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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (48 page)

BOOK: Los días de gloria
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Desplegué todos mis argumentos para tratar de modificar su decisión pero enfrente me encontraba a una roca granítica. No razonaba. No discutía. No presentaba contraargumentos. Sencillamente, sentía el dolor en su interior, un dolor profundo, seco, capaz de cortarle la expresión de sus ojos, los gestos de sus manos, el lenguaje de su cuerpo. Yo sufría al verlo así. No podía tolerar la situación. Juan no me dejaba un resquicio por el que introducir mis cargas de profundidad. Lo máximo que conseguí fue que decidiéramos dormir en El Lobillo, la finca de Ciudad Real dedicada básicamente a las perdices, la preferida de Juan, posiblemente porque la compró, decoró y amuebló solo. Constituía una especie de refugio, su cueva particular, su lugar iniciático. Juan no lo entendió. Si se hubiera preguntado acerca de la razón profunda de su cariño por ese trozo de tierra, tal vez las respuestas habrían dibujado un mapa existencial muy preciso. Quizá lo tenía tan decididamente claro en su interior que no necesitaba de aditamentos especiales.

Al día siguiente teníamos, como decía, una montería en casa de Pablo Garnica a la que íbamos a asistir los dos, y lo lógico —le dije— es que nos fuéramos en ese momento, cenáramos por el camino y charláramos en profundidad. Juan admitió mi sugerencia.

La cena se celebró en un restaurante de Aranjuez, en una mesa situada al fondo del local, pegada a una pared adornada profusamente con fotografías de toreros españoles. Durante el camino procuré consumir el tiempo con las cuestiones más banales posibles mientras mi mente se ocupaba de preparar lo que presentía como una conversación decisiva. Tenía lacerantemente claro que no cabían las medias tintas, las medias verdades, los entendidos no explicitados, los paños calientes, incluso hasta la educación que impone no penetrar en esferas excesivamente profundas de la intimidad personal. La única alternativa de recuperar a Juan era llegar a su verdadero yo, a la habitación escondida de su alma, por mucho que le doliera, por fuertes que resultaran las escoceduras que causarían los rasponazos de mis palabras, por ácido que pudiera resultar oír la verdad de mi pensamiento íntimo.

Consumimos el mínimo de alcohol imprescindible para enfrentarnos a un decorado como el que se avecinaba. Jamás mis palabras sonaron con semejante crudeza. Los ojos de Juan las recibieron con una expresión confusa, mezcla de dolor y esperanza, de acidez y dulzura, de ira y templanza. Tuvo en sus manos detener la conversación, cortar el asunto, evitar que penetráramos en lugares demasiado recónditos de las habitaciones del alma. Pero no lo hizo. Al contrario, parecía querer hablar, sincerarse, volcar al exterior las raíces de su sentimiento. Pareció respirar hondo, sacar fuerzas de algún lugar recóndito de su alma y, con una expresión distinta a todas las que le conocía, comenzó a hablar.

Fue muy duro. Dormí mal, muy mal, y, al mismo tiempo, con una placidez inusitada. Traspasamos un umbral en el que el retorno no existe. Nada podría volver a ser como antes. Me embargó un escalofrío.

10

Alfredo Conde acababa de regresar de México, contento y feliz porque en la Feria del Libro de Guadalajara había percibido el éxito de su producción literaria, de su dimensión como escritor. No solo allí, a la vista del éxito medido en lenguas a las que fueron traducidas algunas de sus novelas, pero en ese país, y en un momento crucial de nuestras vidas, parece como si las cosas se valoraran más. Iniciamos una conversación sentados en el patio de A Cerca. La mañana era plácida. El invierno quedaba atrás. El climatológico, me refiero, porque el otro, el político-social, seguía con nosotros, y en ese invierno no disponíamos del verdor de los castaños ancestrales que pueblan silentes y orgullosos el valle del encuentro en los Tres Reinos. El reino de España, el actual, el de hoy, el del momento de nuestra conversación, no brillaba precisamente por un verdor esperanzado, sino, más bien, por una tristeza contenida ante un exceso de interrogantes sin respuestas, o con respuestas poco placenteras para degustación del gran público.

—La verdad, Alfredo, es que siento envidia por vuestra capacidad de novelistas, por confeccionar una realidad inexistente, por definir personajes virtuales. Creo que no sería capaz de hacer algo semejante. No se trata de escribir bien o mal. Una novela es una producción imaginativa, ¿o no?

—Sí, claro, pero no construyes en el vacío. Si tienes que escribir sobre personajes reales, que existen o existieron, la obligación reside en documentarte. Estudiar un ambiente en el que se va a desarrollar la acción. Por ejemplo, yo, antes de ponerme a redactar el
Grifón
, estudié durante más de un año el contexto en el que se iba a vivir la trama y la historia.

—Claro, pero al final creas. Novelar es crear.

—Escribir es crear, como lo es cualquier forma de arte.

