Los días de gloria (24 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

BOOK: Los días de gloria
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Alfonsín pertenecía al Partido Radical y predicaba honestidad. No tengo la menor idea de si detrás de esa amistad con los B se encontraría algún tipo de relación financiera de corte espurio. Ni idea. Tampoco tengo certeza de que supiera el precio al que los B importaban el 6 APA, que así se llamaba la materia en cuestión. Pero es que no me dejó explicar nada. La amistad con B se antepuso a esas otras consideraciones. Me sentí mal, desilusionado, fracasado, pero no solo como vicepresidente de Antibióticos, S. A. Mi desilusión iba más allá.

Todavía tenía una oportunidad de internacionalizar nuestra empresa.

India, repleta de seres humanos hasta la saciedad, incapaz de regular su demografía, impotente ante el control de la natalidad y, al mismo tiempo, estéril en el proyecto de proporcionar a todos ellos una vida digna, era nuestro destino natural. Mientras los humanos civilizados de Europa, Japón o Estados Unidos invertían cantidades gigantescas de dinero en desarrollar cefalosporinas de tercera o cuarta generación —que tampoco aportaban nada sustancial—, muchos habitantes de aquel país de Oriente subsistían privados de la grosera, elemental, pero terriblemente eficaz, penicilina. Lo lógico, en consecuencia, era acudir allí donde el producto constituía una necesidad primaria, y nada hay más primario que la propia vida humana.

Fracasamos. Tenía entonces algo menos de treinta y ocho años, por lo que los fríos de la experiencia todavía no habían congelado todas mis ilusiones de juventud. Era incapaz de comprender cómo unos políticos ponían tantas trabas a un proyecto que contribuiría a solventarles el que, sobre el papel, habría debido ser el primer y principal de sus objetivos: la vida de sus votantes o administrados.

La escena me impresionó. Me concertaron una cita con el ministro de Sanidad indio. En una lujosa habitación de un hotel de Nueva Delhi, lejos del olor pastoso, mezcla de curry y azúcar, que se respira cada vez que abandonas los recintos del aire acondicionado, un indio de buen aspecto, piel oscura, ojos almendrados, como los de mi perra negra, después de escuchar atentamente mi exposición acerca de la instalación de una planta de fermentación de penicilina en India, con exquisito cuidado, tratando de no herir mi sensibilidad, casi de pasada, con apariencia de no conceder la menor importancia a sus palabras, sentenció, con ese acento característico de los hindúes cuando pronuncian en inglés:

—Mire, mister Conde. El Gobierno tiene un problema. India es incapaz de soportar a su población. Ya no hay guerras. La natalidad crece. El único instrumento es la mortalidad. Así que no podemos dispensar todos los antibióticos que necesitan. Es algo que iría en contra de la seguridad nacional.

Razón de Estado. Vida humana. Territorios incompatibles, según parece.

Un poco antes de esa entrevista, Lourdes, que me acompañaba en el viaje, me dijo que había visto un anuncio en el hotel referido a un vidente indio que prestaba sus servicios a las más altas personalidades de la nación y que, casualmente, se encontraba ese día en un lugar del hotel que habían acondicionado especialmente para él, por si alguno de los visitantes distinguidos quería reclamar sus servicios. La verdad es que yo siento cierta atracción por estas cosas del futuro, como tantos humanos, y aunque Lourdes era mucho más escéptica, allí nos dirigimos.

Su aspecto se encuentra casi borrado de mi disco duro. Recuerdo que tomó mi mano y la observó cuidadosamente, meticulosamente, enfatizando el análisis, con cierto apoyo en unos gestos expresivos, a medida que profundizaba en los surcos y líneas. Finalizado este trabajo, me miró fijamente y comenzó a pedirme datos referentes al nacimiento, padres, hermanos... Percibí que el interés de Lourdes aumentó algunos enteros al comprobar que el hombre se aplicaba con un esmero que daba la sensación de ser muy superior al ordinario. Cuando ya creía más o menos concluido su trabajo, me preguntó:

—¿A qué se dedica usted?

—Soy empresario del sector farmacéutico —respondí con un esbozo de sonrisa amable.

El hombre se detuvo en todo movimiento. Cerró los ojos. A duras penas podía percibir su respiración. Sinceramente, creo que no respiraba. En el pequeño cuarto de consultas se instaló un profundo silencio. Lourdes y yo nos miramos con un gesto de interrogación, ignorantes de la esencia del momento, pero no nos atrevíamos a formular palabra alguna. Ni siquiera a movernos para no interrumpir lo que parecía un estado de trance meditativo.

Unos minutos después abrió los ojos. Sus movimientos corporales eran extremadamente lentos, como si regresara de algún extraño viaje. Percibí cómo comenzaba a salivar en el interior de su boca como paso previo a recuperar la palabra. Al final habló.

—Le veo a usted dirigiendo muchas empresas, cientos, quizá miles. Le veo a usted como una persona muy importante empresarialmente en su país.

