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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (81 page)

BOOK: Los días de gloria
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Pero entre intuir y comprobar hay una diferencia que en ocasiones es decisiva. Concluido el almuerzo, nos dirigíamos al ascensor de salida. Mariano me acompañaba solícito caminando sobre la inmensa alfombra del pasillo principal de la planta noble del Banco de España. Sin detener el paso, sin siquiera mirarme a la cara, aparentando una indiferencia imposible, me preguntó:

—Has estado hablando con Jaime Soto, ¿no? ¿Qué tal va el asunto?

Sonreí por dentro. Esto de adivinar comportamientos ajenos acaba siendo más fácil de lo previsto. Certezas, más certezas, pruebas, más pruebas...

—Sí, Juan Belloso está estudiando el asunto.

—Bueno, mira a ver si lo puedes resolver pronto porque creo que les interesa tenerlo cerrado antes de final de año, al menos verbalmente aunque se ejecute después.

Mariano sabía lo que decía, pero no solo respecto de la venta de Ibercorp, sino sobre otra de las peticiones de Jaime Soto y Manuel de la Concha.

En efecto, a la vista de que no concluíamos el trato antes de Navidad, Soto pidió que les «aparcáramos» unas acciones de Sistemas AF precisamente para no sobrepasar los límites legales de la autocartera. La autocartera, es decir, las acciones del propio banco compradas por el banco mismo, constituía uno de los potros de tortura más emblemáticos aplicados por el Banco de España a las entidades financieras. Y ahora resultaba que Sistemas AF tenía una autocartera que sobrepasaba los límites legales. Y había que disimularla. Así que resultaba imprescindible encontrar disimulador.

Que nadie vaya a pensar que eso era algo patológico en el panorama societario español. Ni mucho menos. Todas o casi todas las sociedades cotizadas usaban dinero para mantener un nivel de cotización determinado, no fuera a ser que protestaran los accionistas. Así que de rasgarse ahora las vestiduras, nada. Pero lo especial de este caso residía en que el gobernador del Banco de España seguro que estaba al tanto de la «especial» petición de que éramos objeto. De nuevo la paradoja: así que sus enemigos —Banesto— eran usados para cubrir una cierta ilegalidad de sus amigos —Ibercorp—. La verdad, no lo acababa de entender.

De semejante misión se encargaron Arturo Romaní y César Albiñana, el abogado del Estado hijo del profesor Albiñana, por quien yo sentía admiración incondicional, contratado para la Corporación Industrial por Romaní y que posteriormente se casaría con Verónica Arroyo, una de las hermanas de Lourdes, mi entonces mujer. Compraron dos sociedades fantasma que acogieron ese exceso de acciones de autocartera, y las compraron antes del 31 de diciembre para devolverlas una vez pasado el primer trimestre del siguiente año. Claro que nosotros tomamos precauciones y les pedimos que firmaran unos documentos privados en los que constaba claro de toda claridad que se trataba de un aparcamiento. No pudieron hacer otra cosa diferente a aceptar nuestra petición. Lo malo es que estoy convencido de que Mariano sabía de todo este entramado. Por ello, ante las preguntas acerca de esta operación, decidí dar un salto mortal:

—Como sabes, me han pedido lo de las acciones de AF para evitar problemas con la Comisión y se lo hemos hecho. Por lo demás no te preocupes. Haré lo que pueda, gobernador.

Mariano no se atrevió a responder. Caminamos en silencio hasta la puerta del ascensor. Me despidió. ¡Qué diferencia con otras despedidas anteriores!

El 14 de febrero de 1992 me sorprendió en Avilés examinando sobre el terreno los planos del Alejandra, mi nuevo barco que con diseño de Bruce King construía Mefasa. Una llamada de urgencia me trajo a Mariano Rubio al otro lado del auricular.

—Por favor, Mario, es muy urgente. Tengo que verte hoy mismo, aquí en Madrid, en mi casa.