—Pero en arquitectura o pintura mi material de trabajo es la piedra, el cristal, la madera. Son materiales tangibles.

—La condición humana lo es, solo que de una tangibilidad más difusa, si quieres, pero no por ello menos real. ¿Acaso
Memorias de un preso
no es un libro que maneja material tangible?

—Sí, desde luego...

—Vuestra vida, la vida de los financieros, de los grandes empresarios es percibida en tonos épicos por el gran público, como si se tratara de sujetos diferentes, de personas confeccionadas con material diverso al común, quizá por esa tendencia a la búsqueda del héroe... Y héroe aquí es sinónimo de importante, no necesariamente de personaje admirado. Cabe una especie de heroicidad negativa, por así decir...

—Pero no somos diferentes. No son diferentes. En todo caso no somos héroes.

—Pues entonces hay que escribir sobre ello, relatando la realidad. Evidenciar que la épica es novela imaginativa pero que la vida es más directa, inmediata, tangible y no siempre de color y olor maravilloso.

—Tienes razón, Alfredo.

Nunca sabes si descubrir, romper un mito, corporeizar un sueño es reconfortante o entristecedor. Depende. Pero lo cierto es que en demasiadas ocasiones la realidad es más gris, más oscura, menos brillante, con menor contenido de valores intangibles, con más carga de sentimientos del bajo vientre, que los sueños de infancia, juventud, madurez o vejez, porque en todas las edades es lícito soñar, aunque la cromía del sueño, la carga sentimental puede ser —y es— diferente en cada una de las estaciones de nuestras vidas. Los viejos lloran con mayor facilidad. Quizá sea por una especie de pena derivada de la frustración del trágico encuentro con lo real.

Y con mis treinta y nueve años, recién nombrado presidente de Banesto, me tocaba descubrir, no solo la fuerza de las pasiones en el modelo social español, no solo el poder demoledor de las emociones, de los productos mentales para consumo de almas atormentadas, como las que casi todos nosotros nos empeñamos en confeccionar. Tenía que ver, comprobar, sentir y vivir cómo las grandes decisiones financieras, los grandes asuntos del mundo económico y empresarial, no se diferenciaban las más de las veces de las técnicas propias de un trato de feria. Y es que los humanos somos lo mismo vestidos de financieros, de políticos, de feriantes, de cómicos o de escritores. Lo que cuenta es la condición humana. La épica, de existir, habita en el alma. La vida es siempre mucho más burda, pasional y pequeña. Porque no por estar en las alturas empresariales o financieras se convierte uno en grande. Más bien, de suceder algo, el riesgo reside en lo contrario. Somos hombres pequeños tomando decisiones basadas en motivos pequeños que afectan a colectivos grandes. Esa es nuestra responsabilidad. Por eso siempre he dicho que de nada sirven las construcciones teóricas, las disquisiciones políticas, los modelos macroeconómicos o macropolíticos. Mientras no se cambie al hombre todo seguirá siendo un poco más de lo mismo. Avanzamos, claro, en lo de fuera, en lo externo. No creo que se pueda aplicar esa palabra a lo de dentro, al interior. ¿Acaso alguien duda de que la avaricia de los financieros mundiales se encuentra detrás y delante de la crisis que asola Occidente? El hombre, siempre el hombre.

Asistir al comportamiento real de los grandes financieros y empresarios españoles no siempre me dejaba un buen sabor de boca, precisamente por ese tropezar brusco con lo real que destrozaba mis imaginaciones de hombre todavía joven.

Pedro Toledo era un personaje bastante peculiar. Presidente profesional del Banco de Vizcaya, su aspecto físico, alejado de los estándares convencionales de la banca, su vestimenta, muy distante de los grises oscuros típicos de los presidentes de entidades financieras, su edad, más joven que la media, le convirtieron en la estrella del sector financiero español antes de que apareciera en escena Mario Conde. Ambicioso, inteligente y rápido, le conocí en una reunión a la que fuimos convocados por Jordi Pujol, presidente de la Generalitat catalana. En aquel entonces yo no tenía el menor contacto con Banesto. Cuando volvíamos de cenar en el avión privado de Carlos March, casi sin venir a cuento, Pedro, dirigiéndose a mí, en voz alta para ser oído por todo el mundo, dijo:

—Oye, tú que tienes buenas relaciones con Felipe González, dile que esas teorías de Asiaín relativas a las fusiones son una profunda estupidez.

Creo que ni siquiera contesté. Me preguntaba de dónde había obtenido el presidente de uno de los grandes bancos españoles la información de que mis relaciones con el presidente del Gobierno socialista tenían la suficiente cordialidad como para meterme en un asunto de fusiones bancarias, y, sobre todo, practicar las tesis de alguien a quien —esta vez sí— se suponía en muy buena sintonía con el poder socialista. En realidad mi encuentro con González se concretó en la entrevista en la que vendimos Antibióticos en presencia de Schimberni. Bien es verdad que, culminada la operación, en una fiesta de San Juan en la que se celebraba la onomástica del Rey, con asistencia de políticos, empresarios financieros, actores y en general de pedazos de la sociedad española en su conjunto, el Rey nos acercó a González, que estaba en compañía de Carmen Romero. Pocos pueden tener el privilegio de contar con don Juan Carlos como introductor de embajadores ante un presidente del Gobierno tan caracterizado como González. Me sorprendió su reacción porque le dijo al Rey, hablando para nosotros:

—Ya sé quiénes son, y gente así era necesaria para España.

