Era alucinante. Un hombre como Miguel Boyer se dejaba emplear del modo menos elegante, al menos en mi modo de ver las cosas, que admito no es común a todos cuantos conozco. Un hombre que fue ministro de Economía, presidente del Banco Exterior y ahora pasaba a ser empleado de los Albertos, quienes de él buscaban el nombre, o incluso ni siquiera el nombre, sino la importancia de los contactos políticos que ese nombre unido a su pasado evocaba para todo el que quisiera ver. Ya sé que todos podemos consolarnos creando las excusas que estimemos oportunas y es posible que Boyer se justificara ante sí mismo diciendo que no podía dejarse esa fusión en manos de un aventurero como yo. Cualquier cosa vale cuando estás dispuesto a la labor que te piden. El mensaje era claro: si los Albertos, gracias a su dinero e influencia política, podían incorporar a sus filas a un hombre como Miguel Boyer, estaba claro que las posibilidades a mi alcance de salir triunfante tenían clara tendencia al cero absoluto.
Lourdes no quiso opinar. Leyó la noticia y guardó un prudente silencio. Se acostumbraba ya a desperfectos de este calibre.
Concluido el gancho, nos fuimos a casa de José Luis Oriol, en donde, al día siguiente, organizó una cacería de patos. Las televisiones de la noche abundaban en Miguel Boyer y la sentencia de muerte sobre mi persona se respiraba nítida a través de los mensajes de las ondas.
Con anterioridad a ser contratado por los Albertos, yo, personalmente, mantuve dos conversaciones con Boyer. Siempre me pareció que detrás de aquellas gafas grandes y el aire de suficiencia que daba a todas sus palabras, como si en cada una de ellas se encontrara la clave para desvelar los velos de Isis y los arcanos ignotos del universo cósmico, se encontraba un individuo que no me parecía revestir los atributos tan magníficos que él parecía concederse a sí mismo. Nadie puede dudar de su inteligencia abstracta, pero tampoco es para considerarle una excepcional e irrepetible figura de la creación.
La primera conversación fue en su despacho del Banco Exterior de España y la otra en su casa de El Viso, aunque creo que en realidad era propiedad de su mujer, y en la que entró el mismo día en que, a sugerencia de Matías Cortés, el marqués de Griñón, una buena persona y un hombre por el que siempre he sentido afecto, decidió abandonar el domicilio conyugal cuando ya era público y notorio que las relaciones entre el llamado superministro y la mujer prototipo de las revistas del corazón, Isabel Preysler, había traspasado los límites de las puertas de algunos paradores españoles.
Era el mes de septiembre. Almorzamos juntos y luego nos quedamos hasta muy tarde hablando de muchas cosas y, entre otras, de la situación creada en torno a la fusión Banesto-Central. En aquellos momentos la tesis de Boyer era la siguiente:
—A los primos, es decir, a los Albertos, hay que darles alguna satisfacción «formal», como, por ejemplo, nombrarlos vicepresidentes o algo así. Con eso yo creo que se conforman y el proyecto sigue adelante sin mayores traumas. Claro que si lo que quieren es el poder real en el banco fusionado, eso ya es otra cosa y, sencillamente, no puede ser.
Así, más o menos, concluyó aquella conversación, a la que, por cierto, yo no di demasiada importancia. Tampoco podía presagiar que algún tiempo después sería contratado por los primos, por aquellos de quienes habló en la forma que lo hizo ante mí.
Tenía ahora que admitir que la imagen transmitida al exterior era clara: Boyer se perfilaba como el hombre del proyecto Banesto- Central. Una vez expulsado Mario Conde de la fusión, Boyer sería el presidente del primer banco del país. Contando, como contaba, con el apoyo de los Albertos y Abelló, de otros consejeros, del Banco de España y del Gobierno, las posibilidades que tenía de salir triunfante de aquella batalla eran elevadas. Era el mes de noviembre de 1988. Pocos días después de las Juntas de Fusión la guerra estallaba por este nuevo costado.
¿Formaba parte Juan Abelló de la trama de cuya concepción surgió la utilización de Miguel Boyer? No me constaba en aquellos días, pero no albergaba duda sensata alguna. A Juan lo utilizarían los Albertos dentro de su esquema, y cuando digo los Albertos me refiero en realidad al poder político que los sustentaba. Realmente me resultaba muy poco edificante comprobar cómo Juan, que siempre protestó —y con razón— frente al poder del clan, no solo se encuadraba en ellos, sino que, a pesar de sus ideas conservadoras, proporcionaba soporte a un intento nada disimulado de ocupar el sistema financiero español. Los Albertos en el territorio de los valores y convicciones nada tienen que ver con Juan. Los primos carecen de una arquitectura moral definida. Mucho menos de convicciones políticas. Su lema es el dinero. Punto y final. Juan, por el contrario, parecía dotado de un esquema de pensamiento lo suficientemente anclado en su interior como para no ser dilapidado en el altar confeccionado con ese material fungible. La vida me enseñaba su cara más demoledora a medida que transcurrían los días, las horas, los minutos. Se acercaba el fin del año.
