En mitad de aquel tumulto, Manolo Prado se acercó a mí con signos de mucha preocupación. Quería contarme lo bien que estuvo el Rey en todo este proceso desde que decidieron intervenir Banesto. Yo le hice saber que fueron varias las personas que se acercaron a mí a contarme que su majestad no había actuado conforme a la lealtad que le demostré en muchas ocasiones, pero que no les creía en absoluto. Manolo insistía en que el momento de la Monarquía era algo delicado porque comenzaba a extenderse la versión de que era felipista, que no servía para nada y que más tarde o más temprano se demostraría que también era corrupta. Ciertamente todo se movía en una escena muy suave, pero este tipo de comentarios podrían acabar tomando cuerpo, fraguando entre la gente, y eso resultaría muy peligroso.
—Por si fuera poco, Javier de la Rosa está transmitiendo una serie de informaciones que me preocupan mucho, por el Rey y por mí. Estoy cansado, Mario, hasta el extremo de que estoy pensando si irme a vivir fuera de España unos años.
—Eso sería malo, Manolo, porque dejaríamos al Rey desprotegido. Almansa creo que se ha entregado a Aznar, quizá sea por el susto de la intervención y viendo cómo se comporta conmigo... Es posible que sea una apreciación mía algo influida por este mundo que me toca vivir.
—No, no estás equivocado. Y lo peor es la actitud de Aznar.
—¿Sobre mí o sobre la Monarquía?
—Sobre el Rey.
—¿Qué pasa?
—Antes de las elecciones europeas —dijo Manolo— fui a ver a Aznar a su despacho del PP para que me aclarara ciertos juicios de descalificación que Aznar, según me contaron, había hecho sobre mí. A propósito de ello y como era lógico, surgió el asunto de las relaciones del PP con la Monarquía. Ahí me quedé helado.
—¿Por qué? —le pregunté con muestras de evidente curiosidad.
—Porque Aznar me dijo que el clima entre los máximos dirigentes del PP no era bueno para el Rey, precisamente porque estaba soportando a Felipe y no lo cesaba.
—¡Pero qué bestia! Si no puede cesarlo.
—Eso le dije yo, pero Aznar no se amilanó y dijo que lo hizo con Arias Navarro, así que podría repetirlo ahora, y a pesar de que le insistí en que los poderes actuales, los que le atribuye la Constitución, nada tienen que ver con los que asumía antes, Aznar no cejaba y seguía insistiendo: si quiere lo puede cesar, así que allá el Rey.
Lo que se escondía detrás de esas palabras de Aznar no era exclusivamente una prisa enorme por llegar al Gobierno, sino, sobre todo, una inseguridad notable en cuanto al desenlace de las próximas elecciones generales. Si quería que el Rey cesara ilegalmente al presidente del Gobierno, es porque albergaba muy serias dudas sobre su acceso al poder por la vía legal de una votación en elecciones generales.
En noviembre de 1994, el equipo Tabula-V, bajo la dirección de Amando de Miguel —que no es precisamente admirador mío, y creo que ni siquiera simpatizante— y Roberto Luciano Barbeito, elaboró un profundo análisis sobre «La opinión pública ante la intervención del Banesto». El trabajo de campo se llevó a cabo en los quince primeros días de octubre de 1994. Estas palabras introductorias del estudio me parecen altamente interesantes: «Todavía no tenemos perspectiva para asegurarlo, pero da la impresión de que las fechas que corren, turbulentas y confusas, representan un “cambio de régimen”. No llega a ser el paso de la dictadura a la democracia, de 1975-1978, pero sí el hiato que supuso la crisis de 1981-1982. El suceso que aquí nos ocupa es un elemento decisivo de esa turbulencia». Caracterizar a la intervención de Banesto como elemento decisivo de una turbulencia calificada como «cambio de régimen» no es una exageración. Yo, más modestamente, al despedirme del gobernador Rojo en aquella aciaga tarde de diciembre de 1993, le dije: «No sabéis la que habéis liado en este país, gobernador». Me anticipaba en un año a las palabras de Amando de Miguel. Entonces era una predicción. Hoy se constata su realidad. A la vista está el resultado.
La opinión pública se manifestaba terminante: «Las razones para la intervención de Banesto se entremezclan. Sobre todo sobresale la impresión de que se trata de una maniobra política (75 por ciento), y un 59 por ciento sostiene que la intervención de Banesto fue una operación de castigo contra Mario Conde y un 56 por ciento que hubo razones de revancha personal» (páginas 122 y 123).
Que hubo una decisión política es obvio, casi tautológico. Lo que, según el estudio, constituye la esencia de la intervención es que se trató de una decisión política intencionada contra alguien y desprovista de sustancia técnica. Así concluyen los autores del análisis: «Por tanto, habrá que concluir que el objetivo de la intervención era el hombre (Mario Conde), no la institución» (páginas 127 y 128).
