Cualesquiera que sean las respuestas que se desee dar a estas preguntas, ocurre que su gran activo es infinito: la vida ulterior. Por ello, el manejo de la categoría tiempo es un distintivo esencial de la Iglesia. Quizá de todas, pero desde luego de la católica. Para aquellos cardenales, doscientos años no pasaban de ser algunos minutos de nuestro tiempo de mortales profanos. Así lo explicaba con cierta indiferencia el agudo Etchegaray mientras sus pequeños ojos, escondidos detrás de una inmensa nariz que delataba su ADN vasco, brillaban con intensidad singular, y Javierre levantaba una mirada furtiva para descubrir algún gesto de mi parte.
Me sentí estudiado, escudriñado, analizado. Seguramente sería normal en personajes de tanta importancia eclesiástica ante un invitado de porte financiero de nivel respetable. Quizá existiera algo más. Seguramente existía algo más.
Comenté con muy pocas personas este encuentro y entre ellas, de modo singular, con don Juan de Borbón en la cena en casa de Santi Muguiro. Al padre del Rey le encantó la idea. Sus relaciones con la Iglesia en el plano espiritual las ignoraba pero un hombre de su experiencia conocía el alcance real, la importancia indudable, del fondo del mensaje del Hidalgo: con la Iglesia hemos topado, Sancho. No solo me impulsó a llevarlo hasta sus últimas consecuencias, sino que me rogó encarecidamente que le tuviera informado de todos los pormenores y de su desenlace final.
El encuentro se prolongó durante los días 13, 14 y 15 de enero de 1992. Darío Valcárcel trabajó muy intensamente en todos los preparativos. La noche anterior a mi entrada en el Vaticano confieso que no fue una de las más plácidas de mi vida y que un punto de nerviosismo acudió a mi vela nocturna, lo que no dejó de extrañarme porque a pesar de los acontecimientos tan intensos que me tocaba vivir en España, en los que se mezclaba lo político y financiero en un cóctel de olor más que desagradable, mi calma interior acudía a su cita nocturna. Claro que la magia del Vaticano no resiste siquiera comparación con los horteras escenarios de la vida política y económica de nuestro país.
Nadie faltó a la cita. Ninguno de los importantes personajes nominados. El lugar designado para el encuentro físico por las autoridades vaticanas rezumaba una belleza sobria capaz de impactar a cualquier espíritu con un mínimo de sensibilidad. Si a eso le añades que era la primera vez que personas judías penetraban en ese recinto, sientes un punto adicional de emoción por haber contribuido a ello.
Abrió el acto Etchegaray con un estructurado discurso. Le siguió Simone Veil. Su ponencia, dada su raza judía, era aguardada con cierta ansiedad. Una judía en el santuario vaticano. Casi una blasfemia existencial. El ambiente la sobrepasó. No esperaba encontrarse con algo semejante, hasta el extremo de que comenzó su alocución pidiendo disculpas por no haber podido preparar una ponencia de la calidad que exigía el encuentro. La verdad es que su alocución resultó una serie de lugares comunes. Ninguna idea ni original ni brillante compusieron su sinfonía. Ni pena ni gloria. Más bien pena.
A continuación mi turno. Me movía al lugar asignado al orador. Desplegué mi papel sobre el fantástico atril vaticano. Comencé a exponer. La tesis central giraba sobre la sociedad civil. En el simposio que se celebró en Moscú, organizado por la Universidad Complutense con financiación parcial de la Fundación Banesto, ya tuve ocasión de exponer alguna de estas ideas. Ahora, en el maravilloso escenario del Vaticano, volvía a insistir en mis tesis: no reconocer el triunfo de la economía de mercado frente al colectivismo no es solo una ceguera, sino que constituye una de las formas más burdas de suicidio. Aquí hemos llegado, pero no con ello se cumple el axioma del fin de la historia. Al contrario. La victoria exige una reflexión sobre los límites del mercado. Un dogma absoluto de la santidad del mercado nos conduciría a nuevos enfrentamientos entre seres humanos. Sabemos dónde se encuentran los límites inferiores, pero no podemos crear riqueza a base de acumular miseria, dividiendo el mundo y casi cada espacio territorial en dos sanctasanctórums: la riqueza exuberante y la pobreza lacerante. Por ello, el nuevo modelo que nace de esta catarsis impuesta por el marxismo, con ingentes costes de vidas humanas, reclama un código de conducta en el que se recojan de manera nítida los valores esenciales con los que construir el edificio de nuestra convivencia. Para mí —decía— resulta esencial que la sociedad recupere protagonismo frente al Estado. El crecimiento del aparato estatal ha sido elefantiásico. Frente a un Estado prepotente, la sociedad civil deja de existir, inerte, vencida antes de pelear, egoísta, miserable en sus ideas básicas, que se entrega humillada ante un poder abusivo. Definamos de nuevo el verdadero alcance del producto Estado, centremos sus límites y reasignemos el espacio a la sociedad civil, renaciendo en ella valores que nunca debieron morir. Al final el mismo problema de siempre: edificar al hombre conforme a valores superiores.
