tú, pero... ¿Te citó fuentes de información?

—Ya puedes comprender que no. Ni siquiera me planteeé el preguntarlo.

—Ya, pero ¿qué podemos hacer?

—Pues no sé, presidente. Pensar y ver cómo reaccionamos.

Aquel día, en Los Carrizos, después de la llamada del Rey pensé que lo de Roca carecía de sentido. Sin embargo, hoy tiene todo el sentido del mundo. Y, por si fuera poco, una vez que conozco la conversación entre Jesús Posadas y José María Aznar en aquella cena en su casa, se comprende bien aquella frase de Aznar:

—Jesús, Jesús, ya está. Acabo de terminar con Felipe y en días empezamos contra Mario Conde. Ya está decidido.

Y la respuesta de Posadas:

—Enhorabuena, presidente. Me alegro mucho de que os lo carguéis. Ahora sí que te veo presidente del Gobierno.

El lunes siguiente, 20 de diciembre, conforme lo previsto y acordado entre ellos, Lasarte llamó a José Pérez para poner en marcha el plan aprobado. Le extrañó encontrar dificultades en hablar con él, aunque finalmente lo consiguió, pero el mensaje del director de la Inspección distaba del planeado: se limitó a decirle a Enrique que previamente a su reunión tenía que producirse un nuevo encuentro entre el gobernador y el presidente de Banesto. Enrique no se alarmó. Supuso que ese nuevo encuentro, que no estaba programado, obedecería a algún perfil de índole política, porque yo le había contado que el gobernador iba a subir el asunto «arriba». Pedí a mi secretaria que me pusiera con Rojo y quedamos en que nos veríamos sobre las cinco de la tarde de ese día.

Crispado, nervioso, fumando sin cesar, con la mirada huidiza, evitando por todos los medios que sus ojos se clavaran en los míos, el hombre que me encontré sentado en el sillón de gobernador aquella tarde del día 20 de diciembre de 1993 nada se asemejaba con el sonriente Rojo que me aprobó el plan días atrás. Ahora recitaba una especie de lección aprendida: la situación del banco es dramática y no puedo aceptar el plan.

—¿Cómo que no puedes aceptar el plan? ¿Cómo que la situación es dramática? Obviamente, es la misma hoy que el pasado jueves cuando me diste tu visto bueno. Supongo que conocerás perfectamente todo lo que os expusimos, ¿no es así?

Inútil. No contestaba. Se aferraba a un guión. No admitía discusión. Ni siquiera entrar a debatir argumentos. Todo resultaba diáfano. Evidentemente, conocía con todo lujo de detalles nuestras propuestas antes de ser aprobadas por él el día 15.

—Pero vamos a ver, gobernador. Me dijiste que el plan estaba aprobado. Me pediste que se pusieran de acuerdo con Pérez para los asientos contables. Te dije que teníamos concertadas las citas con las agencias de rating. Todo esto se aprobó y te pareció bien. ¿Qué ha pasado?

Silencio, agitación, removerse, ni una palabra.

—¿Es que habéis descubierto algo nuevo, algo que yo no sepa? Si es así, dímelo.

Nada. Por fin dijo algo:

—Tengo dudas de que J. P. Morgan conozca la realidad del banco.

—¿Que tienes dudas de que Morgan conozca la realidad del banco? Pero si llevan aquí con nosotros más de un año estudiando a fondo. Si han hablado con vosotros, si...

Silencio. Agitación nerviosa. No podía decir nada. Supongo que sería consciente de que cualquier cosa que dijera quedaría inmediatamente contradicha por los hechos del pasado reciente. Tuve que insistir.

—Bueno, si es por eso, no te preocupes lo más mínimo. Precisamente el día 22 tenemos Consejo de Banesto, así que si te parece bien acudimos a verte con Roberto Mendoza y sales de dudas.

Masculló una respuesta en la que no tuvo valor de pronunciar palabra alguna. Cuando abandoné el caserón de Cibeles no percibía todavía con nitidez que se trataba de una ejecución política. Me preguntaba qué le habría sucedido a ese hombre. Era nítido que en el envío «arriba» de nuestro plan algún engranaje chirrió de manera vehemente, pero no acertaba a diseñar el cuadro completo del escenario en el que me veía obligado a moverme. Los rumores durante el fin de semana fueron intensísimos. Se comentaba por Madrid que Morgan vendía su paquete de Banesto a Bankinter. Otros aseguraban que era yo el que vendía mis acciones de Banesto al banco presidido por Jaime Botín sin contar con los americanos.