Pero, se preguntan los autores del informe, «¿cómo es posible que se pueda compadecer la opinión de un Mario Conde muy influyente con la tesis de la eficaz conspiración política contra él?» (página 124). Obviamente, porque no se trata de una decisión adoptada exclusivamente por el Banco de España, porque necesariamente le trasciende. Ni siquiera fue, lo asumo nítidamente hoy, una decisión exclusiva del Gobierno socialista. Fue más allá. Necesitó del consenso, como mínimo, del Partido Popular, o, para ser más preciso, de Aznar.
Los propios autores del informe aluden a un libro escrito en 1966,
Liderazgo y grupos de interés en el empresariado
, de Juan Linz, en el que se llegaba a la conclusión de que los empresarios eran los privilegiados impotentes, es decir, estaban cerca del poder, se servían de él para enriquecerse, pero no tenían poder real, eran impotentes, porque el único poder autónomo era el Régimen. La misma idea, exactamente la misma idea, late en estas palabras de mi libro
El Sistema
, publicado treinta años después: «El poder económico privado no existe como poder independiente en nuestro país, porque solo existe el poder excluyente del Sistema. Habíamos cambiado los actores pero la letra y la música siguen siendo las mismas» (páginas 102 y 103).
La clase política creó la llamada Comisión para el Seguimiento de la Intervención de Banesto, con la que se pretendió acoger en el plano parlamentario la tesis del Banco de España. Su posición contra nosotros es el único caso que recuerdo de una decisión adoptada por unanimidad por todos los grupos políticos de la cámara. Todos compitieron en ferocidad contra Mario Conde. El libro que se publicó para recoger las actas de las sesiones parlamentarias recibió un título ilustrativo de en qué consistió realmente el «trabajo» de la Cámara: se llamó
El Congreso contra Mario Conde
. El Partido Popular, a través de un abogado del Estado llamado Trocóniz, batió en muchas ocasiones los récords de la agresión. Por cierto, ese abogado del Estado, que según dicen es bebedor potente, en una fiesta años después coincidió con Enrique Lasarte. Por lo que fuera se le acercó y comenzó a darle explicaciones de su actitud brutal en la Comisión en mi contra.
—Es que Aznar me llamaba siempre antes de empezar y me decía: «A muerte, a muerte contra Mario Conde».
Los autores del análisis de opinión se fijan en este punto y aseguran: «Es tan atractivo intelectualmente como preocupante políticamente ese contraste entre lo que dictamina la comisión del Congreso y lo que opina el público» (página 126). En la sociedad existe un consenso del 78 por ciento acerca de que la intervención de Banesto se hizo por razones políticas y en contra básicamente de una persona, mientras que los parlamentarios, votados por los ciudadanos que comparten tal opinión, resulta que opinan exactamente lo contrario, y ello con independencia de su adscripción al PSOE, al PP, a Izquierda Unida, al Partido Nacionalista Vasco o a Convergència i Unió, por citar los más significativos, porque hasta Coalición Canaria votó contra nosotros.
Fueron incluso más allá. Invadieron el terreno de lo penal. Jon Zabalía, del PNV, el 7 de noviembre de 1994, declara a la revista
Tiempo
: «Lo que no me explico es por qué Mario Conde no ha entrado ya en la cárcel». En ese momento ni siquiera se había presentado querella alguna. Zabalía denunciaba a los fiscales por no acusarme y a los jueces por no encerrarme. Zabalía tuvo su paga poco después: el 14 de noviembre de 1994 un fiscal llamado Orti, por orden del Gobierno, consensuada con otros grupos políticos, interponía la querella. El 23 de diciembre de 1994, el juez García- Castellón, nombrado ad hoc, me enviaba a prisión preventiva alegando que se había constituido una comisión de investigación en el Parlamento, casi insinuando que debía obedecer. Zabalía, los Zabalía, habían triunfado. Ayala, ex consejero delegado del Banco Popular, explicaba ante la Sala de lo Penal las razones por las que el Fondo de Garantía de Depósitos se sumaba a la querella contra nosotros: «Porque nos llegaban las indicaciones desde el Parlamento y si un órgano superior te manda, ¿qué le vas a hacer?». Gráfico. Estruendoso.
Terminó el verano del 94 y retorné a Madrid. El día 5 de septiembre veía la luz, en medio de un éxito más que notable, mi libro
El Sistema
. Además anuncié que a partir de ese instante iniciaba una serie de conferencias para explicar lo sucedido en torno a Banesto. Me estrené en Alicante con indudable éxito. Allí viví mi primera juventud. En esa ciudad viven mi hermana Carmen y su marido, Fernando Flores. Necesitaban la querella criminal contra mí.
Pero eso no es tan fácil porque tienen que disponer de un juez y un fiscal. Ante todo, un juez que no falle, que sepa de antemano lo que va a tener que hacer por «razones de Estado». ¿Cómo localizarlo? ¿Fue el juez García-Castellón? Siempre lo supuse, pero una cosa es suponer y otra, tener la certeza. Esta me vino de casualidad.