Terminado mi discurso y la ponencia de otros asistentes, llegó el momento culminante, el encuentro con el papa.
Exquisitamente preparado, delicadamente elegido el escenario, comenzó Etchegaray con unas breves palabras en francés.
Llegó mi momento. El papa frente a frente. El silencio desparramado a borbotones por el salón. Los gestos de los asistentes enviaban efluvios de expectación, incredulidad, envidia y otros de parecida textura. Hablé despacio, con un punto de autoridad. El papa, cabizbajo, escuchaba —o lo aparentaba— con su mano derecha sujetando la barbilla, como soportando el peso de su cabeza. Concluí.
Le tocó el turno a Su Santidad Juan Pablo II, polaco de origen, país de virgen negra, como la mallorquina de Lluch, virgen templaria por excelencia. Le miré con una sensación difícilmente definible porque ni siquiera yo mismo sabía conceptualizar en mis adentros. Escuché. Sus palabras nacieron en un italiano gramaticalmente correcto pero carente de esa música dulce tan esencial al idioma más bello del mundo. Giró hacia el inglés. Concluyó de una manera que dejó atónitos a los asistentes: refiriéndose a mí, por mi nombre y mi apellido.
Finalizada su intervención, el cardenal Etchegaray nos acercó a Lourdes y a mí hacia su santidad. Tomó mi mano. Sentí la suya. Clavé mis ojos en los suyos. Olí su mirada. Hizo lo propio con Lourdes ante un atento, exquisitamente atento, Etchegaray.
El éxito, al menos en las formas, resultó indescriptible. La prensa española y la televisión le dieron una cobertura excepcional. Confieso que el más agudo en la percepción de lo sucedido fue, una vez más,
El País
. Dudo que Polanco pidiera algún trato especial, pero lo cierto es que acertó a comprender el significado profundo de lo que ocurría en aquellos días en las dependencias vaticanas.
Inevitablemente, los menos dotados intelectualmente quisieron, una vez más, interpretar el acontecimiento en clave política, en la que la anécdota se convertía en el manjar esencial. Llegaron a formular la estupidez de un pacto entre Conde y el Vaticano para penetrar en la vida política española. Se inventaron la historia de que almorcé con el papa en privado durante más de dos horas. Confieso que me hubiera resultado atractivo hacerlo, pero nada más alejado de la realidad. Manejaban el dato de que el papa se refiriera a mí, por mi nombre y apellido, como una especie de patente de corso eclesial, como una bula vaticana, un apoyo explícito. Cierto que resulta absolutamente inusual semejante actitud en el pontífice. El Vaticano es particularmente cuidadoso, lo que resulta imprescindible para perdurar en el espacio y en el tiempo, y la mención de sujetos concretos, de personas particulares, vive fuera del código de comportamiento de los confeccionadores de discursos del papa. Esta vez se rompió la norma. Lo hizo el pontífice con elegancia, mesura, pero ciertamente con determinación. Causó asombro y, claro, para los torpes, como siempre, la forma podía más que la sustancia.
Medité. Recordé la noche anterior en la que cenando en la Embajada española el secretario de Estado me confesó sin ambages que el mecanismo de información vaticana es de los más perfectos del mundo. A esa cena asistió un cardenal muy especial. A su derecha situaron a Lourdes. Era el presidente de la Congregación de la Fe, la organización católica encargada de preservar la pureza del dogma. Algunos se refieren al organismo como «la moderna Inquisición». Era el cardenal Ratzinger, hoy papa Benedicto XVI.
Es normal y hasta imprescindible que la Iglesia sea particularmente cuidadosa en materia de información. Manejan su tiempo en diferente plano al nuestro y, por tanto, disponen de mucho más espacio temporal para reunir toda la información sobre aquellas personas con las que el Vaticano en cuanto tal se embarca en alguna aventura, por corta que sea la travesía y poco profundas las aguas en las que navegar, pero si en algún momento, con cualquier excusa, alguien debe entrevistarse con el papa, la información cobra una dimensión superior, aumenta de volumen y tamaño y, sobre todo, en precisión, buscando los aspectos auténticamente esenciales.
Las especulaciones sobre mi condición de miembro de la masonería no cesaban en la sociedad española. Sin embargo, nadie cayó en la cuenta, o, al menos, ningún ejemplar periodístico fue capaz de construir algo coherente con semejante material. ¿El papa recibiendo en sus habitaciones vaticanas y dirigiéndose por su nombre a un ejemplar de la masonería hispana? ¿Qué explicación tiene semejante contrasentido? Una vez más, en nuestra querida España la anécdota primaba sobre la categoría.
