Apenas iniciado el almuerzo, el camarero que servía la mesa se dirigió a Matías y le transmitió algo al oído. Nuestro anfitrión me miró y dijo:
—Juan Abelló al teléfono. ¿Te pones?
—Qué raro... ¿Cómo sabía que almorzaba aquí? No sé, tal vez se lo haya dicho yo. Pero bueno, ¿qué opináis?
En esos instantes ya había dispuesto de tiempo suficiente para contar algo de la reunión de La Salceda y los propósitos e ideas de Juan. Por eso, con el fin de crear complicidades en aquel peculiar entorno, formulé la pregunta invitándoles a darme una opinión.
—¿Por qué no? —sentenció Polanco.
Abandoné el comedor, penetré en el salón contiguo, me senté en el primer sillón que encontré, el camarero me trajo el extensor del teléfono y me dispuse a hablar. La voz de Juan sonaba parecida a la del 7 de octubre, cuando me llamó a mi coche para iniciar nuestro proceso de separación.
—Tengo que reconocer que como enemigo eres formidable. Tu inteligencia es superior incluso a lo que yo pensaba. Has conseguido poner a las familias contra mí. Pero no te olvides de que solo has ganado esta batalla. La guerra es otra cosa.
—Juan, lo siento, pero yo no soy enemigo tuyo en ningún sentido.
No entendía nada. Las contradicciones internas de Juan afloraban nítidas en sus gestos, palabras, estados de ánimo, decisiones y comportamientos. La promesa de paz que formuló a la salida de mi despacho resultó ser un movimiento puramente táctico en su guerra contra mí. Algo me decía, sin embargo, que para luchar de manera tan brutal contra quien, sin duda, fue su amigo, Juan necesitaba un impulso artificial diario, una especie de droga que le obligara a caminar en una dirección que en su fuero interno no deseaba. Una cosa era la separación. Otra, participar en una guerra de aniquilamiento personal. Tal vez sea un ingenuo, pero mis convicciones íntimas tenían ese color.
El plan de ataque disponía de una fecha fija: el 15 de octubre de 1988, en la que se celebrarían las Juntas de fusión de los dos bancos. Concluidas ambas, la situación se teñía de mucha mayor complejidad. Seguirían luchando, por supuesto, pero todo resultaría más complejo. Después de aquella Junta solo les quedarían las cuentas del ejercicio 88 para conseguir sus fines. Entonces aprendí que las cuentas de los bancos se convierten en armas de eficacia mortal en ese tipo de guerras, y como en el caso de estas entidades financieras es el Banco de España el dueño y señor de su contabilidad, lo lógico es que pensaran que con el apoyo de Mariano Rubio todo estaría resuelto. Pero, claro, la vida de vez en cuando proporciona sorpresas...
Ahora, en los días previos, iniciada la estrategia de desestabilización el 7 de octubre con el ataque de Juan, su objetivo consistía en profundizar en esa herida, en mantenerme emocionalmente ocupado, alterar mi equilibrio interior al precio que fuera. Trataban de cansarme, de agotarme psicológicamente para ver si en ese estado conseguían algo. Antonio y Diego resultaban ser confidentes de mis experiencias y de manera inmediata se ponían en marcha para tratar de contrarrestar los movimientos de nuestros enemigos. Pero la guerra de aniquilación depende en gran medida de tu capacidad interior de resistencia. Si cedes, si te vienes abajo, les dejas el campo libre. Nuevamente, si me rendía, me marchaba o abandonaba de cualquier modo, la fusión, y con ella el primer grupo económico de España, caería en sus manos como fruta madura.
Una de esas noches interminables, al entrar agotado en mi cuarto me sorprendió ver la luz encendida a tan altas horas de la madrugada. Lourdes estaba sentada en la cama y sus ojos se convertían en muestra inequívoca del largo rato que había pasado llorando.
—¿Qué sucede, Lourdes?
No respondió. Extendió su brazo y me entregó un papel. Lo tomé extrañado y lo leí con fruición. Era un anónimo que había recibido esa misma tarde en el que se decía, entre otras lindezas, que su marido era un canalla y que tendría que conseguir que renunciara a la presidencia de Banesto porque si no mis hijos…
Hasta ese extremo llegaron.