Los meses de diciembre de cada año revestían en Banesto una significación especial. En el último Consejo del año, el consejero más antiguo tomaba la palabra para felicitar al presidente por los resultados del año y proponer al Consejo su designación para un nuevo mandato. La ceremonia se repetía anualmente, sin el menor contenido sustantivo. Simplemente un rito, una formalidad. Se me ocurrió que la mejor manera de cortar los rumores sobre mi presidencia —desatados a raíz de la aparición en escena de Miguel Boyer— que el Grupo Prisa, a través de
El País
, y Grupo 16, utilizando el
Diario 16
y la tradicional
Cambio 16
, se encargaban de airear hacia el público con caracteres de verdadera tragedia, y, de paso, transmitir un mensaje de unidad a la opinión, era, precisamente, adelantar la ceremonia de elección de mi cargo al mes de noviembre.
El atributo de consejero más antiguo recaía en Juan Herrera, porque se sentó en el banco allá por el año 1954. Debería ser el encargado de la operación que proyectaba.
Lo que dotaba de cierto morbo a la ceremonia era su especial carácter, que le llevaría a querer complacer al mismo tiempo a los Albertos y a nosotros, para decantarse finalmente por aquel bando que a su juicio obtendría la victoria. Nada fácil, desde luego. Proponer mi reelección en tales circunstancias era asestar un golpe a la estrategia de los Albertos, y, por derivada, enfrentarse con Abelló. Es decir, un conflicto, y a Juan Herrera le gustaba cualquier cosa menos un conflicto con gente con poder. Me intrigaba cómo tomaría y cómo ejecutaría mi encargo.
—Juan, he decidido anticipar mi reelección como presidente. Siguiendo la tradición, como eres el consejero más antiguo, es a ti a quien corresponde efectuar la propuesta.
Los ojos de Juan, su movimiento corporal, evidenciaron que era claro como un amanecer de Pollensa en el mes de junio que el encargo le parecía un compromiso más que delicado. Eso de comprometerse sin saber quién va a ser el vencedor es muy incómodo, pero si se trata del primer grupo económico de España, puede resultar letal. Y a Juan, como a tantos otros, eso de suicidarse le resultaba altamente inconveniente.
24 de noviembre de 1988. Se celebra el crucial Consejo de Banesto. Antes de dar comienzo la sesión, con los gestos y tono de voz típicos de los profesionales del pacto a cualquier precio, Juan Herrera se acercó a mí.
—He preparado un texto que quiero que me digas si te parece bien. Igualmente quiero que sepas que se lo he leído a los Albertos porque estas cosas hay que hacerlas bien y de mutuo acuerdo.
No podía ser de otra manera. Juan jamás se hubiera atrevido a proponer mi reelección sin previamente comentarlo con los Albertos. Tenía sus dudas de quién ganaría la batalla y, por tanto, necesitaba poner una vela a Dios y otra al Diablo, y nada más lejos de Juan Herrera que la intención de definir quién era uno y quién el otro. Sonreí. En el fondo era tan habitual, tan normal, tan corriente entre los triunfadores hispánicos que me hizo hasta gracia.
Llegó el momento. Todos sentados en torno a la gigantesca mesa de Consejo de Banesto. Nuestros consejeros y los representantes de Cartera Central. Al fondo un insólito Sorolla, despreciado por Garnica por tratarse de un cuadro flamenco, asistía silente al espectáculo que comenzaría en breves segundos. El silencio era abrumador. Se percibían nítidas las respiraciones ansiosas de los consejeros. Apreté suavemente la tecla de mi aparato de voz y sonó casi como un estruendo. García Ambrosio dio un respingo. Juan Abelló se tensó. Cortina seguía leyendo unos recortes de prensa. Pronuncié la frase de rigor:
—Don Juan Herrera, marqués de Viesca de la Sierra, ha pedido la palabra. Se la concedo.
Miré a Juan Herrera para indicarle que era su turno, que había llegado su hora. Juan Herrera tragó saliva. El descenso del líquido por su garganta resonó en el salón de consejos como un raspado de guitarra desafinada.
Con parsimonia apretó el botón que encendía su micrófono, tosió levemente para aclarar su voz y con aspecto solemne leyó el texto que llevaba preparado.
—Presidente, un numeroso grupo de consejeros me ha encargado la misión, que cumplo con todo agrado, de proponer la reelección de don Mario Conde en la presidencia de Banesto...
