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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (55 page)

BOOK: Los días de gloria
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La tarde transcurría con exasperante lentitud. A pesar de la forma y tono con los que se desarrolló la conversación entre Juan y yo, no podía concebir que algo tan fuerte, tan intenso, concluyera de manera tan abrupta. Reconozco que el tono apocalíptico que utilizó en su meditado discurso me sorprendió fuertemente, pero en cualquier caso no concebía que ese discurso y ese tono constituyeran el final de la obra que representaba. ¿Ruptura por la ruptura? Muy raro tratándose de Juan.

Lourdes se dio cuenta de que no era un asunto de copas, como inicialmente pensó al contarle lo sucedido en el viaje de vuelta hacia La Salceda. Inmediatamente percibió que las cosas iban en serio, pero en un «en serio» cuya dimensión real no podía calibrar en aquellos instantes.

—¿Qué crees que hará Juan después de lo que le has dicho? —me preguntó Lourdes sin que en su voz y tono apreciara serios motivos de preocupación. Quizá un esbozo de tristeza por mi relato, pero poco más.

—Pues sinceramente no lo sé. No paro de darle vueltas. No me encaja. Tiene poco sentido la ruptura por la ruptura. Yo creo que Banesto representa algo demasiado importante para Juan. Creo que Juan está en una batalla.

—¿Contra ti?

Esta vez la voz de Lourdes reflejaba un magma de sentimientos indefinibles. Sorpresa, liberación, preocupación, tristeza, constatación de lo evidente... Sobre todo tristeza. Lourdes sentía cariño por Juan. Lo malo, lo peor es que yo tenía que rendirme a la evidencia: no se trataba de una separación sin más, sino de una guerra. Juan había decidido ponerse al servicio de un objetivo: echarme del banco. Era claro que antes de venir ya había pactado con mis enemigos.

—Pues sí, Lourdes. Por doloroso que nos resulte, así son y así están las cosas.

Lourdes no quiso continuar con aquella conversación. Comenzó a caminar por el sendero cubierto de fresnos que conduce al pantano de La Torre, que lindaba con nuestro campo. Su mente, a buen seguro, recordaría aquel día en el que regresé de urgencia de Suiza y fui a buscarla a Los Arroyos, la finca de su familia en El Escorial. Le pedí que viniera conmigo a Madrid. Durante el trayecto le expliqué el enorme problema en el que se había metido Juan. Y nosotros debíamos tomar una decisión. Si era ayudarle, corríamos un gran riesgo, incluso la posibilidad de perder mi carrera. Y en aquel momento no tenía para con él deber moral ni profesional alguno, porque ya había concluido nuestra relación después de aquel «inteligente pero no pragmático». Pero si no me ocupaba del asunto podría resultar terrible para Juan, entre otras razones porque se encontraba en Turquía navegando. En ese instante, lo pragmático habría consistido en dejarle a su aire. No lo hicimos. Le ayudamos. A cambio de nada, impulsados por el afecto.

Yo me quedé solo, meditando. Estaba convencido, completamente seguro de que aquel movimiento de Juan era solo un paso dentro de una estrategia. De modo más o menos inmediato se pondría en marcha el siguiente acto. Alguien tendría que llamarme. Alguien me conminaría a la cordura, eso sí, advirtiéndome previamente que la decisión de Juan era irreversible, que estaba dispuesto a llegar hasta el final, que eso sería muy malo para los dos pero sobre todo para mí, alguien a quien Juan habría pedido encarecidamente que intentara averiguar de qué forma y manera podrían solucionarse las cosas. Si esa llamada se producía sería a iniciativa de Juan. La pregunta que me formulaba mientras regresaba caminando al cortijo de los Ozores era tan concreta como esta: ¿quién?

