Los días de gloria (105 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

BOOK: Los días de gloria
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Con el éxito de la ampliación de capital dándonos impulsos, con los cien mil millones recaudados en las arcas del banco decidimos abordar un plan para los siguientes años. Porque una cosa es tener ese éxito y otra, que la economía española reaccionara. De esto último, nada. Al contrario. La situación empeoraba. Las empresas sufrían. Los del Banco de España estaban asustados con lo que ocurría en el sistema financiero, sobre todo porque nosotros teníamos empresas industriales localizadas en la Corporación Industrial. Recuerdo aquella mañana en la que Enrique entró en mi despacho con cara de particular cabreo.

—Me dicen los de control de gestión, los que llevan las relaciones con el Banco de España, que les están apremiando con los créditos a las empresas de la corporación.

—¿Qué quieren?

—Pues lo de siempre, que vendamos, que vendamos, que vendamos empresas.

—Ya hemos vendido algunas, como Valenciana y Petromed. ¿Qué pasa, que quieren destruir la corporación?

—Pues sí, porque han dicho una frase increíble.

—¿Cuál?

—Les dijimos que teníamos que ayudar a las empresas a pasar este bache y que eso les permitiría estar sanas enseguida. Y ¿sabes lo que contestaron?

—Pues no.

—Que a ellos no les interesan empresas sanas, sino bancos sanos.

—Pero ¿están locos? ¿Cómo vamos a tener bancos sanos con empresas quebradas? ¡Es que no tiene el menor sentido!

—Desde luego, pero es lo que dicen.

—Nunca imaginé que llevaran la locura esa de la riqueza financiera a tales extremos. Los bancos estamos para financiar a la economía real. Otra cosa es subvertir la función de la banca.

—Yo estoy de acuerdo, pero esto no es nuevo. Encima lanzan al mercado rumores de que prestamos demasiado a las empresas.

—¿Qué quieren? ¿Que las dejemos quebrar? ¿No es eso una locura? Aparte de quebrar empresas, eso se llevaría por delante a los propios bancos que prestan.

—Sí, desde luego, pero es que son solo funcionarios.

—Hay que joderse. Personas que no saben lo que es pagar una nómina, que no tienen responsabilidad porque no puedes echarlos a la calle, que ejercen un poder total, se permiten el lujo de decirte cómo tienes que gestionar tus dineros y los de tus accionistas... Es de locos.

—Sobre todo —añadió Enrique— porque esa gente, los inspectores del Banco de España, llevan con nosotros de modo constante desde 1988. Me dicen que hasta tenían un despacho especial en Banesto. Saben todo. Esos dos que llaman Román y Monje son los que más información tienen. Nunca se les ha negado nada. Al contrario, por tener disponen incluso de acceso a los archivos de informática.

—No solo lo saben, sino que, además, lo manejan según las circunstancias políticas. ¿No te acuerdas cómo cambió Mariano Rubio? Lo que era malo pasó a ser indiferente y cuando él entró en problemas, lo indiferente volvió a ser malo...

—Sí, así es.

—Bueno, pues al lío otra vez. Vamos a crear un equipo para trabajar en el plan a cinco años. ¿Qué te parece si metemos a Paulina Beato en el equipo?

—Me parece muy bien. Es consejera, catedrática de Economía, de esto entiende y además es amiga de Rojo, el gobernador, y de Pérez, el director de la Inspección.

—Eso de amiga puede ser engañoso...

—No, me refiero a que al ser amiga tiene con ellos confianza y saben que vamos a actuar seriamente.

—Para eso no necesitamos a Paulina porque ya tienen pruebas de cómo actuamos. Saben todo.

—Sí, pero es mejor, más rotundo. Un equipo formado por los servicios del banco, Paulina y Morgan es de seriedad total.

—Bien, tienes razón, pero voy a bajar a proponérselo al gobernador.

Rojo me recibió de inmediato porque nuestras relaciones desde la salida de Mariano Rubio eran fluidas. Le expliqué el propósito de alcanzar la máxima transparencia con el Banco de España, le propuse la idea de que Paulina colaborara con nosotros y, como es normal, le pareció muy bien, pero me puso un matiz de cierta importancia.