Seguramente la verdad residía en que en el vértice el encuentro entre masonería e Iglesia católica es un dato cierto. Oculto, pero verdadero. Conocido por los iniciados e ignorado por los profanos. Mi encuentro con el papa eliminó cualquier brizna de duda y me situó en la más absoluta certeza. Mientras tanto, los torpes campaban por su respeto en nuestras tierras hispanas. Tanta intensidad alcanzó la especulación sobre mi futuro político que no tuve más remedio que telefonear a Aznar para asegurarle que no había almorzado con el papa, que no había pronunciado algunas frases que gratuitamente me atribuía la prensa, que no albergaba intención alguna de penetrar en política y que si lo quería todo ello se lo ponía por escrito en una carta que firmaría gustoso de mi puño y letra. Le encontré frío, eso sí, con proclamas acerca de su absoluta confianza en mí. Cada día —pensé— este personaje me odia un poco más y no se le va a pasar hasta que alcance el poder.
Polanco me contó que Felipe llegó a sentirse celoso con mi encuentro. Los marxistas superficiales, los agnósticos de salón suelen sentir un respeto reverencial por la Iglesia, lo que en el fondo les honra. Lo que ocurre es que me recuerdan a esos socialistas de pro que lo que en el fondo admiran son las grandes fincas, las mejores casas, las obras de arte, los incunables, siempre que todo ello sea extraordinariamente caro.
Luis Valls, el presidente del Popular y, al parecer, miembro destacado del Opus Dei, comentó en la radio que daba igual que yo no tuviera intención de dedicarme a la política porque si el país me lo pedía, no tendría más alternativa que obedecer. Más leña para la endemoniada hoguera de Aznar. Quizá en aquellas noches en vela debido a tales comentarios el entonces líder de la oposición soñaba con la venganza.
En 2007, poco después del fallecimiento de Lourdes, alguien vino a relatarme que aquel encuentro del Vaticano acentuó la necesidad de mi derrocamiento en el seno de la sociedad española, por haberme atrevido a algo radicalmente prohibido: la unidad de los monoteísmos. No alcanzaba a entender el significado de semejante posición, por lo que formulé la pregunta del modo más ingenuo posible.
—¿Qué tiene que ver eso con el mundo financiero-político?
Mi interlocutor sonrió de modo compasivo. Me miró y se puso en pie anunciándome que daba por concluida la visita. No sé si por la ingenuidad de que hice gala al formular la pregunta, porque llegó su hora o por cualquier otro motivo. Pero no quiso despedirme sin un mensaje.
—La historia evidencia la relación de los monoteísmos con la política. Pero no te olvides de una cosa: Dios es, además de una creencia, un negocio. Y partido en tres hay competencia...
Lo cierto y verdad es que el éxito del encuentro vaticano, las fotos con el papa, el posicionamiento unánime de los medios de comunicación, no solo no amilanó a quienes asumieron la misión de hacernos nuestra vida financiera poco agradable, sino que les proporcionó nuevas y a su juicio fundamentales razones para mantener vivo el acoso e, incluso, intensificarlo en lo posible en una lucha que debería librarse, en su modo de entender las cosas, sin ningún cuartel. En ese contexto se comprende a la perfección que el objetivo más inmediato consistía en destruir, como y al precio que fuera, mi pacto con Godó, es decir, la operación
Vanguardia
.
El martes 11 de febrero de 1992, todavía en plena efervescencia de las nuevas relaciones con el Vaticano, cenaba con Godó en Banesto para continuar con nuestro trato. Desde que traspasó el umbral del comedor percibí que sucedía algo. Su talante distaba mucho del exhibido en nuestros anteriores encuentros y, desde luego, del pacto de la escalera. Una conversación banal, insulsa, cubrió el expediente de la cena. Algo raro tenía que ocurrir. Algo grave para que mantuviera esa actitud pero no lo suficiente como para negarse a venir a cenar a Banesto, a, cuando menos formalmente, continuar la conversación. Así que le pregunté de modo directo:
—Javier, no te conozco demasiado, pero te he observado y tu actitud de hoy es claramente diferente de la de los otros días. Seguro que sucede algo y me gustaría saberlo, no ser un convidado de piedra.
Javier dudó pero era obvio que no podía, ni previsiblemente quería, contenerse. No quiso ser demasiado detallista en la descripción pero resultó sobradamente elocuente.
—Joan Tapia ha hablado con Rosa Conde, la ministra que le transmitió una información directa de Narcís Serra.
—¿Y en qué consiste?
—Pues que, según Serra, me estás engañando. El verdadero pacto no es conmigo, sino con Jesús Polanco. Has pactado con él y yo soy solo un medio para ese pacto.
Me lo imaginaba. Desde que informé a Jesús de nuestro acuerdo de La Salceda sabía que lo trasladaría al Gobierno y que en cuestión de días, si no de horas, Joan Tapia se convertiría en vehículo de informaciones destinadas a destruir el pacto. Ahora, por boca de Javier, tenía la evidencia. Menos mal que lo sospeché desde el principio porque eso evitó que me conmocionaran sus palabras, que alteraran mi gesto o compostura. El problema era qué hacer. Mentir es muy complicado porque te acaban pillando siempre. Decir la verdad pura y dura implicaría perder la operación. Así que el guión exigía buscar algún punto medio, algún lugar suficiente para calmar los ánimos, porque el desafecto —por decirlo cariñosamente— que Javier sentía por Polanco era suficiente para destrozar todo el edificio que comenzamos a levantar en La Salceda.