El problema que estaba viviendo y sufriendo se lo habían creado los Albertos, los dos primos, Alberto Cortina y Alberto Alcocer. El 23 de noviembre de 1987, muy poco después de nuestro acceso a Banesto y en pleno proceso de OPA del Bilbao, los primos llegaron a un acuerdo con el grupo árabe Kio para crear una sociedad a medias cuyo objetivo era, precisamente, controlar un paquete del 10-12 por ciento del Banco Central. Eso les convertía, de lejos, en los primeros accionistas del banco. No cabe duda de que el contrato tenía una enorme trascendencia para la vida financiera en nuestro país y, por tanto, había que ver la reacción de las autoridades españolas adornadas del atributo de Gobierno socialista. ¿Para qué esa inversión en semejante banco? ¿Qué aportaba al sistema financiero español? ¿Fue nuestra entrada en Banesto algún motivo estimulante para ponerse manos a esa obra?
Se trataba sobre el papel, en pura teoría, de un simple acuerdo financiero, de una toma de posición accionarial en una de las entidades capitales del país. Por tanto, un acuerdo que por sí solo no creaba riqueza alguna. Kio no llegaba más allá de un fondo de inversión ligado a la familia real de Kuwait y nutrido con los inmensos dineros derivados de la explotación del petróleo. Dinero para ser invertido con una indudable finalidad especulativa. Por si fuera poco, el cuadro se completaba con un color adicional: el hombre de Kio en España era, justamente, Javier de la Rosa Martí, que no era precisamente el santo de la devoción de Mariano y sus muchachos. ¿Qué dirían los socialistas, con Solchaga y Rubio a la cabeza, de semejante operación que en el fondo no consistía en nada más que crear turbulencias en el tradicionalmente calmo sistema financiero patrio?
—¿Crees que a los Albertos les van a ayudar en el asalto al tío Bartolillo?
—No tengas dudas —contestó rotundo Juan—. Tienen la protección del poder político.
La verdad es que esa sensación se transmitía con total claridad al exterior de nuestro mundo. Ni siquiera la presencia de De la Rosa perturbaba el clima. Para mí las cosas estaban muy claras: los Albertos no eran más que dos instrumentos al servicio de una estrategia: el control del sistema financiero español. Contra Banesto utilizaron al Bilbao de Sánchez Asiaín, una vez fracasada la operación Letona. Contra el Central, con el propósito de controlar ese banco, usaron a los Albertos. Estaban convencidos, me refiero a los del poder, de que triunfarían en ambos frentes. Por su parte, los primos, siguiendo las pautas de comportamiento que han caracterizado a cierta clase empresarial española de los ochenta y noventa —tal vez siempre—, aceptaban su papel de arietes del poder socialista porque —pensaban— quien al poder se arrima ingresa dineros en sus cuentas. Seguramente es cierto. Otra cosa es la dignidad de cada uno. Ninguna otra interpretación resiste un mínimo análisis. Ni Kio, ni los Albertos, ni De la Rosa aportaban algo real en la operación. En nada contribuían a mejorar ni el Central ni las empresas en las que participaban. Por tanto, si se permitían el lujo de saltar sobre tantas vallas, tendrían que buscar alguna finalidad y no podía ser otra que controlar el banco presidido por Escámez utilizando para ello a los convidados de piedra o cartón piedra que tuvieran el estómago adecuado para prestarse a esa finalidad. Lo que era obvio es que ellos no dirigirían el banco, sino que aceptarían un nombramiento sugerido por quienes ostentaban el poder. Esto se evidenció de toda evidencia un tiempo después.
El día 7 de enero de 1988, fracasada la OPA del Bilbao, con Juan y yo instalados en el poder de Banesto, los dos primos y los Kio constituyen formalmente esa sociedad que tanto ruido iba a armar en España, al menos en la España financiera, a la que dieron el nombre de Cartera Central, para que no hubiera confusión acerca de su propósito: tener el 12 por ciento de las acciones del Banco Central.