Lo curioso es que no tuvo el menor interés en saber cuál era ese país en el que supuestamente yo iba a aparecer como una persona tan decisiva. En fin, pagamos y nos fuimos. Crucé la puerta que me depositaba de nuevo en el pasillo del hotel cuando el hombre alzó la voz para reclamar a Lourdes. No a mí, sino a ella.

Lourdes, con cierta intriga, y eso que era muy poco dada a esas cosas, accedió. Regresó sobre sus pasos y se sentó con él. La entrevista no duró más allá de un minuto. De nuevo se abrió la puerta y apareció Lourdes en el pasillo en el que yo esperaba su regreso. La miré fijamente a los ojos por si me anticipaban alguna información, pero no identifiqué ninguna expresión singular, así que no me quedaba más recurso que la palabra.

—¿Qué te ha dicho?

—Pues que tiene mucho interés en seguirte. Dice que vas a ser muy importante pero que vas a tener mucho sufrimiento en tu vida.

—¡Joder! Pues vaya con el hombre este.

—Sí... La verdad es que parecía afectado... Me ha impresionado un poco, la verdad... Insistía mucho en que le diera nuestra dirección y que le mantuviera informado...

—¿Y se la has dado?

—No. Ya sabes que estas cosas no me gustan. Prefiero no saber nada. Lo que está de Dios, está de Dios.

En fin, parecía que las dificultades del negocio no convertían a ese país en el más idóneo para cuatro o cinco socios españoles cuyo objetivo era ganar dinero con la menor reinversión posible. El sueño de Antibióticos como la primera multinacional farmacéutica española era tan bonito sobre el papel como imposible en la vida real.

Pero no solo fue por eso por lo que decidí vender Antibióticos.

El ambiente interno entre los accionistas, como en los fumaderos de opio de Tailandia, se convertía, segundo a segundo, en irrespirable. O aceptabas sucumbir ante la droga o buscabas aire limpio. Juan Abelló, cada día que pasaba, se parecía más a una bomba de proporciones incontrolables. Comprendía su sufrimiento, pero al tiempo percibía que mientras continuáramos en Antibióticos no tendría solución. La venta de la empresa, al margen de las consideraciones de pura estrategia empresarial, comenzó a transformarse en un presupuesto de estabilidad emocional para Juan y en algo imprescindible para diseñar un modelo de convivencia pacífica entre nosotros. Vender Antibióticos se convirtió en algo absolutamente imprescindible, no ya para recuperar el dinero invertido con su plusvalía, sino, además, para que la amistad y el cariño existentes entre Juan y yo no se dilapidara estúpidamente.

La suerte estaba echada. Pero ¿quién compraría una empresa de estas características?

Encontré la respuesta en la prensa inglesa, en una noticia del Financial Times. En Suecia, curiosamente, un egipcio había conseguido convertir en un best seller del negocio farmacéutico a una pequeña empresa en quiebra denominada Fermenta. Ganaba mucho dinero, pero, la Ley es la Ley, llegó a un acuerdo con un grupo químicofarmacéutico italiano llamado Montedison, del que había oído hablar pocas veces en mi vida. El acuerdo estaba cerrado y el presidente de Montedison, un señor llamado Schimberni, pidió a los accionistas que suscribieran una ampliación de capital de quinientos millones de dólares destinada a la compra de esa empresa sueco-egipcia, que, según sus palabras, resultaba vital para el desarrollo del grupo.

He aquí que —y esta era la noticia— el egipcio, demostrando el carácter incontrolable de los nacidos en África, decidió por las buenas salirse del negocio y el presidente de la empresa italiana se quedó con el dinero y con la definición estratégica, pero sin la posibilidad de materializarlo, al menos de la forma en que presentó el proyecto a sus accionistas.

«Me parece que este hombre lo tiene mal», pensé para mí. «No va a tener más remedio que buscar una alternativa, y no hay nadie en Europa capaz de sustituir a Fermenta distinto de nosotros. No sé por qué, pero presiento que pronto tendremos alguna noticia suya.»

Poco, muy poco tiempo después, almorzaba en Zalacaín con un individuo americano, de nombre Steve Epply, de marcado acento de Nueva York, representante de un banco de negocios que había sido encargado por Schimberni de contactar con nosotros con un propósito tan concreto como comprar Antibióticos. En su llamada inicial, cuyo intermediario no consigo recordar, teóricamente solo quería charlar conmigo de asuntos generales, sin ningún tema concreto en su agenda. Aquello sonaba a chino, no solo porque esta gente, este tipo de ejecutivos de bancos de negocios, no suelen tener en sus agendas más que operaciones financieras concretas, sino porque, además, la situación de Montedison en Italia no dejaba espacio para excesivas conjeturas. Pero, en fin, si tenía que jugar a ese juego, pues a participar, que tampoco pasaba nada grave. Por eso acepté el almuerzo y me fui con él a Zalacaín.