—Bueno... Pues como digas, gobernador. Estoy en Asturias. Dame tiempo a volver. ¿A qué hora quedamos?

—En cuanto puedas.

—Iré sobre las siete más o menos.

—De acuerdo. Te espero.

Mientras viajaba hacia la casa del gobernador me preguntaba a mí mismo qué estaría sucediendo para que de una enemistad cerval pasáramos a una familiaridad cuasi matrimonial. De querer despeñarnos a citarnos en su domicilio. Aquello sonaba a paranoia nacional.

Volviendo a Madrid reflexioné sobre lo sucedido y el porqué de este giro copernicano. El diario
El Mundo
, dirigido por Pedro J. Ramírez, publicó una noticia de caracteres estruendosamente escandalosos. Como no tenía todo el tiempo que deseaba para estudiar estas cosas, llamé a Arturo Romaní y a Albiñana para que me explicaran qué estaba pasando.

—Pues que al parecer esa sociedad denominada Sistemas AF, controlada por Ibercorp, vendió en Bolsa un gran paquete de acciones y muchos compraron pagando por acción un precio muy alto —explicaba Albiñana.

—Ya.

—Pero el problema comenzó con la crisis. La Bolsa bajó y las acciones de AF más todavía, como suele suceder con este tipo de inversiones especulativas. Y, claro, sabiendo que Ibercorp era un banco con influencias políticas, pues les entró susto.

—¿Y qué hicieron?

—Pues compraron sus propias acciones a algunos inversores, no a todos, y aunque el precio de Bolsa era inferior, les pagaron el que en su día ellos pagaron a Ibercorp.

—¡Joder! Eso es peligroso.

—Y tanto, porque solo fueron algunos a los que compraron y los demás a perder...

—Lo malo —terció en ese momento Romaní— es que uno de esos privilegiados que vendieron sin perder mientras los demás perdían era Mariano Rubio, el gobernador.

—Pero ¡hombre, por Dios!

—Pues sí, así es. Invierte y al ver que bajan las acciones le compran para que no pierda dinero. Los demás pierden, el gobernador no.

Hay días en que no quieres creer lo que sucede a tu alrededor. Es tan brutal que suena a patología cósmica. Lo malo es que cuando las cosas se ponen a ser extrañas, nunca sabes hasta dónde pueden llegar.

En tales operaciones no queda más alternativa que comunicar a la Comisión Nacional del Mercado de Valores, presidida entonces por Luis Carlos Croissier, el que ejercía de ministro de Industria en el momento de vender Antibióticos a Montedison. La obligación consistía en dar todos los nombres de los vendedores de sus acciones. Pues bien, la noticia escandalosa consistía en que Mariano compró; después, en ese singular trato, vendió, y su nombre fue delicadamente ocultado en la lista que Sistemas AF proporcionó a la Comisión Nacional del Mercado de Valores.
El Mundo
publicó la información con caracteres propios de la declaración de la tercera guerra mundial.

No podía creerlo. Tanta zafiedad me espantaba y, al mismo tiempo, alertaba de que Pedro J., llevado de su manera tan especial de entender los afectos y desafectos, podría ser víctima de un engaño destinado a destruir su periódico. Me extrañaba porque será lo que se quiera que sea y algo más, pero es listo y conoce bien su oficio, así que meterle goles al director de
El Mundo
es posible, pero no fácil. No obstante, le llamé para advertirle de semejante posibilidad. Su respuesta fue terminante.

—Puedes tener la absoluta certeza de que cuanto publicamos es verdad.

—Pues nada. Lo siento por esta gente.

Pedro J. Ramírez... Un ser singular. Listo, rápido, trabajador, concienzudo, consumidor de poder hasta el hartazgo, necesitado de reconocimiento público hasta la frontera con la obsesión, periodista de raza, con el esquema de valores morales más fluidos que he visto nunca, le encontré en un momento decisivo de su vida. Y le ayudé sin casi conocerle.