—Bien, Mario, pero es mejor que Miguel Martín no intervenga en esto.

Sorprendente. Martín no consiguió ser nombrado gobernador, pero le dejaron en un puesto nada despreciable: subgobernador. Bien es cierto que ahí lo que hacía fundamentalmente era figurar, pero cobraba un buen sueldo y podía vivir tranquilo. Lo curioso es que Rojo lo excluyera expresamente de intervenir en nuestros asuntos. No sabía exactamente a qué era debido, pero tampoco podía preguntárselo de modo demasiado directo, así que opté por algo suave.

—¿Por algo en especial, gobernador?

—No. Simplemente, que tengo confianza en Pérez. Ese es mi hombre para esto. Martín está en otras cosas.

—Entendido, gobernador. No le informaremos de nada.

—En su caso ya le diremos nosotros lo que tengamos que decirle.

Una vez que el Banco de España se encontraba al corriente, diseñamos el modelo financiero a seguir, lo que no revestía excesiva dificultad, a pesar de que las cifras que manejábamos eran importantes. J. P. Morgan colaboró con nosotros de manera activa. En las negociaciones se consumió parte de octubre y de noviembre. Por fin, el día 15 de diciembre me entrevisté con el gobernador Rojo en su despacho de Cibeles.

—Bueno, Mario, han llegado a un acuerdo tus servicios y los míos y para mí es satisfactorio. Ahora te pido que te «aburras» algo más concentrándote en el banco. Voy a hacer llegar este plan «arriba» porque ya puedes suponer que es muy importante y tienen que estar enterados, aunque estoy seguro de que no habrá dificultades. Dile a Lasarte y Paulina que se pongan en contacto con José Pérez para el tema de los asientos contables.

—Muy bien, gobernador. Muchas gracias. Ya sabes que tenemos previstos los viajes para exponer a los analistas y agencias de rating el plan. Según Morgan lo verán magnífico, porque todos conocen lo que está pasando con la economía española.

—Sí, claro...

Eso de mentarle la economía española le hacía poca gracia, porque había sido uno de los diseñadores del modelo que nos había conducido al desastre, pero no era político de mi parte recordarlo en ese momento, así que había que desviar un poco el asunto y por eso le pregunté:

—Por cierto, gobernador, ¿qué es eso que me dices de enviar el plan «arriba»?

Titubeó por unos instantes. Se agitó en el asiento. Dio ciertas muestras de incomodidad ante mi pregunta, pero nada en exceso. Quizá fuera solo que a nadie le gusta que le recuerden que tiene jefes que mandan sobre él siendo gobernador del Banco de España, sobre todo porque su lema cacareado a los cuatro vientos es la «independencia». Todos sabemos que eso es una coña marinera, pero no le gusta a nadie que le recuerden su verdadera condición. Por eso su respuesta fue un poco trémula.

—Bueno..., ya sabes..., el asunto es importante... Banesto, tú... En fin, que me dicen que informe, pues les informo, pero no tengas preocupación alguna porque esto es muy claro. Lo que han pactado los servicios de Inspección, pactado está.

Alea jacta est, pensaba para mí. El acuerdo cerrado con el Banco de España. La alegría de Lasarte y Paulina resultaba elocuente de la importancia de lo conseguido. Enrique se entrevistó con Pérez y quedaron en que el siguiente lunes, 20 de diciembre de 1993, se reunirían para trazar la estrategia concreta del acuerdo formal del Banco de España y los correspondientes asientos contables que necesitábamos practicar en nuestros libros. El director de la Inspección le dijo a Lasarte que quería avanzar pronto en los asientos porque tenía a su madre enferma en Marbella y quería ir a verla una vez concluido todo el asunto Banesto.