Día 22 de diciembre de 1993. Conforme a lo convenido nos presentamos en el despacho del gobernador Roberto Mendoza y yo. Mi primera sorpresa consistió en que entre los presentes, además de un abatido gobernador y de un asustado director de la Inspección, se encontraba Miguel Martín, el subgobernador, al que Rojo deliberada y conscientemente mantuvo alejado de nuestras negociaciones. ¿Qué papel jugaba en el encuentro? Algo sucedía. Alfredo Pastor, secretario de Estado de Economía, comentó con Paulina Beato, su amiga y socia, que se decía que los americanos ya no se comprometían conmigo. La vieja técnica del rumor, tan eficaz cuando se trata de entidades tan frágiles como las financieras, se utilizaba profusamente contra nosotros. Imposible describir un único foco. Las terminales que manejaba un individuo como Serra, controlador del aparato del CESID, eran infinitas. Además, su amistad y complicidad con Polanco le dotaba de una caja de resonancia sin igual. El Grupo Prisa desplazó en los primeros compases su artillería hacia el diario económico
Cinco Días
, desde el que alimentaban esas informaciones tendenciosas con el propósito de crear el ambiente. Envueltos en semejante clima, la presencia inaudita de Martín se convertía en un pésimo augurio.

Tratando de aparentar que no me sentía impresionado por el nuevo escenario negociador, con un tono que denotara absoluta seguridad en mí mismo y convencimiento en mis ideas, les dije:

—Bueno, pues ya tenéis claro que J. P. Morgan conoce a la perfección nuestros números, los ha estudiado y analizado con nosotros, los admite como tales, conoce el plan que os hemos presentado, está perfectamente capacitado para asegurar su incuestionable viabilidad y en modo alguno piensa vender sus acciones de Banesto, sino continuar con nosotros conforme a lo previsto y pactado.

Supuse que algo tan rotundo como lo que acababa de transmitir serviría para, como mínimo, apaciguar los ánimos que vislumbré en el turbado gobernador en mi alucinante encuentro del día 20. Nada más lejos de la realidad. La respuesta de Rojo me dejó helado. Delante de Mendoza y en un tono lastimero aseguró:

—La situación del banco es gravísima, y vuestro programa de recursos propios no da suficiente seguridad de que vaya a ser ejecutado con éxito. En tales condiciones le estáis pidiendo al Banco de España una apuesta excesiva y, por tanto, es necesario un compromiso de J. P. Morgan mucho más consistente y sólido.

Tuve la sensación de que aquello era el final. Ante palabras tan dramáticas, un espíritu dubitativo y algo diletante como el de Roberto se vendría abajo, se asustaría al imaginar el panorama que le tocaría vivir y se rendiría. Obviamente, era lo que pretendían. Si Morgan nos abandonaba, el estrépito financiero resultaría de tal calibre que la necesidad de intervenir el banco se convertiría en un inevitable imperioso para salvar al sistema financiero español de gravísimas turbulencias. Por ello se concentraron en los americanos y siguiendo su guión diseñaron de propósito una situación que sabían irreal, pero que presentada con la formalidad de una reunión en el Banco de España tomaba caracteres de irreversible.

Sin embargo, Roberto Mendoza no se amilanó. No se vino abajo. Al contrario, tomando el toro por sus afilados cuernos, sostuvo con fuerza:

—Conocemos perfectamente los números del banco, sabemos que se trata de una situación delicada, pero en la banca se dan estas situaciones regularmente, y creemos firmemente en el plan presentado y aprobado, en cuya confección hemos colaborado de modo muy activo.

Nadie esperaba semejante reacción, tan intenso compromiso. Roberto les estaba hundiendo el diseño que supuse confeccionaron entre el día 15, o cuando recibieran las órdenes de arriba, y ese momento de la entrevista que se celebraba ante ellos. Roberto continuó.

—Les aseguro que hemos llegado a Banesto como inversores, nuestros objetivos los diseñamos a medio y largo plazo y en ese contexto no tenemos preocupación real alguna y, en consecuencia, no tenemos la menor intención de alejarnos de Banesto.

