El Rey, situado en el centro del salón, charlaba con algún banquero extranjero. Me mandó llamar casi a gritos. Acudí a la llamada real dejando a Lourdes con los Aznar. Noté el rictus de desagrado en José María cuando partí con dirección al círculo del Rey. A él no le llamó. Le abandonó en su soledad. Cuando le dije a su majestad que tal vez sería conveniente traer con nosotros al líder de la oposición, su gesto resultó tan expresivo que no insistí. Procuré que mi conversación se acabara cuanto antes y volví al lugar en el que Lourdes seguía con los Aznar sin que nadie, absolutamente nadie, se acercara a ellos.
Todo el mundo decía que al Rey no le gustaba Aznar. Pero en realidad no se trataba de una persona en concreto, sino que el Monarca sabe de la importancia del biotipo de líder de la derecha que pasa a gobernar después de un periodo de socialismo. El Rey siente precaución ante los fallos propios de la derecha porque presiente que para la estabilidad de la Monarquía los errores de los Gobiernos de derechas son mucho más peligrosos que los de la llamada izquierda. Por eso sentía la necesidad de que quien sustituyera a Felipe González fuera un personaje de peso, con carisma, capaz de atraer conciertos de voluntades y entusiasmos. De esta manera la Monarquía quedaría mucho más al cubierto que si el sujeto en cuestión revestía los adornos que se vislumbran en el personaje Aznar.
Almorcé con Aznar en algunas ocasiones. No conseguía superar la sensación de desolación que me embargaba cuando, consumidos los primeros treinta minutos de encuentro, el silencio señoreaba sobre nuestra mesa de comedor en Banesto. Mi invitado no seguía una conversación sobre cualquier materia referida a arte, ciencia, banca, finanzas o cualquier otro temario propio de enciclopedias de alumnos decentemente aplicados. No se manifestaba dispuesto a charlar sobre algo diferente a cómo él ganaría las elecciones, repitiendo lugares comunes y generalidades de grueso volumen. Nunca supe qué pensaba realmente sobre los principales temas de Estado. Para él la política era una pura cuestión de entrenamiento. Había que saltar un determinado número de metros y correr otros tantos en un determinado tiempo. Eso era todo. La ideología no resultaba trascendente porque el Sistema deglute las diferencias. Así que lo importante era el poder. Llegar a él. Tocarlo con las manos y los pies. Y eso, para Aznar, era pura y dura cuestión de entrenamiento, siempre —eso sí— que dispusiera del tiempo necesario. No ganaría por méritos propios, sino por desaparición del contrario. Pero ganaría, al fin y al cabo.
En mis notas de aquellos tiempos escritas en mis libros se refleja sin la menor duda el poco entusiasmo que el personaje me inspiraba, al mismo tiempo que preveía la posibilidad de que, por los juegos del azar a que tan acostumbrados nos tiene esta vida, pudiera llegar a gobernar y eso me preocupaba seriamente, porque yo, Mario Conde, era objetivo esencial de sus resentimientos, sencillamente porque mi figura recibía una valoración superior a la suya y no solo en entornos del mundo financiero de la llamada derecha económica, sino de la sociedad española en general, con independencia de la adscripción ideológica. Tal vez alguna culpa tuve yo en alimentar esas posiciones, por alguna metedura de pata cometida por imprudencia innecesaria.
Sucedió en Argentina. Nos encontrábamos en el año electoral de 1993. El propietario de un diario de gran tirada en ese país me invitó a desayunar. No se trataba de conceder una entrevista, sino de comentar a horas más o menos tempranas algunos aspectos de la actualidad en nuestros respectivos países. Acudí a requerimiento de César Catena, que entonces actuaba como socio nuestro en el Banco Shaw. En aquel desayuno comenté mi opinión sincera.
—Creo que la derecha española no dispone, todavía, de activos humanos capaces de ganar las elecciones generales a Felipe González.
Obviamente, se trató de un comentario
off the record
, sin la menor intención de que viera la luz en los rotativos. Por otra parte, no se trataba de un comentario preñado de originalidad porque cualquier banquero español, al margen de su pensamiento político, se habría expresado en términos muy similares. José Antonio Segurado es testigo de excepción de cuanto digo a este respecto.
Lo malo es que mis palabras vieron la luz en Argentina y, como se dice en el argot de prensa, se «rebotaron» hacia España y provocaron dos efectos: ante todo, una cobertura ruidosa por la prensa y, segundo, una reacción visceral de Aznar recomendándome que dejara de meterme en política y me concentrara en el banco. A pesar de todos los esfuerzos de Segurado para calmarle, Aznar parecía fuera de sí por recibir la constatación de una mera obviedad que, además, con el paso del tiempo se mostró absolutamente acertada, porque Aznar no ganó, a pesar de todos los pesares, las elecciones de 1993. Enrique Lasarte me ha asegurado muchas veces que, según a él le cuenta Jaime Mayor, aquellas palabras las tiene grabadas a fuego en sus rincones anímicos y que constituyen el soporte fundamental de la excusa para el sentimiento africano que dicen me profesa.