—¿Y de dónde han sacado los primos semejante dineral? No sabía que eran tan ricos, pero ricos de cojones.
—Pues de un solar propiedad de sus mujeres que tenían en la plaza de Castilla. Se lo vendieron precisamente a Kio, así que era una especie de yo me lo guiso y yo me lo como —respondió Juan.
—¿Cambiar un solar por acciones del Banco Central?
—Pues sí.
Eso, y más que eso, porque, como digo, esa operación tan singular recibió los vistos buenos, las aprobaciones de todo el aparato de poder, desde el Banco de España a Solchaga y al presidente de Gobierno, y la verdad es que gratis suelen trabajar poco esas instancias cuando de asuntos de semejante envergadura se trata. Y aquí gratis no significa cobrar dinero, sino algo más importante: incrementar poder. Y el poder financiero es parte sustancial del poder. Así que...
—Me llegan noticias de que Alfonso Escámez está que se sube por las paredes. Me lo han dicho los primos —comentó Juan con más sorna que lástima.
—Coño, Juan, es normal, van a ir a por él y querrá defenderse con uñas y dientes y de ambas cosas anda bastante bien dotado.
Otro asunto es que los usara bien o mal y la verdad es que comenzó, al menos en mi opinión, metiendo la pata. Alfonso diseñó una estrategia: cubrir las vacantes del Consejo de Administración del Banco Central para evitar que la futura Cartera Central pudiera reclamar algún representante en ese centro de poder del banco, y para hacerlo nombró consejeros, el 30 de diciembre de 1987, a Fernando Abril, vicepresidente del Gobierno con Adolfo Suárez, y a Antonio Beteré, un buen empresario fabricante de la marca de colchones Flex. Para darle más fuerza al asunto convocó una Junta General Extraordinaria del banco con el propósito de ratificar estos nombramientos. Alfonso quería medir sus fuerzas con la de los Albertos. Ellos —decía— tendrían el 12 por ciento, en caso de que fuera cierto, pero él disponía del restante 88 por ciento porque contaba con la confianza de los accionistas.
Visto desde fuera, porque entonces yo no tenía contactos con Alfonso Escámez, me parecía una estrategia condenada al fracaso porque de lo que se trataba era de saber si Cartera Central, S. A., es decir, los Albertos y los Kio, eran o no propietarios de las acciones.
—Vamos a ver, Juan, si los primos tienen esas acciones, pues las tienen, porque si de verdad tienen ese porcentaje del capital, intentar evitar que estuvieran en el Consejo era sencillamente suicida.
—Sí, pero conociendo algo a Escámez va a negar la mayor, como lo de los maridos pillados en plena faena por sus mujeres. La estrategia es negar.
—Pues me parece suicida, la verdad.
Alfonso lo intentó, negándoles, incluso, la tarjeta de asistencia y, como decía, nombrando consejeros y convocando Junta. La prensa relataba aquello como una defensa numantina de un hombre ya mayor contra unos nuevos empresarios apoyados por el capital árabe y por el poder político. No estaba mal como escenario. España se encontraba convulsa. Primero lo de Banesto y los Garnica/Abelló/ Conde. Ahora Escámez, los árabes y los Albertos, que, por si no bastara para rellenar el pastel, estaban casados con dos mujeres de muy buen ver y de ascendencia judía, según se comentaba en los salones madrileños, muy dados a los cotilleos que pueden servir como contrapunto de posiciones económicas poderosas.
Claro que la diferencia entre ambos casos era notoria: nuestro dinero servía para rescatar a Banesto de un designio político. En el caso de los Albertos, su solar y el dinero árabe servirían exactamente para lo contrario. Una ligera diferencia...