Subrayó deliberadamente las palabras «un numeroso grupo de consejeros», para transmitir a los enemigos que no se trataba de algo que únicamente hubiera comentado con el presidente, sino que actuaba como mandatario de muchos de los miembros del Consejo. Lo malo fue que Juan tuvo que interrumpir su lectura porque Romualdo García Ambrosio, uno de los empleados de los Albertos, un hombre correoso y difícil designado consejero para llevar la voz cantante en los aspectos más sórdidos de la batalla, sin encomendarse a nadie le interrumpió:
—Entiendo que el punto que se somete a consideración del Consejo no está incluido en el orden del día. Por consiguiente, creo que no es prudente ni necesario ratificar la confianza en el señor presidente.
Los primeros síntomas de profunda incomodidad aparecieron en el rostro de Juan Herrera, sobre todo porque Carlos Bustelo, otro de los contratados por los Albertos, ex ministro de UCD con Adolfo Suárez, se adhirió al discurso obstativo de García Ambrosio. Sin pronunciar palabra volví la cabeza hacia Juan Herrera, me encontré con su mirada y gestualmente le transmití que debía comenzar de nuevo su exposición. La voz de Juan Herrera sonó en este segundo intento muy distinta, menos solemne, más resbaladiza, menos entusiasta.
—Presidente, algunos consejeros me han encargado...
La variación era, sin duda, sustancial: ya no se trataba de un numeroso grupo, sino de algunos consejeros. A pesar de ello, Romualdo García Ambrosio no se amilanó y volvió a la carga repitiendo su tesis de la innecesariedad de que el Consejo se pronunciase en aquel momento. Juan reflejaba el comienzo de un cambio de color en su cara. Para evitar que se desmoronara antes de tiempo cedí la palabra a Antonio Sáez de Montagut.
—Presidente, el Consejo debe desautorizar las palabras de la prensa, que yo lamento profundamente. Quizá no proceda que el Consejo desmienta desde un punto de vista formal las mencionadas manifestaciones de la prensa, pero sí de modo indirecto mediante la reelección de presidente. Por tanto, considero imprescindible que nos pronunciemos en el Consejo en el día de hoy sobre la reelección de presidente.
A continuación concedí la palabra a César Mora, que hablaba muy raramente en los Consejos, aunque parecía tener el sexto sentido de saber cuándo una intervención suya era conveniente. Su tesis fue inteligente.
—Presidente, considero muy esclarecedora la posición que el señor vicepresidente, don Alberto Cortina, mantuvo ante la Comisión Ejecutiva de Banesto en cuanto a la significación del nombramiento de don Miguel Boyer como presidente de Cartera Central. Invito, con el permiso del presidente, a que el señor Cortina reitere su posición.
En efecto. A la vista de las informaciones aparecidas en prensa, César Mora reclamó de Alberto Cortina que contestara a una pregunta muy concreta: ¿tienen ustedes intención de proponer al señor Boyer como candidato a la presidencia del Banco Español Central de Crédito? Evidentemente, Alberto Cortina no podía responder más que con una rotunda negativa. Otra cosa sería violar las bases de fusión y el pacto que firmamos en septiembre de ese mismo año por el que se manifestaban absolutamente de acuerdo con la línea de poder ejecutivo diseñada para el banco fusionado. Por ello negó en la Comisión Ejecutiva. César quería que volviera a hacerlo ahora ante el Consejo. Con su negativa no se resolvía el dilema de si debería o no votarse mi nombramiento. Se trataba de reforzar todavía más nuestra posición.
—Tiene la palabra el vicepresidente señor Cortina —contesté.
—Accedo gustosamente a la petición de don César Mora y quiero expresar al Consejo que la reciente incorporación a nuestro grupo empresarial de don Miguel Boyer nada tiene que ver ni con Banesto, ni con Central, así como que Cartera Central no pone en tela de juicio la presidencia de don Mario Conde.
Aquellas palabras sonaron un tanto a cachondeo. Era obvio que designar presidente a Boyer de una sociedad cuyo único activo eran acciones de Banesto y Central sí tenía «algo que ver con Banesto y con Central» y era, además, evidente de toda evidencia que el objetivo a conseguir era eliminarme de la presidencia del banco fusionado y sustituirme, precisamente, por Miguel Boyer. Pero Alberto Cortina no tuvo más remedio que decir lo que dijo. Yo me permití una ligerísima, imperceptible mueca de sonrisa. Más tarde, según parece, vieron la luz documentos escritos y firmados que acreditarían lo obvio: mentía.
Como el ambiente parecía que estaba cambiando algo, intervino Carlos Bustelo para insistir en que la ratificación debía hacerse en diciembre porque así lo mandaba la tradición del banco y porque era el momento de analizar la gestión del ejercicio.
El color de la cara de Juan Herrera culminó su camino hasta el blanco. Sus manos le temblaban, su mirada brillaba ostensiblemente, sus ojos giraban en todas las direcciones tratando de encontrar alguna respuesta en cualquier gesto de alguno de nuestros enemigos, pero como nada conseguía en aquellos escasos segundos, no tuvo más remedio que volver a comenzar. Ahora su voz apenas si era audible.
—Yo lo único que estoy haciendo es trasladar la petición que me han hecho algunos consejeros, pero nada más...