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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (37 page)

BOOK: Los días de gloria
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Al final cedí a la visita al caserón de Cibeles, sede del Banco de España. Quizá pesó en mí para acabar aceptando eso de que visitar a gente importante te hace sentirte importante. Seguramente sí. La prueba es que lo estoy contando. En una sociedad que se alimenta de externalidades, como dicen los economistas, vivir unos momentos en lo meramente epidérmico alimenta el ego de la personalidad. Y eso de que a mis treinta y ocho años fuera lo suficientemente importante como para que el señor gobernador, ni más ni menos que el señor gobernador del Banco de España tuviera que recibirme, pues me sentaba bien.

La expresión de los ojos de Mariano Rubio cuando penetramos en su despacho era todo un poema. Ante todo transmitía desprecio, un profundo y visceral desprecio por aquellos dos imbéciles llamados Conde y Abelló, un frívolo social y un abogado del Estado que se creía el no va más. En el fondo dos tipos cuyo gran mérito consistía en haber ganado dinero vendiendo una empresa farmacéutica a los italianos. Con más dinero, méritos e historia que ellos existían muchas personas en España que, desde luego, ni siquiera soñaban con ser recibidas en el despacho del Banco de España. Admito que cuando percibí esos sentimientos en el brillo de aquella mirada, me dije a mí mismo: «Mario, estás convirtiéndote en alguien importante. Mira cómo te desprecia ese señor...».

Nos invitó a pasar y se sentó en el sillón en el que tuve que contemplarle algunas veces a lo largo de mi vida, aunque en aquellos momentos ni siquiera podía imaginarlo. Además de desprecio, en el momento de ofrecernos un par de cafés, Mariano transmitía ira. Una ira incontenible nacida del insólito atrevimiento de ese par de idiotas ricos que venían a estropear una operación tan bien pensada, meditada, ejecutada y a punto de ser culminada. Ese par de imbéciles se cruzaban con su maldito dinero en un asunto de Estado: el control de Banesto. Claro que inmediatamente terminaría con su sueño. En cuanto él, el gobernador del Banco de España, les transmitiera que se estuvieran quietecitos, que no dieran el coñazo, que se abstuvieran de seguir metiendo sus narices en el asunto Banesto hasta que, como mínimo, él les diera su visto bueno, seguro que se vendrían abajo, que le obedecerían, conscientes, como deberían serlo, de quién era la persona con la que estaban hablando, cuya generosidad permitió que pisaran las alfombras de su despacho.

Juan, el mayor de los dos, el más ducho en este tipo de faenas de textura político-social, fue el encargado de tomar la palabra:

—Gobernador, ante todo muchas gracias por recibirnos. Para nosotros es un motivo de especial satisfacción encontrarnos aquí, en tu despacho oficial, y poder conversar unos minutos contigo.

Buen introito. Educado y ajustado a la textura vanidosa del poder, pensé para mis adentros sin transmitir al exterior ni el más leve de los gestos. Juan continuó.

—Te queremos informar de que es nuestro deseo comprar acciones de Banesto y entrar en el Consejo. No tenemos ninguna intención especial de ejercer funciones estrictamente bancarias, pero lógicamente pediremos una posición acorde con nuestras acciones.

Mariano percibió la suavidad del tono y del contenido. Se dejó caer sobre el respaldo de su sillón para ganar distancia sobre nosotros y de esa manera transmitir mayor autoridad a sus palabras. Con movimientos deliberadamente lentos encendió un pitillo rubio, aspiró con fuerza y dejó que el humo saliera de su boca con estudiada parsimonia, mientras en sus ojos podía adivinarse una brizna de satisfacción. Todo él se transformó en pura posesión de sí mismo.

—Quiero deciros a los dos que no hagáis nada en estos momentos. Lo que procede es esperar a que Letona sea el presidente. Después ya hablaremos. Estamos ante un asunto de gran importancia para el sistema financiero español y el sistema de pagos. Banesto es una entidad importante. Comprendo vuestros deseos, pero mis responsabilidades como gobernador me exigen deciros lo que os he transmitido: esperad. Ya os daré mi visto bueno en su momento.

Volvió a aspirar con ímpetu el cigarrillo mientras todo su cuerpo reflejaba la sensación de quien ha pronunciado un discurso magistral ante los alumnos de tercer curso de cualquier carrera universitaria. Se inclinó sobre el respaldo con parsimonia, esperando escuchar complacido nuestra sumisión a las órdenes que nos había indicado en sus palabras.

—Pues sinceramente lo sentimos, gobernador. Sinceramente, no vemos ninguna razón para ello. Primero, porque ya hemos comprado acciones. Segundo, porque nosotros no tenemos nada en contra de López de Letona. Sentimos contradecirte, pero estamos seguros de que nos comprendes.