Mantuve al Rey alejado de este escenario de negociación, porque se trataba de algo a dilucidar exclusivamente entre nosotros, J. P. Morgan y el Banco de España y no presumía ningún tipo de dificultad política, máxime cuando mis relaciones con Felipe González parecían atravesar un excelente momento. Por eso me extrañó aquella llamada del día 17 de diciembre de 1993. Quedaban once días para que pusieran en marcha la operación contra mí mediante la intervención de Banesto. El asunto de fondo eran los espionajes del CESID a las órdenes de Serra, el vicepresidente del Gobierno.

—Señor, en esto de los espías del CESID Serra está involucrado hasta las patas. La información es incontestable porque me lo ha dicho, delante de su mujer, el ministro de Defensa, Julián García Vargas, a quien, como sabe, he ayudado en este caso por el convencimiento de que no tiene absolutamente nada que ver.

El Rey guardaba silencio. No se mete en asuntos concretos de Gobierno. Menos en estos escabrosos. Escucha pero no habla.

—Por si fuera poco, señor, me ha dicho que Serra ordenó al CESID que me espiara y, además, utilizó a la Guardia Civil. Roldán le enseñó el informe que hicieron y que se remitió a Presidencia del Gobierno.

—¡Qué barbaridad! Por cierto, te quería decir que me ha llamado el presidente del Gobierno para hablarme de Banesto y de ti.

—¿De Banesto? Hace nada que le expliqué la situación al detalle.

—Sí, pero me dijo que como escuchó algunos rumores, incluso algunas noticias sueltas que aparecieron en prensa, llamó a Solbes y al gobernador para preguntarles si ocurría algo especial.

—Ya, y ¿qué le han dicho?

—Según Felipe me transmite, lo que le dicen es que existe absoluta tranquilidad. Que Banesto tiene problemas, como los tienen otros bancos, pero la diferencia es que vosotros, Banesto, queréis resolver los problemas de manera mucho más clara que los demás.

—Bueno, eso es cierto, pero lo que me preocupa es que alguien tiene que estar rondando al presidente del Gobierno con infundios sobre el banco hasta el punto de que tenga que llamar al ministro y este al gobernador.

—Felipe me ha dicho que él habló con los dos.

—No parece lógico, señor. Lo más normal es pensar que se dirigió a su ministro y este al gobernador, pero, en fin, a estos efectos es intrascendente. Lo importante sería saber quién es el que está enredando. Bueno, señor, ya hablaremos más despacio, pero la verdad es que estas cosas son difícilmente explicables.

Me quedé pensando. ¿Qué sentido tiene esa llamada al Rey? No lo entiendo. ¿Es lógico que el presidente del Gobierno llame al gobernador y al ministro de Economía? No parece. ¿Cuántas veces se ha dirigido al Rey para un asunto así, sea de bancos o de otras empresas importantes? No lo sé, pero me extrañaría.

Visto desde la plataforma de hoy, conociendo más al personaje, sabiendo que lo que sucedió nació de un pacto, esa llamada solo tiene un sentido: confundir al Rey. Es indudable que sabiendo mis relaciones con el Rey estarían convencidos de que nada más colgar me llamaría para contarme la conversación y eso me llevaría a pensar que todo estaba bien. Además, controlando como controlaban llamadas telefónicas, no les resultaría difícil pinchar la posible llamada del Rey a mi teléfono. En fin, una vez que entras en ese mundo... Pero lo cierto es que me quedé extrañado pero no hice nada más. Ya he dicho que en demasiadas ocasiones la vorágine de acontecimientos te supera y dejas de sacar conclusiones de los hechos que tienes delante, hechos que, por sí solos, son capaces de proporcionarte una explicación contundente.

De todas formas, algo positivo cabía extraer: el propio presidente del Gobierno le dijo al Rey que nuestros problemas era similares a los de otros, pero que nuestras soluciones tenían mucha mayor claridad y seriedad. El Rey lo oyó con sus propios oídos. Es cierto, pero con todo y eso la ejecución estaba decidida.

—Bueno, pues al menos el Rey conoce de boca del presidente del Gobierno, que habla con la información del gobernador del Banco de España y del ministro de Economía, nuestra verdadera situación. Mucho mejor que si yo mismo se la hubiera transmitido.

