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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (102 page)

BOOK: Los días de gloria
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El día 21 de septiembre retomé el contacto telefónico con el Rey. Sentí cierta preocupación por consideraciones que me trasladó con énfasis Paco Sitges acerca del comportamiento de Manolo Prado en los días de mi ausencia africana, queriendo —eso decía Paco— desprestigiarnos algo ante su majestad tanto a Paco como a mí. Los pequeños problemas humanos una vez más moviendo al mundo. Manolo llevaba muchos años a la sombra del Rey. Tal vez Manolo, ante la cruda evidencia de mi ascenso en flecha en estima e influencia sobre el Monarca, sintiera algo parecido a intensos celos y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y que Seloux se encuentra en el sur de Tanzania, tratara, suave y dulcemente, de reducir en lo posible lo que parecía imparable. Es normal. No hay que rasgarse las vestiduras por ello. Ciertamente era poco inteligente de su parte, y no solo porque sus esfuerzos, conociendo al Rey como debería conocerle, resultarían exquisitamente estériles, sino porque, además, entre todos podríamos definir un papel ajustado a las realidades y potencias de cada uno, y sin la menor de las dudas Manolo ostentaría una posición privilegiada frente al Monarca, que ninguno de nosotros le discutiríamos. Si por algún momento llegó a pensar que mi intención residía en dedicarme a administrar bienes reales, de los que él parece que se ocupaba, su error pertenecía a la categoría de los de bulto. Ni por asomo me hubiera gustado dedicarme a tal misión.

Por otro lado, don Juan Carlos se sentía a gusto con Manolo. Yo creo que Manuel Prado siempre fue un hombre fiel a la Corona, pero no de palabra, no de discurso, sino en verdad, en realidad. Otra cosa es que quisiera monopolizar al Rey. Eso es posible. Paco Sitges no le preocupaba porque su sombra era de otro árbol. Pero en mi caso podía sentir esos celos. No se portó bien conmigo al final de sus días, pero da igual. Insisto en que siempre creeré que fue un hombre leal al Rey. Otra cosa, según dicen, es que él pudiera pensar que su majestad no le correspondió en los momentos difíciles. Por Madrid se comentaba, con la mala leche hispánica característica de ciertas zonas sociales, que Manolo prestó servicios al Rey y fue a la cárcel, pero los Albertos, sin embargo, no...

Esta mañana, por enésima vez, vuelven los rumores. Estamos en junio-julio de 2010. El debate del estado de la nación entre Rajoy y Zapatero se saldó con una petición del primero de que se convocaran elecciones generales anticipadas. Además, muchos dudaban de que Zapatero no volviera a ser candidato del PSOE. Así que Rajoy tendría más oportunidades. La verdad es que no vi el debate entre ambos jefes de partido, y como yo una inmensa mayoría de españoles hastiados del comportamiento de la clase política española, que tampoco difiere tanto de la occidental, dicho sea de paso y sin ánimo de ofender más allá de lo imprescindible para espolearlos. Pero cuando me contaron que en esto consistía ese enfrentamiento, que esa situación describía el estado actual de la política española, no pude menos que sonreír al recordar aquellos días del último cuatrimestre de 1993. La historia, la puñetera historia, se repite con una fidelidad a sí misma realmente alarmante.

En aquellos días de 1993 algunos españoles, singularmente Luis María Anson, que era muy importante en aquel contexto, se empeñaron en que, a la vista de la parálisis del país, resultaba imprescindible convocar nuevas elecciones generales y por todos los medios conseguir que Felipe no se presentara como candidato del PSOE. Ciertamente algo de difícil deglución, pero a Luis María no le asustan los retos que rozan lo imposible. Lo cierto es que el último cuatrimestre del año se presentaba con tintes de un dramatismo inusual. Fue un cuatrimestre lleno de acontecimientos decisivos en mi vida y en el que comenzó a extenderse de manera incontrolada la necesidad de que penetrara en política y las presiones para ello llegaron a resultar asfixiantes.

El 23 de septiembre, en la casa que el banco tenía en La Moraleja por motivos de seguridad, almorzamos José Antonio Segurado y yo con Nicolás Redondo y José María Zufiaur, líderes del movimiento sindical español y, a pesar de su pertenencia a la UGT, enemigos del ministro Solchaga y, en tanto en cuanto Solbes parecía seguir las huellas de su maestro como un discípulo aplicado, del Gobierno de González.

El encuentro tenía importancia porque esa misma tarde, a las cinco, se reunirían en el Ministerio de Economía en un intento de alcanzar una especie de «pacto social» que pusiera fin a las tensiones políticas entre el sindicato socialista y el Gobierno de González. Les describí la situación con tintes del dramatismo real que la definía en aquellos días. El fracaso de la política económica monetarista no podía resultar ni más clamoroso en las evidencias ni más costoso en sus efectos.