El odio que expulsaban al exterior los ojos de Mariano cuando escuchó mis palabras solo podría describirlo quien manejara adecuadamente el concepto de infinito. Ese idiota de Mario Conde se atrevía no solo a hablar, sino, además, a contradecir al gobernador. Además, Abelló, que es menos ignorante que este imbécil, debería saber que no es de recibo que me contradigan en mi propio despacho en un asunto de Estado. ¡Hasta dónde pretenden que lleve mi paciencia! ¡Hasta dónde creen que voy a aguantar antes de echarles del despacho! ¿Es que este par de gilipollas no son conscientes de quién les está transmitiendo lo que deben hacer? ¿Es que no se dan cuenta de que en España no existe otro poder real en el sistema financiero que el que encarna quien se dirige a ellos?

—Insisto en que no me parece bien —replicó Mariano.

Empleó un tono deliberadamente cáustico. Elevó la intensidad sonora para incrementar autoridad. Pronunció una única frase y, además, corta, para que fuéramos conscientes de que se trataba de una orden, no de una sugerencia. Miró a Juan a los ojos. Ignoró mi presencia. Tensó el cuerpo irguiéndolo ligeramente. No expresó impaciencia en la mirada, sino seguridad en que esta vez la respuesta que obtendría sería la adecuada. El ambiente se espesó hasta lo indecible. El profundo silencio invadía el gigantesco despacho. Nuestros cuerpos inmovilizados percibían a flor de piel la tensión de aquellos instantes en los que la máquina de escribir de la secretaria de Mariano repiqueteaba a lo lejos, aunque su teclado parecía situado en el interior de nuestro aparato auditivo. Los ojos de Juan comenzaban a ponerse vidriosos. Los míos también. Noté la sequedad en la boca. Ensayé en mi interior los sonidos, las palabras. Me costaba arrancar, hasta que casi me sorprendo cuando alcancé a escuchar el sonido de mi propia voz.

—No tenemos ningún interés ni propósito en contradecirte, gobernador. No es nuestro deseo ni molestarte, ni llevarte la contraria, ni poner en cuestión la solidez de cuanto nos explicas. Pero confiamos en que entiendas que si el banco quiere, si lo desea, nosotros vamos a seguir comprando acciones. Hemos ganado nuestro dinero legítimamente. Deseamos invertir en Banesto. No tenemos intención de ofender a nadie y menos al gobernador, pero no encontramos ninguna razón para no comprar, para renunciar a una trayectoria personal y profesional absolutamente legítima. López de Letona no es nuestro problema. Solo queremos ser accionistas y consejeros del banco.

Siempre existe una primera vez para casi todo en la vida. Desde luego, para el gobernador llegó aquel día. Nunca antes un par de imbéciles ricos se atrevían a desafiar sus órdenes. Mucho menos en su despacho. La ira, el odio, el desprecio, el insulto interior comenzaban a convertirse en armas perfectamente estériles ante aquellos insensatos. Resultaba obvio que su ignorancia les proporcionaba un atrevimiento sin límites. Eran un par de suicidas. Dos inconscientes. No podía, sin embargo, insistir en sus órdenes. Un tercer intento le desproveería totalmente de autoridad si sus interlocutores insistían en ignorarla. No tenía alternativa. En esos instantes solo podía tratar de averiguar hasta dónde querían llegar. Aparentar que no pelearía frontalmente contra ellos. Intentar llevarles a su terreno para rematarlos en el momento oportuno. Su posición, por tanto, tenía que ser conciliadora.

—Bueno..., vosotros veréis. Yo os he hablado claro: de vosotros depende entender bien lo que digo, pero en todo caso, ¿hasta qué porcentaje del banco queréis llegar? —preguntó cambiando sustancialmente su tono de voz.

—No lo sé, pero en principio sobre el 5 por ciento —contestó Juan.

—Sí, pero contamos con quienes estarían dispuestos a poner dinero con nosotros en este negocio y, por tanto, podríamos llegar a controlar mucho más —apostillé.

Aquello fue excesivo. Mariano no pudo contenerse. Comenzó a agitarse nervioso, casi histérico. La tensión ascendió en flecha. Podía estallar en cualquier momento. Fue consciente de que no le convenía. Se puso de pie.

—Bien. Ya os he dicho cuál es la posición del Banco de España. Vosotros sabréis lo que hacéis. Os advierto que esta casa tiene mucho poder sobre los grandes bancos.

La conversación concluyó de esta manera tan abrupta. Mariano nos despidió con una amenaza en regla. Ni siquiera nos acompañó al ascensor. Juan y yo, escoltados por un ordenanza de la casa, recorrimos el largo pasillo en el más absoluto silencio. Dicen que existen aparatos capaces de captar a distancia la intensidad de las ondas cerebrales que componen el pensamiento humano. Nunca lo probé, pero, de existir, seguro que en ese pasillo habría conseguido una excepcional clientela, porque nuestras mentes, la de Juan y la mía, estaban en ebullición intensa. Para entendernos, la expresión «ebullición intensa» indica en ese instante una mezcla entre íntima satisfacción y acojone profundo, porque una cosa es sentirte bien contigo mismo y otra, ignorar los peligros del poder, sobre todo cuando te ha «alertado» de manera tan poco sutil. Cuando finalmente crucé la puerta de salida del caserón de Cibeles una imagen vino a mi mente: veía a Mariano Rubio hablando por teléfono. Su voz expresaba cabreo, pero al tiempo indicaba subordinación. Le explicaba a alguien que no había conseguido detenernos y le decía algo así como:

—Hay que usar otras armas, ser más expeditivos.