Tal vez no fue literal la frase pero era la primera vez en mi vida que un presidente de Gobierno, en presencia de un rey, me dirigía un halago de este tipo. Por eso mentiría si dijera que ese piropo no nos causó mella a Juan y a mí. Supongo que al Rey también, por el éxito de su gestión, y la prueba fue la mirada de complacencia que nos dirigió. La realidad es que en ese momento estábamos ya comprando acciones de Banesto.

—¿Tú sabes si el presidente sabe que estamos comprando acciones?

—Ni idea —respondió Juan.

—Entonces, ¿a qué viene este piropo?

—Políticos..., supongo.

Así que solo disponíamos de imaginaciones, pero como eran favorables para nosotros, no teníamos inconveniente en creernos que lo sabía y que aquello era una especie de salvoconducto a nuestro deseo. Y es que además encajaba bien. No sería extraño que un presidente socialdemócrata que hablaba de modernizar España viera con buenos ojos una renovación en un banco según ellos anclado en el pasado. Lo que ignoraba es que esa renovación les parecía bien si la hacían ellos... Cosas del vivir.

Pasó el tiempo y nunca volví a hablar con Pedro Toledo, hasta que en uno de aquellos días tumultuosos en los que Asiaín y yo negociábamos —es un decir— sobre la OPA del Bilbao, sonó el teléfono de mi casa en la calle Triana de Madrid. Era Pedro Toledo.

—Mario, tenemos que hacer algo. No puedo consentir que este tipo se fusione contigo y me deje convertido en el presidente de un banquito regional.

Pedro encarnaba una sinfonía limpia del «de lo mío qué». Lo que le preocupaba de la agresión a Banesto era la situación en la que quedaría él si prosperaba. Eso de las economías de escala, el sistema de pagos, la salud financiera y todo lo demás se convertían en los grandes ausentes de aquella conversación en la cocina de una casa de Madrid entre dos, se supone, banqueros mayores del reino. A pesar de ello contesté:

—Ya, bueno, pero al margen de cómo te vaya a ti, ¿qué propones?

—Aguanta y en cuanto podamos anunciamos la fusión pactada entre nosotros dos, y así marcamos la diferencia contra la fusión hostil que promueve ese individuo.

De nuevo los mitos por el suelo. Una fusión Banesto-Vizcaya se programa por teléfono en la cocina de mi casa con el fin de evitar que uno alcanzara un éxito formal, el otro fracaso... En fin, que eso de romper esquemas cada día, cada mañana es más bien cansado. Pero tenía que decirle algo y le dije la verdad.

—No me parece mal. Creo que puede tener más sentido que lo que sucede ahora. Lo estudiaré y hablaré con los consejeros.

—Eso sí, Mario. Tienes que entender que el presidente del banco fusionado tengo que ser yo. Mi experiencia bancaria le da mucha mayor credibilidad al proyecto. Ya llegará tu tiempo más adelante.

—Pedro, por eso no te preocupes. Es lo lógico y además no vayas a pensar que me das una mala noticia con eso que me dices. Más bien lo contrario.

Aquella conversación comenzó a meterme de lleno en el tipo de consideraciones que preocupaban a los banqueros españoles. Ante todo, no quedarse relegado a un «banquito regional». Luego, ser el presidente del fusionado. En el fondo es lógico. El empresario profesional, si es que existe esa categoría, se mueve por criterios diferentes del empresario-empresario. A Pedro le preocupaba qué sería de él en lo que a su carrera profesional se refiere. A ello había dedicado su vida. Los mayores o menores beneficios o dividendos eran harina de otro costal. En el mejor de los casos se trataba de algo necesario para mantenerse en el poder del banco. Mis ideas y mis realidades caminaban por otros senderos. No me hubiera importado lo más mínimo que Pedro fuera presidente del banco fusionado. Todo lo contrario.

No dispusimos de tiempo suficiente para profundizar en su propuesta porque los acontecimientos circularon a velocidad de vértigo. Nada más anunciarse el fracaso de la OPA de Asiaín, una vez que volvíamos a estar solos y con un Banco de Bilbao dañado en su imagen, volvió a sonar nuevamente el teléfono de mi casa de Madrid y al otro lado de la línea escuché la voz de Pedro. Imaginé que iba a decirme algo así como ¿cuándo empezamos? La sorpresa no debió de ser tal a tales alturas del curso de mi vida financiera, pero lo fue.

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