—Seguramente —les dije— comenzará pronto un efecto dominó con suspensiones de pagos en cadena y eso llevará a un aumento cualitativo de la tensión social, independientemente de incrementar los niveles de paro. Todo ello por el craso error de querer ser lo que no somos, de olvidarse de la economía real, de entender que un país es una realidad virtual manejable como una especie de juego de ordenador.

Los dos estuvieron de acuerdo conmigo. Obviamente, llegaron al ministerio y oficializaron la imposibilidad del acuerdo. Si alguien hubiera tenido conocimiento del almuerzo previo al encuentro en la cumbre, no dudaría en sostener que conspiraba contra el Gobierno de González. Nada más lejos de mi intención, pero las imágenes transmiten informaciones que, aunque desajustadas de lo real, se perciben como ciertas.

El 30 de septiembre volví a almorzar con Adolfo Suárez en Banesto para retomar la conversación del
Alejandra
. Ese día el temario se concentró exclusivamente en política nacional, a la vista del derrotero de los acontecimientos desde que Felipe González volviera a ganar las elecciones generales de junio.

—A pesar de que no nos guste demasiado, no tenemos más alternativa que ayudar a Felipe González. El Rey me ha pedido que lo haga, que le aconseje por dónde tirar en momentos tan difíciles —comentó Adolfo.

No sé si fue o no cierto que el Rey le pidió semejante cosa a Adolfo, pero eso fue lo que me dijo, y posiblemente algo habría, porque el Rey, por muy limitados que fueran sus poderes constitucionales, era una persona y la situación que nos tocaba vivir preocuparía a cualquiera con un mínimo de sensibilidad. Si, encima, trabajas de rey, pues peor.

Felipe González, como yo le pronostiqué al Rey antes de las elecciones generales de junio de ese año, daba muestras de un indiscutible agotamiento personal y político. La situación económica, fruto de una política diseñada por monetaristas recalcitrantes bajo el magisterio de Rojo, gobernador accidental y teórico del Banco de España, mostraba perfiles de un dramatismo muy consistente. Lo peor radicaba en que —y en esto coincidíamos ambos— un fracaso de un Gobierno de derechas podría afectar a la Corona mucho más negativamente que los desastres que generara otro percibido por la masa como más o menos de izquierdas. El Rey es «clasificado» como más de derechas que de izquierdas. Por tanto, lo tolerable con «otros» no lo es tanto cuando se trata de «los suyos». Por cínica que pueda resultar la imagen, no por ello pierde su autenticidad para la masa.

—En este momento se siente con total nitidez la necesidad de un partido de centro como el CDS —aseguraba con énfasis Adolfo—; el problema es que se necesita a alguien para liderarlo que aporte credibilidad al proyecto. No puede ser Punset. Tampoco Federico Mayor. La única persona capaz de llevar el proyecto adelante eres tú.

Era la primera vez que Adolfo Suárez se decantaba con tan rotunda claridad. Decidí permanecer en silencio, incluso gestual, mientras desgranaba su discurso.

—Tienes dinero personal, experiencia profesional, prestigio en la sociedad española y, además, un control poderoso sobre medios de comunicación social. Incluso desde el partido socialista podrían ver con agrado la idea, aunque, obviamente, dispondría de la enemiga encendida del Partido Popular. Al Rey le gustaría, aunque lógicamente no podría apadrinarte porque debe permanecer en la estética externa de la neutralidad.

Preferí guardar silencio sobre la propuesta de Adolfo, además de no relatarle que en aquellos días, en el último trimestre de 1993, las presiones sobre mí para que me decidiera a entrar de lleno en el campo de la lucha política arreciaron de manera tan intensa como elocuente, provenientes de muy diversos ángulos, perfiles, rincones y cornamusas de la sociedad española.

El 4 de septiembre en mi casa de Triana 63 desayunaba con Antonio Asensio, para tratar juntos temas referentes a nuestros intereses comunes en medios de comunicación social. Después de relatarme el encuentro que había mantenido con Pujol, el President de la Generalitat al que Antonio cultivaba con esmero, comenzó a construir un discurso de corte político, lo que resultaba absolutamente extraño en un hombre como Antonio, acostumbrado a defender sus intereses empresariales y a opinar de política solo en la medida en que podía afectarle a la cuenta de explotación de sus empresas. Percibí que en ese discurso matutino vivía nítida la larga mano de Pujol.

El discurso de Antonio Asensio revestía un corte casi milimétricamente calcado del que había efectuado Suárez días atrás.

—Felipe no vuelve a ser presidente del Gobierno de España. Aznar no nos gusta y, además, sabemos que no es la solución, aunque si no queda otro remedio tendríamos que apoyarle. Lo que está claro es que el momento político reclama una nueva oferta política que sería muy bien recibida por la gente, que está cansada. Eso sí, se necesita que la encarne alguien con criterio y carisma y ese alguien, hoy por hoy, solo eres tú. Y tienes que tomar una decisión porque el tiempo apremia. No podemos ir más allá de marzo de 1994. Después de esa fecha, si no quieres asumir este reto, no nos quedará más remedio que apoyar a Aznar aunque no nos fiemos en absoluto de él.