No hay que preocuparse demasiado. Mi imaginación siempre ha sido fértil.

El contacto con la calle de Alcalá calmó la sensación mezcla de angustia y autosatisfacción con que abandonamos el despacho del gobernador.

—¿Qué se ha creído este tío? ¿Es que son dueños del dinero que ganan los españoles? ¿Es que tienen patente de corso para decidir quién es consejero de banco y quién no? ¿Qué pasa, que son los amos de este país? —exclamé casi a voz en grito cuando los ruidos de la madrileña calle de Alcalá volvieron a nosotros.

—Ya te he explicado lo que es la
beautiful
—contestó Juan—. Esta gente lleva haciendo negocios enormes en España mucho tiempo y mandan, pero mandan de verdad, no tienen límites, y no es que se crean los amos del país, es que en verdad lo son. Mariano es el jefe de la banda y por eso no discute. Ordena.

—¿Y quién cojones son la
beautiful
?

En ese instante no sabía lo que preguntaba. Lo de menos es el nombre. Lo que cuenta es que el poder real se ejerce oligárquicamente por un grupo. En cada momento histórico su composición puede ser diferente. Pero sus características estructurales son las mismas. Estaba preguntando a Juan por el corazón del Sistema.

Letona, a pesar del intento frustrado de Mariano y siguiendo sus órdenes, trató por todos los medios de evitar nuestra entrada en el Consejo. Sus esfuerzos resultaban estériles, incluidas sus histéricas amenazas —falsas por cierto— de dimisión, tratando de provocar pánico en el resto de quienes debían decidir nuestro futuro en la casa. La suerte estaba echada. En el despacho de Pablo se celebró la reunión cumbre: Letona, Pablo, Abelló y yo. En el hall de la planta quince esperaban algunos consejeros. Duró poco tiempo: nosotros seríamos nombrados vicepresidentes y Letona, presidente. Anunciamos la
fumata bianca
. El
ABC
sacó una portada en la que aparecían tres fotos, una de Juan, otra de Letona y la tercera la mía, con un titular que decía: «Letona, presidente, Abelló y Conde, vicepresidentes». Pocas veces he visto una expresión de tanta satisfacción en Juan.

Ignoraba qué sucedería en el interior del Sistema, en los pasillos del poder. Supondría que rumiarían su propio fracaso, el aborto que se avecinaba de tantos años de esfuerzos persiguiendo la mejor de las presas financieras, la más codiciada por la calidad de su trofeo. Lo que no quise o supe ver fue que el Sistema no se rinde. Espera, diseña alternativas, por enloquecidas que parezcan, para implementarlas cuando los hados le resulten mínimamente propicios. Así sucedió en nuestro caso. Lo comprobamos poco después.

Concluidas las negociaciones, me fui a Saint-Tropez, a regatear con el
Pitágoras
, una vez modificada la quilla y ajustadas las nuevas velas. La regata de la magnífica bahía francesa suele ser espectacular porque es muy frecuente que el mistral se deje caer por aquellas aguas para entrenarse con vistas al invierno. Aparece racheado, intenso, violento, abrupto y poco amable con quienes nos dedicamos al deporte de la competición a vela.

Lourdes y yo nos alojamos en un hotel cercano al puerto, de esos típicos de verano que con la llegada del otoño se convierten en sitios agobiantemente desapacibles. Comenzaron las regatas y desde el primer día empezamos a ganar. Las nuevas velas, la quilla modificada y la labor de un italiano, un tal Marco, pequeño, simpático, cara de listo, pero, sobre todo, dotado de la cualidad extraordinaria de presentir por dónde iba a arrancar o hacia dónde rolaría el viento, todos estos factores nos convirtieron casi cada regata en los primeros de nuestra clase. El barco navegaba magníficamente bien, aunque lo forzábamos al máximo. Con treinta nudos de viento llevábamos izadas la mayor, el génova y el spi en un través-aleta en el que para controlar las continuas orzadas del
Pitágoras
necesitábamos la fuerza de tres personas sobre la rueda del timón. Apasionante. En cualquier momento podía venirse abajo el palo. No lo rompimos, aunque destrozamos el génova ligero, el número uno y el dos. Ganamos la regata. Llegué feliz al hotel y me tumbé en la cama unos instantes, antes de ducharme para salir a la cena de entrega de trofeos.

Sonó el teléfono. Era Fernando Garro. Se le notaba profundamente excitado. Algo grave tenía que haber ocurrido. Desde que vendimos Antibióticos, Fernando se dedicaba fundamentalmente a controlar las relaciones con la prensa del nuevo dúo Conde-Abelló, como lo bautizaron los periodistas.

—Las cosas se están complicando. Acabo de hablar con Juan Abelló y está como una hiena. Resulta que ha aparecido
El Nuevo Lunes
con tu foto en portada titulando algo así como «El largo camino de Mario Conde hacia la presidencia de Banesto».

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