Necesariamente alguien de absoluta y total confianza de Juan y, al mismo tiempo, mía. Algunas personas podrían reunir en aquellos días estos atributos. Arturo Romaní, Ramiro Núñez y el notario Félix Pastor Ridruejo. Arturo y Juan tuvieron un punto de complicidad porque, según me enteré ese verano, en la fiesta de mi cumpleaños del año 1987, la que se celebró en Triana 63, tanto uno como otro comenzaron a tener algunas complicidades en temas de faldas. En el caso de Arturo el asunto acabó en tragedia. En el de Juan no pasó de una mera anécdota, pero en cualquier caso les generó una sensación de complicidad que contribuyó a unirles algo más. Sin embargo, no me pegaba en absoluto que fuera Romaní el elegido por Juan para la delicada labor de intermediación entre ambos. Debía de tratarse de alguien que, independientemente de esas cualidades que reclamaba el oficio, se inclinara con más facilidad del lado de Juan que del mío, y Arturo en aquellos días jamás hubiera tomado tal sendero.

Félix Pastor fue el notario de su familia y depositario de algún secreto oculto que Juan jamás llegó a conocer. Por ello, se decantaría del lado de Juan, aun dentro de su objetividad. Ramiro constituía una incógnita. En fin, solo me quedaba esperar a ver quién estaría al otro lado de la línea cuando el teléfono sonara, lo que inevitablemente tendría que suceder. ¿Quién llamaría primero?

Esperé pacientemente. Se trataba de moverse en el delicado y difícil terreno del control de tus nervios. La verdad es que yo no pretendía negociar nada. Me encontraba profundamente triste. Decidí esperar. No tenía miedo a perder nada porque nada de lo que podría perder me importaba en exceso en aquellos instantes. Sobre las siete o siete y media de la tarde sonó el teléfono. Yo mismo atendí la llamada.

—Oye, Mario, la situación está mal, muy mal. Juan está dispuesto a llegar hasta el final. Creo que esto es malísimo para todos pero sobre todo para ti. Si Juan se pone del lado de los Albertos las posibilidades de seguir con la fusión con el Central se esfuman. Creo que es necesario que habléis. No podéis dejar las cosas así.

Era Ramiro Núñez. La verdad es que interiormente mi apuesta se decantaba por que la primera llamada fuera del notario. Al fin y al cabo se encontraba en gran medida obligado a hacerlo, le gustara o no. Me sentí ligeramente sorprendido cuando la voz de Ramiro fue la que me transmitió el mensaje que esperaba. Nunca me olvidé de aquel detalle.

—Por mí no hay problema, Ramiro. Lo que ocurre es que Juan ha planteado las cosas de tal manera que ni siquiera sé qué quiere. Así que si desea hablar, por mí no hay inconveniente. Aquí estoy.

—Por favor, tienes que ser sensato. Es necesario hablar. Tenéis que entenderos... —insistía Ramiro.

—Te digo que no hay problema. Aquí estoy. Si queréis venir seréis bien recibidos —dije en un tono que no dejaba lugar a dudas de que la conversación había concluido.

La forma en la que insistió Ramiro no acabó de gustarme del todo. ¿Por qué habré empleado la palabra «queréis»?, me pregunté. ¿Significaba ese plural que instintivamente situé a Ramiro del lado de Juan y frente a mí? No era posible. Semejante idea no pasaba de ser una estupidez propia de quien se encuentra algo más que atormentado por los acontecimientos. Controlar el lado emocional del cerebro es fundamental si se quiere «pensar bien». Entonces lo intuía pero no me atrevía a explicitarlo.

Pocos minutos después se reproducían los mismos argumentos y conminaciones en la voz de Félix Pastor. Mi respuesta fue la misma: les esperaba con mucho gusto en La Salceda.

—No sé si Juan querrá ir —decía Félix.

—¡Qué le vamos a hacer! —contesté.

—Si le digo eso a Juan...

—Félix, si queréis verme con mucho gusto os espero en La Salceda —corté la conversación.

Llegaron sobre la una de la madrugada.

Había consumido el resto de la tarde desde que Juan se fue de La Salceda pensando en la trayectoria vital con Juan, que iba a cortarse de una manera tan brutal y desagradable como la que los acontecimientos sucedidos hasta el momento presagiaban. Cuando comenzamos a hablar, la noche se había convertido en madrugada.