En mitad de este tumulto, me fui a cazar a La Condesa, la finca que Jaime Botín tiene en Ciudad Real, en la que decidió ofrecernos una montería. Alberto Alcocer se encontraba entre los invitados a tirar y a dormir la noche anterior. Llegó tarde. Nuestra cena con Jaime, Abelló, la mujer de Jaime y yo, más algún otro invitado, había concluido. Yo decidí quedarme en el salón tomando una copa antes de irme a mi cuarto. Alberto, al poco de llegar, pidió algo de comer y se sentó a mi lado. Aproveché la ocasión para transmitirle mis ideas.
—Perdona, Alberto, que me meta en donde no me llaman, pero tal vez os estéis equivocando en la forma de llevar el asunto del Central y en concreto de Escámez. Creo que si de verdad tenéis las acciones que tenéis, es solo cuestión de tiempo que el Central pase a vuestras manos, o a las que vosotros digáis u os digan que digáis, que eso me importa ahora menos. Pero hacerlo contra Alfonso me parece un error. Es un hombre que lleva mandando en banca mucho tiempo y ahora aparecer ante su gente como una especie de empleado vuestro es algo que no va a aceptar a ningún precio. Imposible de digerir. Creo que debéis dar la imagen contraria: vosotros sois los que estáis a las órdenes de Escámez, aunque la realidad sea exactamente la contraria. ¡Qué más da! Lo importante es el Central. De esta forma creo que en muy poco tiempo os quedáis con el banco.
Alberto comía con fruición, casi con ansia. Daba la sensación de que la carne fría y el vino tinto le interesaban mucho más que mi discurso. Transmitía la actitud de quien ha oído esas monsergas muchas veces, pensado sobre ellas y adoptado conclusiones terminantes y claras. Si se dignó escucharme solo fue por respeto a mi posición como presidente de Banesto pero no porque pensara que le aportara algo inteligente o nuevo. Bebió un gran sorbo de vino tinto, se limpió la boca con la servilleta y todavía sin terminar de mascar el trozo de carne me dijo:
—Es que no se puede pactar con él. Es un tipo que te engaña permanentemente. Le hemos informado de nuestros proyectos y propósitos, hemos actuado en son de paz, queremos lo que nos corresponde en el Consejo y nos responde de esta manera: engaño, engaño, engaño. No puede ser, Mario. Vamos a por él si quiere seguir cerrando los ojos a la realidad. Y tenemos muchas informaciones comprometidas para él, por lo que no le queda más remedio que aceptar.
Ya estábamos con lo de las informaciones comprometidas... El tufo a chantaje no podía dejar de percibirse. Esas cosas suelen dar poco o nulo resultado, cuando no contraproducente, pero algunas personas parecen confiar en sus resultados.
—A veces las cosas no son tan fáciles como parecen, Alberto. Un banco tiene muchos resortes. Podéis ganar, pero en todo caso tenéis que estar dispuestos a asumir muchos costes. Y me parece que pagar más de lo que las cosas valen... No sé... Vosotros veréis.
—Además de nosotros está el poder. Felipe y Solchaga nos apoyan. Mariano no tiene más remedio que obedecerles. ¿No te das cuenta de que ya no le hacen ascos a De la Rosa? Después de la que lió con lo de la Garriga Nogués, ¿por qué cojones te crees que lo admiten en el asalto al Central? Si fueran como deben ser le darían una patada en el culo, o en los cojones, pero lo admiten porque les conviene. Saben lo que hacemos y están de acuerdo. Con la pasta y el poder nadie nos para.
Bueno, pues pocas veces en mi vida escuché hablar tan claro del matrimonio morganático entre pasta y poder, como decía Alcocer. Ni un asomo del más leve de los reparos. Andarse con remilgos morales o escrúpulos de novicia ursulina o practicante carmelita era algo que no cabía en los esquemas mentales de Alberto. Claro como el agua de las fuentes de Chaguazoso.
—Desde luego. Visto así... Pero el poder son personas y los políticos solo velan por sus intereses. El día en que no les venga bien ayudaros se volverán contra vosotros. El principio moral de los políticos es solo lo conveniente en cada momento.