Hablaba perfectamente español, pero prefería desenvolverse en inglés. Creo que la comida transcurrió mezclando sin concierto ambos idiomas según el tema. Divagábamos hablando de los mares y los peces, asuntos que, como digo, a esta gente les aburre mucho, lo mismo que a mí escucharlos y comprobar que no tienen la menor idea de los temas que me interesan. Cansado de estos circunloquios, tomé la cosa por derecho y le dije:

—Bueno, vamos a ver. Tú has venido a comprar Antibióticos. En principio no estoy en contra. Será cuestión de precio y forma de pago.

Steve se quedó de piedra. No podía esperar algo así de un hispano que teóricamente rechazaría ir al grano de un asunto económico con semejante crudeza, por eso que dicen que hablar de dinero es ordinario. Pero se repuso pronto de su sorpresa, quizá porque ese era precisamente su terreno favorito, aquel en el que se desenvolvía con mayor soltura.

—Bueno, algo de eso tengo en mi cartera —reconoció.

Mientras me explicaba el asunto de la manera más delicada que pudo, yo sorbía un poco de vino tinto sin prestar demasiada atención a sus palabras, percibiendo en mi interior la autosatisfacción que supone comprobar que una intuición puramente emocional estaba cobrando vida en las palabras, los gestos, los movimientos de aquel hombre, buena gente, agresivo como corresponde a todo buen ejecutivo americano, que, además, intentaba acomodarse a nuestro mundo latino, lleno de incoherencias, atento al detalle, sensible por excelencia, sarcástico y cruel, pero nuestro, al fin y al cabo.

Cuando terminó su parlamento, lleno de cifras, de números, de consideraciones estratégicas, de valoraciones,
cash flow
,
net income
,
price earning ratio
, y de otras expresiones anglosajonas por el estilo, le miré con la mayor dulzura de la que soy capaz, y como si entroncara directamente con su discurso, le pregunté:

—Steve, ¿has oído a Albinoni? A mí me gusta la música barroca italiana, y siento pasión por el
Adagio
. ¿Crees tú que si vendemos Antibióticos podré escucharlo en directo algún día en Milán?

El americano ni siquiera escuchó mi pregunta, que, en el mejor de los casos, le habría parecido una frivolidad típica de los latinos.

Nunca sentí preocupación por la negociación. Yo quería vender, pero Schimberni, el presidente de Montedison, necesitaba comprar. Ahí estaba la clave. Nuevamente el esquema de IBYS/Antibióticos. Con empresas más grandes, con mucho más dinero de por medio, pero esencialmente lo mismo. Por eso hice toda la negociación solo. Bueno, solo no. Me ayudó, y muy eficazmente, un personaje enigmático: Carlo Gritti.

Steve me dio la pista. Aquel hombre, según el americano, podría ser absolutamente esencial para el buen fin de la operación. Sus relaciones con Schimberni, que era quien tendría que decidir, tenían una naturaleza especial, hasta el extremo de que podía convertirse en un verdadero embajador del proyecto, en su avalista más cualificado. ¿Solo eso o algo más? ¿Solo algo más o mucho más? Cuestión de tiempo descubrirlo. Pero lo cierto y verdad es que a cualquier latino, eso de que aparezca en escena un individuo singular, cuya empresa tenía sede en Suiza, que quería pasar totalmente desapercibido, que deseaba ocultar su nombre y papel, y que, como todo cometido, resultaba ser gran amigo y hombre de influencia cerca de la persona que tenía que decidir, parecía raro. Aquello olía a dinero, a mucho dinero. Pero en ese instante yo no tenía la menor confirmación de semejante ordinariez.

Carlo Gritti vivía obsesionado con la discreción, hasta extremos lindantes con la paranoia. Una cosa es valorar la discreción y otra, convertirla en obsesión enfermiza. Tiempo después supe que en su momento fue un hombre conocido en Italia y que, precisamente por ello, tuvo que sufrir de manera brutal. Debía haber tomado más y mejor nota de que en países como Italia y España eso de ser muy conocido es un pasaporte hacia una vida llena de problemas, porque la gente aspira a ser eso, conocido por los demás, famoso que se dice ahora, y si no lo es y comprueba que otros tienen ese atributo, se despierta en ellos la envidia, que siempre permanece agazapada en las almas hispánicas hasta el momento en que algo la despierta y se pone en marcha. Y una vez iniciados sus movimientos, es capaz de causar más estragos que un ciclón. No tardaría en descubrirlo en mis propias carnes.

Me invitó a Venecia, para charlar, sin más propósito —decía— que el de conocernos algo mejor. Vivimos en el palacio de los Gritti, uno de los mejores hoteles venecianos, cuyos precios espeluznaban entonces, así que hoy... Carlo decía que descendía de esa famosa familia, pero como no me interesaba demasiado, no profundicé en cuestiones de genealogía, porque mi cometido era mucho más pegado a la tierra.

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