—De acuerdo, ministro.
Me quedé mirándole un tanto estupefacto y pensé que podía ser alguno de los ministros con los que Escámez mantenía habitualmente una buena relación, Corcuera, por ejemplo. Pero mis dudas se disiparon pronto.
—Era Solchaga para decirme, en nombre del Gobierno, que no se me ocurra hacer nada raro en la Junta de mañana. Que siga el guión pactado porque los Albertos tienen el apoyo del Gobierno y si no obedezco tomarán todas las medidas contra mí.
Nos levantamos de la cena y cada uno de nosotros se fue a su casa. Al día siguiente,
El País
abría el periódico con una información a toda plana: «Kio vende sus acciones de Cartera Central». Obviamente, no era cierto, puesto que Alfonso y yo habíamos esperado en vano todo el día a que se produjera materialmente lo que el periódico de Madrid presentaba como un hecho consumado. Me levanté temprano y me fui hacia el Palacio de Congresos, en donde se celebraba la Junta del Banco Central para tratar de darle ánimos a Alfonso e infundirle valor ante un evento tan difícil. Cambiamos algunas impresiones al respecto y me confirmó que no era cierto lo publicado por
El País
, lo cual, repito, ya sabía de sobra. Comenzó la Junta y me volví a casa, en donde esperé impaciente el resultado.
Por fin, la radio comenzó a dar la noticia de que Alfonso había aceptado cinco consejeros de los Albertos en el Banco Central y, además, había nombrado a ambos vicepresidentes. Victoria en toda regla de los primos. Escámez me había dicho que en ningún caso y bajo ningún concepto cedería a esa presión, lo cual, como era patente, no había cumplido. No pude ocultar un sentimiento de tristeza, pero eso no fue todo. Juan de Madariaga me llamó por teléfono:
—Alfonso te ha traicionado y se ha entregado al Gobierno.
Le negué la mayor disculpando a Alfonso, aunque estoy seguro de que mis palabras no sonarían demasiado convincentes porque en mi fuero interno sabía que Madariaga tenía razón, pero no quería reconocerlo exteriormente, dadas las ilusiones que había depositado en nuestro proyecto de fusión. Mucho tiempo después, Javier de la Rosa me contó que era cierto que él estaba dispuesto a vender, pero que el propio presidente del Gobierno se había ocupado del asunto hasta el extremo de llamarle por teléfono para decirle que no se le ocurriera nunca hacer una cosa así, por lo que Javier se asustó y decidió dar marcha atrás. Es posible que esto sea cierto o quizá una de las exageraciones de De la Rosa, pero, en cualquier caso y como mínimo, yo fui testigo de la llamada de Solchaga al restaurante Príncipe de Viana y, por tanto, para el caso es exactamente lo mismo.
Regresé de nuevo a mi mundo, a mi realidad, a agradecer que la soberbia de Solchaga, de aquel hombre inteligente y tenaz, me hubiera proporcionado una estrategia precisa y de gigantesco valor sobre la información de nuestros enemigos.
«Más de diez consejeros», ese era el gran mensaje que extraje de la soberbia de Solchaga. Con la ayuda de Ricardo Gómez-Acebo, César Mora y Vicente Figaredo, me puse a trabajar. Y trabajar aquí era ponerse a la tarea de un cuidadoso y pulcro recuento de personas.
Jacobo Argüelles, caso perdido, nada había que hacer. Sin embargo, Pablo Garnica era otra cosa. Nunca he sentido ningún tipo de animadversión hacia él y deseaba respetar la tradición en Banesto. Al fin y al cabo, fui yo quien propuso su nombramiento como consejero en sustitución de su padre. Decidí que hiciéramos un esfuerzo para tratar de convencerle de que no tirara la historia de su casa por la ventana. César Mora, Ricardo Gómez-Acebo y yo, después de almorzar juntos con Matías Cortés en un reservado del Club Financiero de Madrid, nos reunimos con él antes de que diera comienzo la crucial sesión del Consejo. Se mascaba en el ambiente que iba a ser un día decisivo en su vida.
—Pablo, si no votas a favor de las cuentas vas a cometer un error tremendamente grave y arruinarás el prestigio de tu nombre en esta casa. Lo ocurrido lo damos por pasado y olvidado siempre que estés dispuesto a no seguir persistiendo en el error, y que conste que te lo decimos por ti, porque te tenemos afecto, pero si te mantienes en tu postura, esta conversación será un testigo para la historia de que tú mismo te has buscado las consecuencias.
Pablo no contestó, limitándose a mirarnos de una manera inexpresiva que, al mismo tiempo, era un testimonio elocuente de su posición.
Era el día 24 de enero de 1989. El Consejo comenzó con una larga y pormenorizada exposición de Juan Belloso acerca de las cuentas que iban a ser remitidas al Banco de España, pero a pesar de los esfuerzos de Belloso por descifrar, hasta los últimos datos, la corrección de cuanto habíamos hecho, los representantes de Cartera Central le fueron interrumpiendo constantemente, en una labor de zapa y desgaste psicológico que Juan superó bastante bien. Alberto Cortina tuvo una actitud particularmente beligerante.