Con un partido socialista dividido, un Felipe González aturdido por los problemas internos de su partido, el fracaso evidente del modelo económico de Solchaga y una oposición encabezada por una persona de las características personales de Aznar, la preocupación de don Juan Carlos crecía por instantes y se elevaba a lo indecible cada vez que surgían rumores sobre la posible renuncia de Felipe a seguir siendo cabeza de lista del Partido Socialista Obrero Español.
Porque nos hemos olvidado ya, pero en aquellos días, Felipe, no sé si sincera o interesadamente, hacía correr la especie de que quería renunciar a su puesto en el PSOE y no volver a presentarse a las elecciones generales que se celebrarían ese año tremendo de 1993.
—Tenemos que dejarnos de coñas. Si sigue con esas tonterías, hay que exigirle que diga por escrito si se presenta o no, porque un asunto de semejante envergadura no puede dejarse al albur de los últimos vientos de cada día.
—Ya, pero ¿cómo le va a pedir el Rey que diga si quiere o no presentarse a las elecciones? No lo puede hacer.
El respeto, aprecio o lo que fuera que el Rey sentía por Felipe González era sencillamente desmesurado.
—¿Qué conclusión sacasteis en la reunión del otro día?
El Rey se refería a un encuentro que más tarde fue calificado como el pacto de los editores. En efecto, en la Fundación Santillana, propiedad de Jesús Polanco, nos reunimos el hombre de Prisa, Javier Godó y yo. El objetivo prioritario consistía en tratar de limar asperezas después de las luxaciones sufridas en nuestras relaciones personales y profesionales a raíz de las idas y venidas del dueño de
La Vanguardia
al vaivén de las presiones políticas.
Después de un apretón de manos más o menos ritual y sin sentimiento interior alguno, unas palabras algo forzadas en las que se decía todo olvidado, la conversación tomó rumbo hacia otros derroteros: la proximidad de las elecciones y el posicionamiento de los medios sobre los que teníamos influencia.
El primero en tomar la palabra fue Javier Godó, quizá influenciado por los instantes inmediatamente anteriores a situarnos en la plataforma de la política. Defendió con bastante rigor intelectual el derecho de sus medios de comunicación a opinar como quisieran sobre las alternativas políticas, aludiendo a que exactamente de tal guisa se comportaban sin el menor rubor los periódicos americanos que en las elecciones generales tomaban descaradamente partido por el candidato que les mereciera mayor credibilidad, naciera esta de su programa electoral o, sencillamente, del mejor ajuste a los intereses de los editores.
—El hombre que mejor puede defender nuestros intereses en estos momentos es, sin duda, Felipe González —sentenció Javier Godó.
—Sin la menor duda —enfatizó eufórico Polanco—. Nuestros problemas, a la vista de la situación económica, residen, sobre todo, en asuntos de tipo empresarial. Hay que congelar salarios, recortar su poder adquisitivo real, facilitar los despidos. Todo un programa prototipo de una derecha dura, pero ¿os imagináis a Aznar enfrentándose a los sindicatos por estos asuntos? Ni por el forro. Creo que si lo intenta nos lleva al desastre y si no lo intenta también.
Una pausa, un silencio, un movimiento de cuerpos, unos sorbos. Siguió:
—No se trata de que nos guste Felipe, que desde luego nos gusta más que Aznar, sino que para este momento, nuestros intereses reclaman que vuelvan a gobernar estos llamados socialistas para que nos hagan el juego propio de una derecha económica —concluyó en medio de una sonrisa tan intensa que casi acaba en carcajada.
Permanecí en silencio. Escuché. Realmente la confianza que inspiraba Aznar era muy escasa. Todo el mundo financiero, absolutamente todo el mundo, deseaba la victoria de Felipe. Sabían de su cansancio y agotamiento como líder, de las tensiones brutales en el seno de su partido, de los episodios de corrupción que comenzaban a asomar la cabeza en los medios de comunicación más hostiles, de los terribles problemas generados con la financiación ilegal del partido socialista, pero aun así, con todo y eso, como la talla moral, humana y política de Aznar no les convencía en absoluto, el elegido de los dioses del Olimpo financiero y mediático era, precisamente, otra vez más, el sevillano González.
Ahora llegó el turno de contarle al Rey el resultado, aunque no se necesita ser tan perspicaz como don Juan Carlos para adivinarlo.