—Lo tengo claro, pero queda mucho para eso. Cuando se den cuenta ya tendremos el Central en nuestras manos. Y eso es pasta, mucha pasta, muchísima pasta y los políticos necesitan pasta, mucha pasta, muchísima pasta.
Comenzó a reírse a carcajadas. El vino producía sus efectos. Estaba cansado. Ya había oído bastante. Se puede alargar la conversación pero cuando los planteamientos son cristalinos, mejor irse a dormir. Exactamente fue lo que hice. Me despedí y me acosté.
Con la estrategia de ataque decidida, robustecidos con esa osadía que proporciona sentirse protegido por un poder político casi omnímodo, los dos primos escriben a Alfonso Escámez una carta el día 18 de enero de 1988.
—¿Has visto lo que le han dicho a Bartolillo los primos?
Juan traía el recorte de prensa o quizá una fotocopia furtiva que le enviaron sus contactos, que supongo que no serían sino sus amigos de caza y mantel.
—Pues no, Juan. ¿Qué le dicen?
—Coño, pues le amenazan en toda regla. Te leo: «El Consejo del Banco Central ha colocado a Cartera Central, S. A., ante la pesada responsabilidad de tomar la decisión... de ejercitar, en su integridad, en el seno de la próxima Junta General Extraordinaria, todos los derechos que la Ley concede al accionista... El ejercicio de tales derechos... aunque perfectamente legítimo, podría introducir perturbaciones en la buena marcha de la entidad, con posible perjuicio de los intereses sociales...».
—La verdad es que sí. Creo que Alfonso se va a rendir, por lo menos a aparentar que se rinde, que suele ser el mejor modo de ganar tiempo.
Así fue. Nombró a Romualdo García Ambrosio, un hombre de los primos en aquellos días, consejero del Central y dejó tres vacantes sin cubrir que, según el acuerdo, «las ocuparán las personas que designe Cartera Central». Es decir, victoria en regla de los primos. ¿Presiones políticas? ¿Amenazas del tipo de las que me insinuaba Alberto Alcocer en casa de Jaime Botín? No lo sé, pero el tiempo transcurrido entre los acontecimientos ilustra sobre la personalidad de Alfonso Escámez: el 20 de enero dice y firma exactamente lo contrario de lo que dice y firma el día anterior, dejando en no muy buena posición a los miembros de su Comisión Permanente. Cuando se ejerce un poder casi omnímodo y las retribuciones de los consejeros son elevadas, la verdad es que la capacidad de sentirse ofendido por cosas así disminuye en progresión geométrica al emolumento percibido.
Escámez se había rendido de momento pero estaba buscando mecanismos para quitarse a los primos de encima, o, al menos, para que ellos no ganaran totalmente la batalla. Una de sus estrategias fue inclinarse por un proceso de fusión con el propósito de que Cartera Central viera disminuida su participación relativa en el banco resultante. Lo intentó con el Hispano. Los primos se enteraron. Montaron en cólera. La abortaron.
En este estado de cosas, y aun desconociendo las interioridades de la pelea, veo claramente que frente a nosotros se alza una oportunidad de envergadura: la conquista del Central. Casualmente se presentó ante mí un personaje de físico y mente algo llamativas, llamado Juan Madariaga, que, al parecer, tuvo contactos con Juan Belloso en el pasado y que vino para venderme la idea que yo acariciaba en mi interior: el acercamiento a Escámez. Ciertamente utilizar un intermediario, aunque Juan Madariaga no cumpliera los patrones estéticos de Gritti, siempre resultaba útil, como me enseñó mi experiencia en la operación de Antibióticos con Schimberni, así que no dudé en consentir que Madariaga jugara algún papel y, concretamente, que se interpusiera entre Alfonso y yo para facilitar la comunicación entre nosotros.