Aquello se convertía en una sesión interminable. Era evidente que no se trataba de pedir explicaciones, de aclarar datos, conceptos, partidas, sino de desgastar, entorpecer, aburrir y enervar. Por ello carecía del menor sentido seguir alimentando aquella farsa. Tenía que cortar por lo sano o por lo enfermo, pero cortar.
—Señores consejeros, llevamos mucho tiempo analizando las cuentas en todo su detalle y creo que la cuestión está suficientemente debatida, por lo que ha llegado el momento de proceder a la votación y quiero que se haga nominalmente.
Era el momento de la verdad. Moisés Cosío, el millonario mexicano, bebedor empedernido, rico hasta decir basta, había llegado en avión el día anterior. Fue materialmente secuestrado por Garnica. Querían como fuera incorporarlo a su grupo. Le dijeron de todo, incluso que ellos habían hablado con el Banco de España y que si votaba a favor de las cuentas podía acabar en la cárcel. Pero Moisés debió de entender que algo de mentira se encontraba detrás de esos alegatos apocalípticos. Le miré. No quiso cruzar su mirada con la mía. Apretó el botón de su micrófono y dijo:
—Me abstengo.
Era una victoria para nosotros. Ellos necesitaban el voto en contra. No lo consiguieron. Algunos se dieron cuenta y por ello mismo le imitaron. Fue el caso de Argüelles y Abelló.
Por tanto, la propuesta de formulación de cuentas quedó aprobada por 18 votos a favor, 5 votos en contra y 5 abstenciones. Era un verdadero espectáculo contemplar a un ex director general del Banco de España, a un ex ministro de UCD y a un abogado del Estado dejar que su dignidad profesional —quizá incluso humana— cediera al servicio de una guerra en la que ellos iban a obtener, en caso de victoria, una compensación económica, mientras debajo de mi carpeta de presidente en la que estaban escritas con letras doradas los nombres de antecesores míos en el Consejo permanecía ignorado por todos el informe de la Inspección del Banco de España que reconocía la validez de nuestras tesis.
Porque no iba a actuar a lo loco. Dada la relación de Núñez, Romaní y Ducasse con Miguel Martín, les pedí que acudieran a él para explicarle escrupulosamente nuestras cuentas, y que él, como director de Inspección, dijera lo procedente. Lo dijo.
—¿Podríais conseguirme un borrador de ese informe?
—No lo sé, lo intentaremos.
El documento oficial de la Inspección me fue entregado en copia. Lo guardé como un tesoro. No era para menos. En el momento en el que se celebraba el Consejo ya estaría firmado. Yo guardaba celosamente la copia. Los demás consejeros lo ignoraban. Les dejé que hablaran y hablaran sin saber que ese documento, ese crucial papel, se encontraba en mi poder.
El Consejo terminó tarde, a eso de las diez de la noche, y cuando después de cenar en el restaurante Príncipe de Viana con Matías Cortés y César Mora compramos el periódico
El País
, ya venía la noticia con indicación nominal de las votaciones, lo cual hubiera sido imposible de no ser por el hecho de que nuestros enemigos habían filtrado al órgano del Sistema su posición con anterioridad, incluso, a la celebración del propio Consejo.
—Es acojonante, Matías. Tu periódico sigue imperturbable. ¡La leche!
Matías guardó un prudente silencio.
Lo cierto y verdad es que, en puridad jurídica, al ser más los nuestros que los de ellos, las cuentas habían quedado aprobadas por el Consejo y, consiguientemente, se las remitimos al Banco de España para su aprobación final. En el fondo no entendía la maniobra de los Albertos porque todo eso tenía sentido si se hubiera conseguido una mayoría en el Consejo en mi contra, lo cual no sucedió. Era obvio que actuaban con el consentimiento y hasta con la dirección del Banco de España y una estrategia así solo podía darles sus frutos si Mariano Rubio, en su posición de gobernador, aceptaba el criterio expuesto por ellos en el Consejo de Banesto, lo cual me resultaba particularmente difícil, dado que, como ya he dicho, disponía del borrador del informe de la Inspección en el que se reconocía la corrección de nuestros datos, y, obviamente, Mariano estaría al corriente de tan importante documento.
Pero... ¿y el viejo Escámez, el incombustible presidente del Central? ¿Qué rondaría por su cabeza? A pesar de que los representantes del Banco Central en el Consejo de Banesto votaron con nosotros a favor de las cuentas, César Mora y yo manteníamos dudas acerca de la verdadera posición de Escámez. Al fin y al cabo, nos encontrábamos en un proceso de fusión y la posición del Banco Central tenía mucha importancia. Y cuando digo Banco Central me refiero a Escámez, su presidente. Como ya he dicho, presentía que los Albertos tratarían de llevarlo a su ribera para con su ayuda deshacerse de mí; una vez conseguido el primer objetivo, mandar a la calle a Escámez sería coser y cantar.
—Tenemos que forzar a Escámez a definirse —dijo César.