Todavía me quedaban algunas sorpresas más ese día. Me encontraba plácidamente leyendo en la biblioteca cuando sonó el teléfono. La voz excitada de Amusátegui, entonces presidente del Central Hispano, dotaba a su parlamento de un dramatismo mortuorio.

—Tengo información de que nos quieren plantear una encerrona a los dos, así que la única solución consiste en fusionarnos, en anticiparnos. Nos reunimos este fin de semana. Yo voy a donde digas con mi gente. Tú llamas a la tuya y el lunes nos presentamos con un acuerdo de fusión y las Juntas de Accionistas convocadas. Se verán atrapados y no podrán mover un dedo en nuestra contra.

No cabía duda alguna: Amusátegui tenía miedo; más aún: se encontraba presa de un pánico incontrolable. Eso de proponer una fusión de dos bancos del tamaño de Banesto y Central Hispano como algo que se acuerda en unas cuantas horas de charla en un fin de semana cualquiera del mes de diciembre no me parecía serio. Por otro lado, sus palabras evidenciaban una situación financiera complicada en su banco, como el mercado suponía y hasta cacareaba en rumores procedentes de diversos lugares «generalmente bien informados». Nosotros compartíamos problemas, como toda la banca en aquel año horrible, pero trabajamos muchas horas en buscar el modelo de solución, lo encontramos y lo aprobó el Banco de España. Mezclarme con los problemas de Pepe Amusátegui carecía de sentido. Pero no podía revelarle mis negociaciones y acuerdos. Mucho menos la conversación con el Rey y el mensaje de González.

—Bueno, Pepe, tranquilo. Creo sinceramente que las cosas no son tan graves como las pintas. Ahora, con los americanos dentro, una fusión así, deprisa y corriendo, me parece imposible. De todas formas, tomo nota de lo que me dices y la semana que viene nos ponemos en contacto.

Despaché como pude el dramatismo de Pepe. Tomé el teléfono y se lo conté a Enrique Lasarte, primero, y después al Rey, que no me hizo comentario alguno cuando le aseguraba que la llamada de Amusátegui era la prueba del nueve de que otros bancos tenían problemas y que los pensaban solucionar de manera mucho menos seria que la nuestra. Percibí una sonrisa de satisfacción del Monarca al otro lado de la línea.

No podía quitarme de la cabeza esa llamada extraña del presidente del Gobierno al Rey. Ahora, demás, Amusátegui y ese «nos quieren plantear una encerrona a los dos»... No sé... En ese instante me acordé de la conversación con José Antonio Segurado unos días antes.

Desgraciadamente, tuve que prescindir de sus servicios como asesor. Sucedió a comienzos de diciembre de ese año, sobre el día 3 o 4, más o menos. Me dolió especialmente porque entre nosotros con el paso del tiempo se había entablado una relación que iba más allá de la de un asesor. Funcionábamos con lealtad sincera en ambas direcciones. Y la razón para cancelar nuestra relación no fue que sus servicios o consejos me fueran ineficaces o que no cumpliera escrupulosamente sus funciones. Ninguna queja en ese aspecto. Al contrario. Fueron presiones procedentes de las áreas del Partido Popular, para ser más exactos de José María Aznar, y eso que José Antonio, con independencia de sus reticencias hacia el personaje, se mostraba leal en sus actuaciones. Pero las quejas, que me llegaban constantes, fuertes, agobiantes desde dentro y fuera de la casa, residían en dos planos. El primero, que la presencia de Segurado conmigo era la prueba del nueve de que tenía un plan de dedicarme a la política. José Antonio sabía que era exactamente al revés, pero... La segunda, que a los cuadros del PP no les gustaba en absoluto que actuara con ellos como intermediario entre sus dirigentes, sobre todo con Aznar. Querían contacto directo. Por si fuera poco, algunos banqueros que José Antonio consideraba amigos, resultó que no lo eran en modo alguno. No sé si motu proprio o motu ajeno, pero lo cierto es que me hablaban de manera conducente a romper mis relaciones de asesoría con él.

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