Nuevo silencio. Cada segundo más espeso. Siguió Roberto.

—No solo no vendemos nuestras acciones —sentenció—, sino que ayudaremos a Banesto a colocar los títulos que necesiten en los mercados internacionales.

A la vista de la actitud de Roberto volví a tomar la palabra.

—Como puedes imaginar, gobernador, cuando tienes tu dinero invertido en el banco no bromeas con fantasmas; analizas la situación cuidadosa y meticulosamente porque lo que se encuentra en juego es mucho. Mi dinero está en el banco. Sé lo que hago. El de los americanos también. Saben lo que hacen.

No se amilanaron. No esperaban, desde luego, una respuesta como la que les proporcionó Roberto, pero no por ello iban a dejar de ejecutar un plan político diseñado con extremo cuidado. Martín tomó la palabra en un tono desabrido y ácido para afirmar que las cuentas de resultados que presentamos eran «humo», que no saldrían los números ni en el 94 ni en el 95. A continuación sentenció:

—Si de dinero se trata, te puedo asegurar que nosotros podremos encontrar mejores soluciones para tu dinero y para tu vida.

Le miré a los ojos. Había llegado su hora. Ahora se imponía ante el gobernador y el silente y asustadizo Pérez. Él parecía ser el encargado de ejecutar el diseño político.

—¿Así que tienes planes para mi dinero y mi vida? Pues vaya, vaya...

No contestó. Seguía relamiendo el instante.

—Bueno, quiero deciros que mañana, 23 de diciembre, tendremos en Nueva York una reunión con la Comisión Ejecutiva de Morgan. Ya os informaremos.

Abandonamos el despacho del gobernador. Ya en la calle, Roberto mostraba una palidez en su rostro que indicaba el sufrimiento vivido.

—Nunca hubiera imaginado una reunión así en un país como España. No solo han presionado políticamente a J. P. Morgan, sino que han amenazado con quitarte tus acciones y dejarte fuera del banco.

—Ya ves, Roberto, a esto lo llaman modernidad...

Volvimos a Banesto, celebramos el Consejo y salimos con dirección a Nueva York.

Aquel día, casualmente, abordamos el trayecto Madrid-Nueva York en el avión privado del Banco de Santander. Nos acompañaba Matías Cortés. Todos nos sentíamos algo anonadados por el devenir de los acontecimientos, pero confiábamos en que la sangre no llegaría al río. Mi estado de ánimo se aproximaba al agotamiento, no tanto físico como espiritual. Presentía que esta vez ganarían, que sonaba su hora, que la presión política se convertiría en irresistible.

En esos pensamientos me encontraba sumido cuando Roberto me contó algo alucinante.

—¿Sabes que una empresa de detectives internacional, denominada Kroll, ha elaborado un informe sobre ti a instancias del Gobierno español?

—Sí, Roberto, lo sabía.

En ese instante me acordé de las informaciones que me transmitió Julián García Vargas a propósito de los informes encargados por Narcís Serra sobre mí, encomendando el asunto a la Guardia Civil, en primera instancia, para después desplazar la investigación hacia los profesionales americanos. No era el primer informe que sabía ejecutaron sobre mí. Allá por el año 1988, muy poco después de mi llegada al banco, esa misma agencia de detectives, esta vez —según me dijeron— por encargo de los Albertos y De la Rosa, se ocupó de investigar en mi vida privada. Produjeron un papel ciertamente lastimoso y carente de un mínimo rigor. Me lo proporcionó Colo, que entonces era director general de la policía, y comprobé la sarta de estupideces que se decían, y, a pesar de que era un estudio elaborado contra una persona, bien leído no dejaba de ser elogioso para conmigo, mis contactos, mis capacidades intelectuales, mis relaciones político-sociales. Incluso describía, penetrando en la esfera de la intimidad, que mantenía relaciones con una italiana estupenda a la que visitaba en una calle de Madrid. Ciertamente en la dirección suministrada por los supuestos espías americanos no vivía ninguna italiana ni yo jamás traspasé las puertas de la casa, por lo que, aparte de sonreír un rato, no dediqué mayor atención al estúpido documento.

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