En aquella Navidad de 1994-1995, el funcionario de prisiones del módulo llamado PIN me entregó una carta recibida del exterior, más allá de los muros de cemento y alambres de espino. Manuscrita con bolígrafo azul, no demasiado extensa, la firmaba Daniel Movilla Cid-Rumbao. Algo había escuchado yo en mi casa sobre ese nombre, Rumbao, de indiscutible raigambre judaica, y se decía o me decían que por algún costado eran parientes nuestros, o nosotros de ellos, que llegamos antes que los Rumbao a la zona alaricana. Años después conocí a Paquita Rumbao. Una institución viva en la zona. Daniel me pedía un encuentro para cuando saliera de ese encierro porque algo importante debía contarme. Así que cuando me soltaron con aquella inconcebible fianza de dos mil millones de las extintas pesetas quedamos en almorzar juntos, y para hacer honor a nuestros comunes orígenes, aunque sean difusos, nos fuimos a un restaurante llamado Ponteareas, de filiación puramente galaica. Y particularmente por la rama materna, porque esa ciudad, Puenteareas, es próxima a Covelo, de donde venimos por ese costado, y muchas veces, cuando iba hacia y regresaba de la casa que mis abuelos maternos tenían en El Mangón, atravesaba la villa de Puenteareas. Ahora, en vez de ciudad, restaurante, y en vez de traviesas urbanas, una merluza a la gallega. Tampoco estaba mal el cambio.
Daniel Movilla no perdió excesivo tiempo en navegar por aguas genealógicas. Fue directamente al grano, al relato que motivaba nuestro encuentro.
—Aunque nuestro origen es Allariz, yo vivo en Valladolid y allí conocí a García-Castellón, el juez que te dictó el auto de prisión y te envió a Alcalá-Meco.
Pues vaya un inicio de encuentro. Ni más ni menos que me mentaba a aquel hombre que pusieron allí, en aquel Juzgado de la Audiencia Nacional, con un nombre un tanto irreverente, porque lo llamaban Juzgado 3 bis de apoyo... Aquel hombre que firmó el papel por el que me llevaron a la cárcel en la Nochebuena del 94. Estas cosas se avisan...
Daniel me observaba atento para comprobar qué efecto producía en mí el pronunciar el nombre del hombre que formalmente aparecía como responsable de mi nueva dimensión carcelaria. Comprobó que ya andaba lo suficientemente curtido por mis adentros y decidió continuar:
—Cuando vi que Garzón, después de fracasar en política, volvía al Juzgado y dejaba a García-Castellón compuesto en la Audiencia pero sin novia judicial, pensé que no tenía más remedio que volver a Valladolid, lo cual, para un hombre ambiciosillo como él, seguramente no le haría la menor gracia. Así que, como manteníamos cierta amistad, me fui a verle a su despacho de Madrid, para darle ánimos y decirle que tampoco se vive mal por tierras vallisoletanas.
—Hombre, no sabía que tenías tanta confianza con el hombre que me mandó a los dominios de Jesús Calvo, el director de Meco.
—Pues sí, porque coincidimos muchas veces en Valladolid. No te voy a decir que fuéramos íntimos, pero sí que teníamos confianza. Incluso bastante, me atrevo a decirte. Por eso fui a verle. Me recibió, charlamos un rato sobre su futuro y de repente se puso trascendente, abrió la ventana y extendió el brazo señalando un punto en la calle colindante al edificio del Juzgado, al tiempo que pronunciaba una frase con cierto tono entre enigmático y lastimero: «¿Ves, Daniel? Eso me toca a mí».
—¿Y qué era eso? ¿A qué se refería? —pregunté con poco entusiasmo.
—Pues al principio yo no caí —contestó Daniel—, pero él mismo me aclaró con una frase pronunciada como con cierta resignación: «Es una sucursal de Banesto. La querella me toca a mí, y haga lo que haga, siempre quedaré mal».
—¡Joder! Vaya coñas que se gastan con las querellas criminales... Pero supongo que te dijo eso cuando ya habían presentado la querella, ¿no?
—Pues no. Y en eso consiste la importancia de la información. No solo me habló así antes de que presentaran la querella, sino, incluso, antes de que le nombraran a él juez de apoyo en la Audiencia Nacional. Así que sabía que le nombraban para hacerse cargo del proceso contra ti. Todo apunta a que si lo sabía es que era consciente de que el cometido era enviarte a prisión...
Daniel tiene cierto tono de timidez aparente, que en realidad es respeto por algunas cosas que considera sagradas. Y como letrado que es, la Justicia se encuentra entre ellas. Cuando vio que le nombraban juez de apoyo, y que dictaba orden de prisión contra mí, se rebeló para su adentros, aunque nada pudiera hacer en las afueras de la vida.
Su información podría haberme dejado de piedra, como abogado del Estado y como antiguo alumno de Deusto, porque cuentan que Cromwell decapitó a Carlos I de Inglaterra entre otros delitos por el de confundir al rey con el juez, es decir, para conseguir una Justicia independiente del príncipe. Será verdad o no, porque Cromwell es personaje controvertido, pero a estas alturas de la civilización es diáfano que el poder judicial debe ser exquisitamente independiente del ejecutivo, precisamente para evitar que el Derecho se convierta en una herramienta de cobertura de los excesos de poder. Claro que la experiencia te garantiza que entre el deber ser y el ser en demasiadas ocasiones, sobre todo si andas a vueltas con el poder, la distancia tiende a lo sideral.