Apagué la luz y me quedé pensando: era obvio que intentaban minar mi capacidad de resistencia psicológica y, por tanto, tenía que hacer todos los esfuerzos necesarios para mantenerme tranquilo. En noviembre de 1994, comentando en mi casa de Madrid tan angustiosos momentos con Vicente Figaredo, su mujer, María Luisa, nos contó que en aquellos días recibían llamadas en su casa del siguiente tenor:
—¿Han llegado ya sus hijos?
—Todavía no —respondía inocente María Luisa.
—¿Ha pensado qué pasaría si no llegaran? —concluía la voz antes de cortar la comunicación.
Tales llamadas dejaron de producirse cuando se rompió el proceso de fusión con el Banco Central y los Albertos regresaron a sus lugares de origen a plantear de nuevo la guerra a Alfonso Escámez.
No tengo dudas sobre quiénes diseñaron y pusieron en marcha semejante estrategia. Estoy seguro de que Juan no participó en ella. Ciertamente la guerra es la guerra, pero llevarla hasta esos extremos sobrepasaba cualquier límite moral concebible.
La estrategia del ministro de Economía y de Mariano Rubio consistía en desestabilizar los Consejos de Administración, en nombrar a determinadas personas que, en ejercicio medido de una misión de mercenarios, se dedicaran a torpedear las sesiones, a introducir la discordia, a convertir la mesa de trabajo de los Consejos en un nuevo campo de batalla desde donde trasladar a la prensa las artificiales discrepancias, para que el mundo exterior percibiera que algo muy grave sucedía en torno a la fusión, y, alimentada con todos los mecanismos que tenían a su alcance, comenzar a vender la idea de que la estabilidad del sistema financiero —y otras semejantes— reclamaban la ruptura del proceso de fusión. Conocen la fragilidad propia de las instituciones financieras, y con eso contaban para utilizarlo como arma a su servicio.
Los Albertos, de acuerdo con ellos, compraron dos millones de acciones de Banesto y pidieron que nombrara a representantes suyos para el máximo órgano de dirección de nuestra casa. Una vez más utilizaron, aparte de la presión periodística concentrada en
El País
, los impagables servicios de Mariano Rubio. ¿Es que no había funcionado el almuerzo con Polanco en casa de Matías Cortés? ¿Por qué en la guerra
El País
se situaba en ese bando frente a nosotros? Porque era su bando. La presencia de Juan Abelló en ese costado de la batalla resultaba intrascendente. Lo que importaba es que se trataba del bando del poder. Punto y final. Porque Jesús Polanco, mientras vivió, se situó siempre del lado del poder, y no le fue mal, desde luego, en términos económicos, claro.
No albergaba excesivas dudas sobre el objetivo final de los primos, aunque en algún momento llegué a creer que podrían haberse dado cuenta de que el proyecto era lo suficientemente grande como para que todos pudiéramos vivir confortablemente dentro de él. Pero por desgracia algunos empresarios conciben la labor empresarial como un dejarse arrendar por el poder a cambio de dinero y sacrificando lo que fuera menester. Mariano Rubio muy poco después me mostraba su posición sin reservas.
El 20 de septiembre de ese año, en plena guerra de nervios con Juan Abelló, una nueva misiva del inefable gobernador, esta vez escrita de su puño y letra, llegaba a mi despacho. Decía así:
Querido Mario:
Acabo de recibir una carta —fecha de hoy— de Alberto Cortina, que pone de manifiesto la persistencia de las diferencias entre Cartera Central y los órganos de decisión de los Bancos Central y Español de Crédito, en el marco de la fusión en curso.
El Banco de España ve con preocupación estas discordias en el seno del accionariado y Consejos de ambos bancos, por cuanto pueden perjudicar seriamente el proceso de fusión de los mismos. Ello, aparte de otras consideraciones, resultaría muy negativo para su imagen pública y el prestigio del propio sistema financiero, lo que constituye preocupación básica de esta institución.