—Pues que todos estuvieron de acuerdo en que la mejor solución, al menos la menos mala, es que gane González, señor —le dije al Rey con un tono de cierto pesimismo—. Yo, sinceramente, no estoy tan seguro y no lo digo porque me merezca crédito Aznar, sino porque tengo la absoluta seguridad de que nos encontramos ante el ocaso de Felipe y un gobernante en tales condiciones es un peligro.
—¿Qué alternativa existe? —preguntó con un punto de enojo el Rey.
—El problema es que no hay alternativa. En la vida, señor, a veces no se trata de elegir entre dos bienes, sino el más pequeño de los males.
—Pues el menor de los males es, según esas personas con las que te reúnes, que vuelva a ganar Felipe, y ellos forman parte, y muy importante, de eso que llamas sociedad civil, ¿o no?
El tono del Rey era de preocupación. Un monarca constitucional no puede inmiscuirse en estos asuntos de modo oficial, pero, claro, como persona humana tiene derecho a sentir preocupación por lo que pueda suceder, sobre todo si es consciente de que nada puede hacer para cambiar una u otra dirección. Sus gustos, sus preferencias personales puede tenerlas, pero no puede imponerlas. En el fondo, en esa conversación, solo diseñábamos enfáticamente los perfiles de una encrucijada de importancia para España.
—Bueno. Bueno. Lo cierto es que ya le he transmitido la opinión de Polanco y de Godó, y estoy seguro de que Antonio Asensio piensa exactamente igual. Por si fuera poco, no vaya a creerse que Luis María Anson tiene la menor confianza en Aznar; por lo menos en que pueda ganar a Felipe en esta situación.
—Entonces...
—Se trata de ayudar a que se imponga lo menos malo, según parece. ¿O no, señor?
Obviamente, el Rey no contestó.
Mi mente nadaba en confusión de tal calibre que carecía de argumentos de suficiente nitidez para oponerme a los silencios reales, que más que nacer del convencimiento de la bondad surgían derivados de ese instinto de conservación tan propio de los monarcas con sentido de su propia tragedia vital.
A los pocos días, Manolo Prado me dijo que, a través de Francisco Palomino, cuñado de González, había recibido el encargo del presidente de organizar una conversación a solas conmigo. Por si pudiera afectarle, antes de aceptar se lo comuniqué al Rey. El Rey me transmitió que el hecho de que yo mantuviera una buena relación con González, con el presidente, era algo que lógicamente veía bien el Rey.
Las fluctuaciones propias de un ser sometido a los juegos de la política se mostraron con evidencia pocos días después, porque González no quería ahora un encuentro en la soledad de nosotros dos, sino que prefería encerrarlo en mitad de un terreno más o menos neutral y suficientemente extenso en atributos como para poder envolverlo en algún caparazón que le hiciera perder nitidez de contornos. Así nació la idea de encontrarnos Palomino, González y yo en la finca que en Andalucía, concretamente en los linderos de Huelva, tiene Manolo Prado, a quien, sin la menor de las dudas, le resultaba fascinante el papel de anfitrión y muñidor de semejante encuentro en la cumbre. Sentirte protagonista de los acontecimientos históricos provoca un entusiasmo inversamente proporcional a la percepción de la futilidad humana.
A primeras horas de la mañana del domingo 28 de marzo del año 1993, acompañado de un solo miembro de mi seguridad, consumí los kilómetros que separan mi campo sevillano del onubense de Manolo Prado. González y Palomino llegarían algo después. Aproveché el intervalo para llamar al Rey. A mi pregunta, algo impertinente después de tantas horas de conversación consumidas en torno al mismo asunto, de si estaba seguro de lo conveniente del encuentro, en tono suave pero firme, despejó cualquier duda.
—Muy bien, señor. Le contaré.
Felipe González y Palomino llegaron a eso de las doce menos cuarto. Manolo Prado acudió a recibirlos y juntos atravesaron los pórticos de la espléndida casa de campo de Manolo para salir al jardín, en el que deliberadamente permanecía esperando a los ilustres invitados. Mi primera sorpresa la recibí al comprobar el saludo con el que González se dirigió a mí.
—Hombre, Mario. No sabía que estabas aquí.
Resultó ridículo. Fue él quien pidió la entrevista. Fue él quien diseñó el lugar del encuentro. Fue él quien exigió ser acompañado de su cuñado.
El ambiente comenzó a tomar cierta temperatura cuando abordé el gran asunto del momento: la corrupción de los socialistas al financiarse ilegalmente a través de un montaje llamado Filesa, que ocupó cientos de páginas del diario
El Mundo
. Pedro J., que obtuvo la información a través de algún canal que desconozco, se dio cuenta de que el escándalo, además de costarle votos al PSOE y dejar a González en una posición más que comprometida ante buena parte de su electorado potencial, se traduciría en un éxito periodístico capaz de ayudar de manera decisiva a consolidar el periódico en un entorno de mercado ciertamente difícil. Buena vista. Exactamente fue lo que sucedió.