—Sí, claro, pero es como pedirle al sol que nazca por el poniente —contesté.
—Ya, pero tenemos que intentarlo: él sabrá lo que hace. Si no se define claramente se cargará el proceso.
—Sin duda.
En el diseño que en su día hicimos de la fusión entre los dos bancos se intercambiaron consejeros entre Banesto y Central. César Mora, Juan Belloso y Juanjo Abaitua nos representaban en la casa vecina. Esa tarde se celebraba Consejo y César tendría que asistir. Era el momento para forzar la posición de Escámez. Con el fin de prepararlo nos fuimos a almorzar a Jockey. Allí los dos redactamos el papel que César leería en ese Consejo del Central. Por cierto que la casualidad quiso que se encontrara también almorzando en el mismo restaurante un miembro del Consejo del Central, de apellido Garí, hombre próximo a Escámez, catalán, de familia conocida, educado y de excelentes formas, que, concluido su almuerzo, quiso sentarse con nosotros para tomar un café juntos. No sabía muy bien lo que estábamos haciendo César y yo con aquel trozo de papel que parecía contener algún secreto cósmico y en qué iba a consistir nuestra actuación ante el Consejo de Administración del que él formaba parte y en el que se sentaría con César en cuestión de minutos. Tampoco es que fuera Garí un experto financiero y eso, claro, contribuía a incrementar su tensión y desasosiego interior, y por ello me miraba con una expresión extraña en los ojos, no se sabe si de incertidumbre, miedo, pánico o un poco de todo ello. Tomé la palabra y le dije:
—Mira, Garí. Cuando yo vivía en Tui tenía un perro muy grande, un dogo de Madeira que se llamaba
Ámbar
. Le encantaban las gallinas y muchas veces consumía sus horas en la puerta del gallinero mirando a las asustadas gallinas. No podía entrar porque la puerta la cerraba Avelino, un criado nuestro, con llave. Un día me hice con la llave, abrí la puerta y dejé entrar a
Ámbar
. Se comió a casi todas.
Al margen de lo desagradable del relato, la verdad es que no transmitía ninguna enseñanza especial. Pero a Garí le debió de parecer algo así como una fábula sufí, un pozo de conocimiento, y con una expresión de aturdimiento en sus ojos se retiró de nuestro lado y se encaminó hacia el Central para la celebración de aquel memorable Consejo.
César cumplió su cometido y en el momento adecuado, dirigiéndose a Escámez, tomó la palabra.
—Presidente, en el Consejo de Banesto, los representantes de Cartera Central, miembros de este Consejo de Administración, votaron en contra de las cuentas de Banesto. ¿Respalda este Consejo esa actitud?
Silencio tenso. Todos pendientes de Alfonso. De manera muy particular los representantes de Cartera Central. Alfonso Escámez se decidió a hablar forzado por la seca pregunta de César.
—Querido César, tú conoces las magníficas relaciones y el afecto que me unen con Mario y con todos vosotros y la enorme ilusión que tenemos en el proceso de fusión con Banesto, que estoy seguro redundará en beneficio de nuestros accionistas y de la economía nacional en su conjunto.
Era obvio que Alfonso Escámez no quería contestar de forma clara a la pregunta. Es muy posible que su actitud estuviera determinada por algún tipo de pacto con los Albertos, pero lo ignorábamos. Eso provocó que César tomara la palabra nuevamente y repitiera la pregunta por segunda vez. Pero no consiguió nada. Alfonso Escámez volvió a reproducir más o menos lo mismo.
Cuando todo concluyó y César Mora me informó de lo sucedido, terminado el relato de los hechos, dijo:
—El Consejo de hoy ha sido el primer acto de la desfusión.
—Así es, César. Desgraciadamente, así es.
Ya era evidente a todas luces que no podíamos continuar. La ruptura de la fusión se presentaba como inevitable. Una verdadera pena perder semejante oportunidad, pero continuar en esas circunstancias solo se traduciría en desgaste para los dos bancos. Posiblemente a nuestros enemigos no les importara demasiado ese desgaste porque me implicaba a mí y a mi Consejo. Tal vez sus planes consistieran en que nos rindiéramos por agotamiento. Pero no estaba dispuesto a consentirlo.
¿Y ellos? ¿No intentarían un último movimiento? ¿Qué se les podría ocurrir ahora? ¿Hasta dónde querían llevar las cosas?
Fue una monstruosidad. Pero lo hicieron.
El 27 de enero de 1989 se produce un nuevo golpe: Mariano Rubio declaraba en Barcelona que «la situación de Banesto le parecía delicada y preocupante». Era una declaración increíble, alucinante, más que inverosímil para un gobernador de un Banco Central. Con ella se podría poner en peligro la propia estabilidad del banco. Es más: debió de suceder algo muy serio, puesto que semejantes palabras de un gobernador deberían generar pánico entre los depositantes de Banesto y conducir a una crisis del sistema financiero. No podía creerlo. Era mucho más de lo imaginable. Rompían barreras jamás traspasadas. Llevaban la guerra a un extremo inconcebible.