Félix Pastor portaba un collarín en el cuello que convertía la escena en más trágica de lo usual en los estándares hispanos, aproximándola a un decorado siciliano. La inquietud y el nerviosismo de Ramiro eran patentes. Nos sentamos los cuatro en los sofás del salón de la vieja casa de La Salceda. Juan aparentaba serenidad. Lourdes nos preparó algo de comer y beber. Tras los obligados introitos de apelación a la calma y serenidad de quienes compartían con nosotros la escena, Juan decidió tomar la palabra.

—Bueno, la idea es muy simple. Pactamos de mutuo acuerdo llegar a Banesto y resulta que el único que tiene el poder eres tú. Me has marginado totalmente. Incluso en el Consejo has colocado a tus amigos. Así que esto no puede ser. Reclamo mis derechos.

Un discurso bastante simplista para constituir el basamento de un escenario de tragedia cósmica. Sonaba a profunda excusa. Era obvio que las auténticas motivaciones jamás saldrían a la luz en aquella madrugada, así que no tenía otro remedio que consumir mi turno aceptando discutir sobre el sexo de los ángeles.

—Bueno, alguien tiene que ser el presidente y nadie como tú sabe que jamás he tenido especial interés en serlo yo. Incluso delante de José María Cuevas, cenando en aquella marisquería de la calle Fuencarral, sostuve que deberías serlo tú. Pablo Garnica se opuso. En el propio Consejo de Banesto en diciembre de 1987, cuando me nombraron, advertí que cumplido el trámite de salvar la OPA del Bilbao no existía ningún compromiso conmigo. Todo eso lo sabes incluso mejor que yo. Lo que ocurre es que no puedo dilapidar la dignidad de la casa. O soy presidente o no lo soy, pero si asumo el cargo es con todas sus consecuencias, no para dar la sensación de que la presidencia de Banesto se desparrama en chalaneos entre accionistas que por significativos que sean no pasan de tener un 5 por ciento del capital. No tenemos derecho a ello.

Era claro que Juan no reaccionaría a la lógica interna de ese discurso, sencillamente porque la aceptaba desde el principio. No era eso lo que le había llevado a mi casa a tan altas horas de la madrugada.

—Mira, de lo que se trata es de que tienes que quitar a alguna de las personas que nombraste como consejeros para que yo pueda proponer a los míos.

—¿Se puede saber a quién quieres que quite?

—A Paulina Beato, Antonio Torrero, Luis Ducasse y Enrique Lasarte.

—Ya... ¿Podrías decirme quiénes son los tuyos?

—Es algo que no tengo todavía decidido. Félix Pastor es, desde luego, uno de ellos.

—Ya. Y... ¿alguno más? ¿Es creíble que ni siquiera lo hayas pensado cuando has decidido plantearme semejante asunto?

—Bueno... te diré... pero, además, como prueba de buena voluntad, estoy dispuesto a aceptar como mío a Ramiro Núñez, para que veas...

Mi mente voló a la Universidad de Deusto. Escuché el ruido inconfundible que producía aquel chaval extremadamente delgado, rubio, exageradamente pálido, al chocar sus enormes zapatos contra el pavimento de madera del Colegio Mayor. Llegó a Deusto y se sentía en nuestro entorno como un extraño. Sus ideas políticas resultaban extremadamente llamativas. Desde el principio lo cobijé, le di entrada en nuestro círculo. Transcurrieron los años, concluyó la carrera, se fue a Alicante a trabajar en Hidrola, le rogué encarecidamente que hiciera una oposición. Me alegré enormemente cuando aprobó con el número uno de su promoción la de Inspectores Técnicos Fiscales. Le animé a que estudiara en Estados Unidos. Cumplió mis deseos y produjo un buen estudio sobre aspectos fiscales de los precios de transferencia. Volvió a España y pasó a formar parte de mi equipo en Antibióticos. Le designé para secretario del Consejo de Banesto, incluso eliminando a Fernando Castromil, otro abogado del Estado de la promoción de Arturo Romaní. Ramiro tenía una obsesión: ser consejero de Banesto. Su padre había trabajado para los Oriol. Esta familia ostentaba el privilegio de ser una de las «familias de Banesto». Para Ramiro sentarse en el mismo plano que los Oriol se había convertido en un asunto existencial. Daría cualquier cosa por lograrlo. Cualquier cosa...