El próximo viernes, nuestro Consejo Ejecutivo seguramente debatirá este tema, pero es indudable que, si se mantuviese aquella falta de entendimiento, el Consejo no podrá por menos de tenerla en cuenta.
Era tal la sensación de impunidad con la que actuaban en aquellos días que no reparaban en que sus intenciones fueran evidenciadas a través de documentos escritos y firmados. No se necesita ninguna capacidad mental especial ni ningún doctorado en Derecho o Finanzas para percatarse de que se trataba de una presión política de primer nivel: los Albertos —venía a decirme por escrito el gobernador— tienen nuestro apoyo, así que ya lo sabes. Somos conscientes de que te están solicitando consejeros por sus acciones y que en principio te niegas a ello. No lo hagas. Nosotros queremos que los aceptes. No te resistas o te encontrarás con todo el poder del Banco de España.
Difícil, muy difícil, resistir todas las presiones. También presionaba Alfonso Escámez. Transcurrido el verano de 1988, movieron ficha de manera inteligente. Se dieron cuenta de que el viejo Escámez podría convertirse en un aliado suyo. Para ello necesitaban convencerle de una idea: el peligro es Mario, no tú. Si conseguimos echar a Mario, tú serás el presidente del banco fusionado y te jubilarás en olor de multitudes financieras. Conseguirás tu sueño. Tú ordenarás la sucesión, sin sujetarte a las bases de fusión diseñadas por Mario. Alfonso, por supuesto, nunca se tragaría del todo la historia, pero si le dejaban en paz, si le permitían concluir su carrera sin mayores complicaciones, estaría dispuesto a colaborar. Lo hizo. Me presionó para que una vez más aceptáramos las tesis de los primos. Si yo me negaba me autopresentaría ante la opinión como el causante del problema, el irracional, el que no deseaba negociar adecuadamente la estructura de poder del primer banco del país por motivos única y exclusivamente personales. No tenía alternativa real.
En demasiadas ocasiones en la vida te sientes obligado a acatar lo que consideras inevitable, aunque se encuentre carente de lógica. Da igual que se trate de la venta de una ferretería, de un almacén de colonias, de un negocio de auditoría o de la fusión de mayor envergadura en la historia de España. Lo humano, siempre lo humano. El 6 de octubre de 1988, unos días antes de la Junta de Fusión, entre Alfonso Escámez y yo, de una parte, y Alberto Cortina y Alcocer, de otra, firmamos unas cartas en las que volvían a contenerse brindis al sol de concordia, armonía societaria y otras del mismo estilo. En el fondo, de lo que se trataba era de introducir personas a su servicio en el Consejo de Banesto y pacificar la situación en el Banco Central para que Alfonso se fuera poniendo poco a poco de su lado. Es decir, los problemas que ellos habían planteado en el Central los iban a llevar ahora al seno del Consejo de Banesto, para lo cual, obviamente, tenían que conseguir el nombramiento de consejeros. Este es el punto clave de la carta. Así aparecieron los que por la planta noble de Banesto se les conoció como los mercenarios.
Teníamos que nombrar consejeros de Banesto a Aristóbulo de Juan, Carlos Bustelo y José Luis del Valle. Alberto Cortina vendría también al Consejo de Banesto y sería nombrado vicepresidente y miembro de la Comisión Ejecutiva, a la que, igualmente, accedería José Luis del Valle.
Los hombres que se prestaron a semejante labor eran de filiación variada. José Luis del Valle, conocido como Chitín, era abogado del Estado y fue subsecretario de algo que no consigo recordar. Bustelo fue ministro, y Aristóbulo de Juan un hombre del Opus Dei, que decía ser obediente de Luis Valls, el presidente del Popular. Había sido director general de la Inspección del Banco de España. Esta última etiqueta constituía su principal activo a ser arrendado a los Albertos, porque les daba credibilidad en su estrategia de demolernos a través de cuestionar las cuentas del banco.