Contemplaba a Antonio mientras me exponía su estructurado discurso y en el fondo me preguntaba a quién representaba en semejante escena, si a sí mismo, a los intereses de la Generalitat, a los de Pujol... Difícil de saber. Antonio no era un conspirador nato. En el fondo le horrorizaban este tipo de planteamientos; precisamente por ello presentía que actuaba por cuenta de terceros, pero, en todo caso, movido por la buena fe hacia mí. Por eso mismo le contesté con absoluta sinceridad.

—Antonio, estoy seguro de que te das cuenta de que estamos acumulando un poder muy importante en este país. Disponemos de un conglomerado financiero e industrial de gran envergadura, controlamos medios de comunicación, nuestra relaciones con la Corona son insuperables y, por si fuera poco, disponemos de un activo impagable: la edad. Nuestros años son pocos y si hacemos las cosas bien, el tiempo funcionará en nuestro favor. ¿Te parece sensato cambiar todas estas realidades tangibles por el albur de un proyecto político? Creo que no tiene el menor sentido. Carece de lógica. ¿Que el país está mal? Bueno, pues ayudemos a mejorarlo desde las instituciones de la sociedad civil, que, al fin y al cabo, es lo que verdaderamente cuenta.

—No puedo estar más de acuerdo, Mario, pero las cosas se precipitan porque Felipe se acaba y Aznar no convence, no llega. Si antes de seis meses no tenemos con nosotros un proyecto político nuevo liderado por ti, no nos quedará más remedio, aunque me repatee por dentro, que apoyar a Aznar.

Sentir el halago y la preocupación viviendo en tus adentros no constituía el mejor ansiolítico para los momentos que cada día se vestían con ropas de mayor dramatismo.

La escalada sobre mi participación activa en política continuaba impertérrita. El 13 de octubre almuerzo con Txiki Benegas en Banesto. Entonces era secretario de Organización del PSOE, persona cercana a Alfonso Guerra y uno de los hombres capitales del partido socialista en aquellos momentos. Estuvimos de acuerdo en la trágica situación de España, pero me cansaba algo que quienes estaban allí, en el marasmo de la política, se limitaran a criticar. Así que decidí ser crudo con Txiki, entre otras razones porque me cae muy bien y le sigo teniendo afecto.

—Joder, Txiki. Están claros los errores, pero tú eres secretario de Organización del PSOE, así que no eres un mero espectador, y si te limitas a serlo, que sepas que la historia te considerará corresponsable de lo sucedido. No vale con que almorcemos juntos y comentemos. Hay que hacer algo más que hablar.

—Sí, Mario, lo entiendo, pero tienes que entender mi posición. Tengo cuarenta y cinco años, no tengo fortuna personal, ¿qué opción tengo distinta de dedicarme a la política? ¿Qué posibilidad real diferente para enfocar mi futuro?

Realmente trágico. En este pensamiento emocionado de Txiki se esconde uno de los principales males de nuestra clase política: la obediencia en función de la subsistencia.

Ese mismo día, por la noche le tocaba el turno a una cena con los dos hermanos Anson, Luis María y Rafael. La tesis del mayor de ellos, el director de ABC, se concentraba monotemáticamente en Felipe González y en la necesidad de que abandonara la política activa. Luis María, consciente de la importancia del papel desempeñado por González y de sus relaciones cordiales con la Monarquía, propugnaba una salida digna para el político socialista, evitando arrinconarle en exceso para que no se aferrase al poder con las fuerzas del miedo a su salida. El problema, una vez más, residía en Aznar.

—Solicitar y conseguir la dimisión de González —aseguraba Luis María— no es una misión imposible si actuamos todos coordinadamente; el problema consiste en la salida que ofrecemos al país, porque si se trata de Aznar la debilidad del movimiento es incuestionable. Necesitamos una tercera fuerza que concurra a las próximas elecciones, una vez que se haya conseguido eliminar a González como candidato político. El mapa de un PP en solitario con Aznar de líder compitiendo con un PSOE sin González no es —aseguraba— ni mucho menos claro. En todo caso, jamás conseguiría mayoría absoluta, así que la política de pactos se convertiría en inevitable, con todos los riesgos reales que implica.

Hasta ese instante el razonamiento de Luis María encajaba con todo lo que había escuchado días atrás. La novedad la aportó de manera más que discutible.

—Por tanto, el objetivo es que dimita González y que le sustituya como jefe del Gobierno un socialista. Da igual quién sea, incluso si se trata de Serra, porque va a durar muy poco, dado que el pacto consiste precisamente en que convoque más o menos de inmediato las elecciones y en ese instante tenemos que tener lista y en marcha la nueva fuerza.

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