En uno de mis primeros almuerzos bancarios, aquellos que nos reunían a los llamados siete grandes en torno de la mesa del «decano» Alfonso Escámez, acudió a platicar con nosotros Javier Solana, ministro de Cultura del Gobierno de Felipe González y persona muy vinculada al líder del socialismo español. En mitad del almuerzo salió la conversación de Pedro J. Ramírez, que entonces dirigía
Diario 16
, un periódico de Juan Tomás de Salas que yo ni consumía, ni compraba, ni leía ni me interesaba. Sin embargo, en determinadas capas sociales, su tremendismo, sensacionalismo y brotes de amarillismo le facilitaban crecer en cifras de ventas en un mercado singularmente complejo. Pedro J. parecía perseguir un turbio asunto de crímenes de Estado conocido con el nombre de GAL. Debo reconocer que no me interesaba lo más mínimo, pero el Gobierno, asustado por las informaciones que relataba el Diario, comenzó a considerar a Pedro J. casi como un terrorista.

Javier Solana no sintió el más leve rubor en decirnos abiertamente, con la naturalidad de quien comenta un resultado deportivo, que el Gobierno había encontrado solución para el problema de
Diario 16
, solución que, como no podía ser de otra forma, se presentaba quirúrgica: Juan Tomás de Salas, el dueño, se convenció de la necesidad de echar al director de su periódico y el deceso de Pedro J. sucedería en muy pocos días. Todos los banqueros guardaron silencio. Mi asombro interior crecía exponencialmente, no solo por que un ministro acudiera al mantel de los banqueros a relatar cómo el Gobierno interrumpía la vida privada expulsando de la dirección de una empresa privada a un sujeto a quien consideraban políticamente incorrecto, sino por la naturalidad con la que los grandes de la banca de mi país escuchaban semejante barbaridad sin mover un músculo. Así funcionaba España...

Casualmente esa misma noche tenía invitados a Pedro J., junto con Matías Cortés y Ricardo Gómez-Acebo, a una cena en Triana 63, con el propósito de debatir sobre el auténtico papel jugado por Carlos III, porque yo, que no soy en absoluto un experto en historia, presentía que sobre su figura se había extendido un manto de mito que ocultaba una realidad más bien menesterosa. Antes de pasar al comedor le pedí a Pedro J. un aparte. Nos reunimos en mi despacho.

—¿Qué tal, Pedro, cómo vas en
Diario 16
?

—Bien, muy bien, crecemos y vendemos...

—Mira, creo que deberías tener cuidado porque parece que Juan Tomás de Salas te va a echar del periódico.

Pedro J. frunció el ceño, se echó hacia atrás, meneó la cabeza y con una voz que rezumaba un punto de soberbia contestó:

—Me resulta increíble porque las ventas suben, el periódico va fenomenal y en tales circunstancias no tiene el menor sentido que me echen.

—Bueno, ojalá, pero yo que tú andaría precavido. Vamos al comedor.

Días más tarde Pedro J. se sentaba frente a mí en el magnífico despacho de La Unión y el Fénix. Estaba en la calle. Juan Tomás lo había echado del periódico. Pedro necesitaba dinero para vivir mientras pensaba por dónde orientar su vida. Delante de él llamé a Ramón Bustamante, entonces director regional de Banesto para Madrid y hoy consejero del BBVA, y le dije que le concediera a Pedro un préstamo de diez millones de pesetas para subsistir, y que yo personalmente, Mario Conde, no el presidente del banco, figuraría como avalista en la póliza.