Ahora se trataba de convencer al Consejo de Banesto, al que no le gustaba la idea, sin poder explicar de manera íntegra el fondo de las negociaciones y mis intuiciones. Celebramos una reunión informal en el comedor de Castellana 7 en la que Juan Herrera se convirtió en el defensor de los Albertos, como era de esperar. El ambiente no era nada propicio a aceptar semejantes nombramientos, por lo que tuve que emplearme a fondo para convencerles.
—Estamos en un proceso de fusión complicado y no queda más remedio que pactar. Me parece evidente que tienen al Banco de España de su lado, pero poco podemos hacer si queremos seguir adelante. Por tanto, yo creo que no nos queda más remedio que aceptar. Además, tengo una leve esperanza de que los Albertos comprendan cómo son las cosas. No veo razones sólidas para que no podamos entendernos con ellos. Yo comprendo que estén cabreados con la operación, pero al final se darán cuenta de que a todos nos interesa que las cosas salgan bien.
—Presidente —me dijo Antonio Sáez de Montagut—. Yo ya soy muy mayor y tengo mucha experiencia acumulada por mi edad. Lo que dices es lógico y yo creo que todos debemos darte un voto de confianza para que hagas lo que creas oportuno, pero mi pensamiento es distinto. Conozco a este tipo de gente y con ellos no vale el pacto. Van a por todas y esto no pacifica, sino que es un episodio más de la guerra. En todo caso, ojalá me equivoque y de cualquier manera tienes mi voto favorable.
Entonces no caí en la secuencia de fechas: el 6 de octubre firmaba las cartas por las que aceptaba el nombramiento de consejeros en representación de los Albertos. El 7, al día siguiente, Juan comenzaba a desarrollar su estrategia para solicitarme los suyos. ¿Coordinación entre ellos? Lamentablemente así fue, a pesar de que me duela. Es muy claro: quitar consejeros míos, poner mercenarios de ellos y de Juan y, a ser posible antes de la fusión y en otro caso después de ella, conseguir que el Consejo votara contra mi presidencia. La Junta de Fusión se celebró el 15 de octubre de 1988. Se cumplió el trámite. Perdieron la oportunidad. Pero la guerra continuó, porque resultaba inevitable. Nuevamente decidieron manifestar ostentosamente el respaldo político que asistía a su estrategia destructora. Esta vez, con un peso pesado: el ex ministro de Economía y Hacienda, Miguel Boyer.
Por el norte La Salceda linda con El Molinillo. La divisoria corre casi exactamente por la línea imaginaria que divide el centro del valle en solana y umbría. Es una zona llana, con abundante vegetación de jaras, cornicabras, quejigos y encinas. La dediqué a un cercado de cochinos y durante algún tiempo evité que nadie disparara un solo tiro para conseguir una buena «madre» —como dicen por aquellas tierras— de forma que cuando iniciáramos las cacerías el número de individuos fuera suficiente para un buen día de caza y el mantenimiento del coto. La Salceda, además, llevaba fama de ser de lo mejorcito de la zona en cantidad y calidad de esta especie cinegética. Por fin, después del descanso, comencé a probar fortuna y convoqué a un gancho con muy pocas escopetas. El 11 de noviembre de 1988 amaneció lluvioso, aunque poco después de las doce cesó el agua, manteniéndose un fuerte viento del Noreste que aireaba a los guarros y los concentraba en el centro de la Mancha del río Milagro en la que nos encontrábamos el duque de Calabria, Juan Herrera, Enrique Quiralte, Juan Herrero, César Mora, Jaime Soto y yo, además de Lourdes y Mario, que ocuparon plaza en ese primer gancho de guarros desde que construí el cercón. Resultó magnífico: veinticuatro guarros cobrados. A pesar de ello la gran cacería del día nada tenía que ver con esos animales, sino que se centraba en mí, en mi futura presidencia del Banco Español Central de Crédito, que, según se desprendía fluidamente de los artículos de prensa, se desplazaría hacia los Albertos a través de su nuevo hombre fuerte: Miguel Boyer Salvador, nuevo presidente de Cartera Central y antiguo superministro de Economía, hombre de la total confianza de Felipe González, lo que atribuía a su nombramiento la imagen real y virtual de un apoyo decidido del Gobierno en la operación contra mí.