Juan demostraba su inteligencia. No dudaba de la fidelidad de Ramiro hacia mí, pero esa fijación suya en el Consejo de Banesto era capaz de doblegar, no sé si la dignidad, pero sí al menos la capacidad de ver las cosas tan fríamente como se presentan en determinadas ocasiones. Ramiro no dudaría en justificar su nuevo puesto en el argumento de que era algo positivo para Juan y para mí. Todos los seres humanos son capaces de escribirse a sí mismos la historia que necesitan para sus íntimas adherencias. Ramiro no podría escapar a esa regla. Le miré inmediatamente después de que Juan pronunciara su nombre como consejero de consenso. Aguantó la mirada una décima de segundo. Bajó los ojos. Sin embargo, quizá por la aceleración de los acontecimientos, no deduje todas las consecuencias que se derivaban del comportamiento de Ramiro, y, sobre todo, de las reflexiones previas de Juan antes de proponerlo como consejero de Banesto. Entonces ignoraba que Ramiro y Garro habían consumido previamente un fin de semana en Las Navas invitados por Juan con el propósito de sondear su fidelidad para conmigo.

—Lo que me propones es inaceptable. ¿Cómo voy a decirles a Paulina, a Enrique, a Antonio y a Luis Ducasse que tienen que dejar de ser consejeros?

—Diciéndoselo —replicó Juan.

—No puedo. Eso no es serio. No se pone y quita consejeros de banco por capricho.

—Pues ya sabes a qué atenerte...

—Sí, lo sé... En todo caso te agradezco el gesto de Ramiro. A ti por proponerlo y a Ramiro por aceptarlo. En cuanto a Félix no tengas la menor duda de que me parece una persona con todos los méritos para ser consejero de Banesto.

La noche no dio mucho más de sí. Planes más o menos inconexos, ideas que rozaban o caían de lleno en el absurdo, que de haberse implementado habrían paralizado el funcionamiento de cualquier institución bancaria y no bancaria, deseos de fragmentar el poder en Banesto, de convertirlo en un barco sin patrón y casi sin rumbo. Demasiada mezcla de sentimientos, carencias, frivolidades, necesidades y un largo etcétera se agolpaban en la mente inteligente y emocional de Juan.

Tenía que ganar tiempo. No podía dar todo por cerrado en aquellos instantes. Presentía que Juan tampoco deseaba cruzar en aquel momento el umbral del no retorno. Acerté. Concluimos que seguiríamos al día siguiente en el despacho de Torreal, en la calle Fortuny. Se marcharon cuando la luz del sol se reflejaba en la solana de la sierra del Milagro. Las reses les despidieron en silencio. Ningún venado berreaba.

Lourdes me planteó muy delicadamente algunas preguntas sobre la conversación cuando entré en nuestro dormitorio para ducharme y cambiarme de ropa. Ese mediodía César Mora y Silvia, su mujer, vendrían a comer con nosotros. No disponía de tiempo para dormir. Salí al campo para lavar la mente. Desde el cerro Bartolo se divisa todo el valle. El espectáculo, a pesar de la época del año, me impactó por enésima vez. Me fascinaba contemplarlo cada vez que me sentaba por algunos minutos en aquella roca y concentraba mi vista en el lugar en el que decidí comprar un trozo de tierra. La ironía de la vida consistía en que un factor decisivo de la elección fue precisamente estar cerca de Juan. Las Navas quedaban a poco más de veinte minutos en coche, dirección este.

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