Pedro J. creó el diario
El Mundo
. El hueco editorial resultaba insultantemente obvio. Nosotros participamos en su capital con un exiguo 4 por ciento que instrumentamos a través de una sociedad, el Grupo Dorna, en la que comandaba Carlos García Pardo, un ingeniero de caminos gallego, listo, rápido, con una ideas geniales que supo llevar a cabo hasta que nos expulsaron de Banesto. De Carlos se decía que era hombre de buenas relaciones con el poder socialista, así que si desde una sociedad que compartíamos con él comprábamos el 4 por ciento de
El Mundo
, tampoco es que tuviéramos excesivas pretensiones de ocultación y camuflaje. Pero lo real es que más que capital económico le dimos soporte logístico en su nacimiento y años después peleé decisivamente por su subsistencia.

Quizá por este cúmulo de circunstancias Pedro J., después de haberme garantizado que lo publicado sobre Sistemas AF era cierto y verdadero, se sintió obligado a llamarme a Horcher apenas iniciada mi cena de aquel mismo día. Lo que me transmitió rizaba el rizo del esperpento.

—No solo lo publicado es cierto, Mario, sino que, encima, los gestores de Ibercorp han añadido un nuevo nombre a la lista.

—¿Cuál es ese nuevo nombre? —pregunté interesado en la intriga.

—Pues vas a ver. Se trata de «M. Jiménez», es decir, «Mariano Jiménez», es decir, que es Mariano Rubio Jiménez, el gobernador, pero han omitido deliberadamente su primer apellido para no ser reconocido.

—No me jodas, Pedro. Eso es un adefesio.

—Adefesio pero cierto. Acabo de terminar de hablar con De la Concha, que no ha tenido más remedio que reconocerme el desperfecto. Estaba aturdido y hundido, pero me ha dicho la verdad.

El escándalo se escribió con letras mayúsculas, sombreadas y bordadas en color oro viejo. Los guardianes de la ortodoxia, los depositarios de la ética financiera, se asomaban al balcón de la espantada opinión pública española vestidos con un traje que sería más propio de trileros de la calle Sierpes sevillana que de prohombres de las finanzas públicas y derivados de la llamada honradez del socialismo español. Como digo, un esperpento. Mariano comenzaba una larga agonía institucional, política y personal. Con él arrastraría a sus protectores y mentores, que desesperadamente le exigían una solución, la que fuera, para cortocircuitar las inevitables y demoledoras consecuencias políticas.

Llegué a casa de Mariano algo excitado por todo lo que estaba ocurriendo, que superaba cualquier previsión por pesimista que fuera, y porque, además, esa misma noche tenía gente a cenar en La Salceda y presumía que mi encuentro con Mariano no iba a ser ni corto ni fácil.

Me recibió un gobernador que me costaba reconocer: un hombre caído, abatido, desmadejado, con voz trémula, ojeras de insomnio, mirada perdida y síntomas inequívocos de consumo de tranquilizantes. Su voz era inaudible. Tuve que acercarme, aproximarme casi a distancia de amantes, para escucharle.

—Mario, como sea tengo que conseguir vender Ibercorp. Tienes que ayudarme. Te pido que compres el banco. En ningún caso perderás dinero, te lo aseguro. Lo que te pido es algo vital para mí. Vital, Mario, vital.

Como me conozco a mí mismo y me defino como bastante imbécil ante el dolor ajeno y sensiblero con su sufrimiento, procuré por todos los medios que el espectáculo abierto ante mis ojos no cayera en ese campo abonado de mi espíritu y precisamente por ello me repetía en mi interior la actitud de Mariano durante los pasados años, sobre todo su frase de «Banesto se encuentra en situación delicada y preocupante». De esta manera creaba en mi interior una coraza contra la que chocaban los ruegos de lo que quedaba de aquel gobernador altivo, prepotente y cuya obsesión consistió en echarme de cualquier rincón del mundo financiero y en especial de Banesto. Ahora sí que existía alguien «en situación delicada y preocupante»: Mariano Rubio, el gobernador. Pero, por mucho que me entrenara, era inevitable que aquel hombre me transmitiera lástima.

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