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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (17 page)

BOOK: Los días de gloria
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Esa frase suscitó las iras de Juan, no solo porque era tanto como decirle que estaba en la ruina, sino, además, por venir de una persona como Pablo.

Almorzamos en el Club Siglo XXI y Juan, histérico, no paraba de buscar explicaciones esotéricas a lo sucedido. Apelaba, una vez más, a la conjura contra él desde los poderes ocultos conectados con las oscuridades del averno. La verdad, lamentablemente, se teñía de caracteres más prosaicos.

—Mira, Juan, comprenderás que la masonería internacional tiene otras cosas más serias de las que ocuparse que un pequeño laboratorio de un señorito español llamado Juan Abelló. Comprendo que en España eso tiene importancia, pero en términos mundiales es ridículo. La verdad, desgraciadamente, es mucho más prosaica.

Un médico de tercera o cuarta fila, de nombre Castejón, expulsado por incompetente de la nómina de Abelló, preparó un dossier con apariencias de cientificidad y lo fue vendiendo por las redacciones madrileñas. Juan, contra mi criterio, abortó su publicación en una revista absolutamente marginal. Fue un error. El médico pudo alardear de que el poder de Juan Abelló consiguió evitar que se publicara su dossier y, de esta manera, le dotó de una credibilidad añadida. De todas formas, aún hoy sigo preguntándome por las razones que llevaron a
El País
a publicar semejante estupidez con caracteres tipográficos de catástrofe nuclear. No lo entiendo. No quiero compartir la mesa y el mantel de Juan en sus apelaciones al averno como motor de sus desgracias, pero sin duda algo extraño sucedió.

En cualquier caso teníamos que reaccionar y, puesto que el problema lo había creado la prensa, en ese terreno debíamos proporcionar la respuesta, y decidimos contratar los servicios de una agencia especializada para que nos ayudara en el tratamiento informativo del asunto. Es así como conocí a José Antonio Martín Alonso-Martínez. De estatura mediana, nariz aguileña, ojos vivos que escondía normalmente detrás de unas gafas Ray-Ban montadas en oro de cristales algo oscurecidos, práctico, resolutivo, enérgico. Conversamos muchas horas acerca de lo que debíamos hacer para tratar de reducir al máximo las consecuencias perjudiciales de las noticias sobre el Frenadol y ese fue el comienzo de una larga relación que llegó a convertirse, con el paso del tiempo, en una amistad sincera.

Llegamos a la conclusión de que resultaba imprescindible, entre otras cosas, convocar una rueda de prensa para tratar de ofrecer una versión de la inocuidad del producto. Teniendo en cuenta que, aparte de ser el representante de la familia que ejercía con más intensidad funciones ejecutivas en el laboratorio, tenía el título de doctor en Farmacia, lo lógico era que fuera el propio Juan quien explicara la postura de su empresa. Sin embargo, no se atrevió a hacerlo, no sé si porque desconfiaba de sus capacidades en este terreno o porque el asunto le había producido una alteración nerviosa más que considerable. Por ello me pidió que asistiera yo, lo cual sonaba indudablemente raro porque cualquiera podía preguntarse qué hacía un abogado del Estado en una convocatoria informativa de naturaleza fundamentalmente médica. Pero es que el asunto era particularmente grave.

Accedí a la petición de Juan y de esta manera, acompañado del doctor Baixeras, un médico inteligente, aunque altivo y distante, poseído de sí mismo, que trabajaba en la empresa de Juan y que había sido el «padre» del producto, comparecí ante los medios informativos en lo que constituyó mi primer encuentro con la prensa que tantas y tantas veces iba a repetirse, si bien en otro entorno y con características distintas, a lo largo de mi vida. En definitiva, conseguimos recuperar el producto, situarlo en un nivel de ventas parecido al que tenía antes del desgraciado suceso y la operación de venta del laboratorio se cerró. Además de ello, como antes explicaba, empezó a cimentarse la amistad entre José Antonio Martín y yo. Recuerdo que al entrar en su despacho reconocí un tipo de decoración inequívocamente marina. Pregunté a José Antonio si era aficionado al mar y me respondió que había sido capitán de la Marina Mercante y dirigido barcos de muchas toneladas. En aquellos momentos no tenía afición por el mar porque sostenía que ya había consumido muchas horas de su vida navegando. Sin embargo, algunos años más tarde, en compañía de su mujer, Charo, atravesó el Atlántico en un barco de vela y se recorrió durante muchos meses el Caribe.

José Antonio siguió después vinculado a mí en razón sustancialmente de amistad. Me enseñó muchas cosas acerca del funcionamiento de los fondos del periodismo español. Fue el inventor de algo que llamó «la operación voz». Consistía en tener más o menos estimulados a una serie de periodistas, no con el principal propósito de que escribieran artículos sobre tal o cual persona, sino sobre todo de que en los cenáculos madrileños, cuando salieran a almorzar o cenar, o cuando se encontraran en reuniones sociales, dejaran caer, viniendo a cuento más o menos, los nombres de las personas incluidas en esa operación voz, y añadieran a esos nombres calificativos en la dirección marcada por la empresa. Es claro que algo así resulta de una eficacia demoledora. No en vano siempre se ha dicho que el boca a boca funciona de maravilla, sea para ofender, para descalificar, o para alabar o ponderar, aunque nuestra peculiar idiosincrasia hispana provoca que sus resultados sean más tangibles y demoledores cuando de destruir se trata. Los españoles quizá no seamos excelentes arquitectos, pero nuestra habilidad para tirar abajo los mejores edificios y monumentos es primordial y reconocida en el mundo entero, como decía aquel anuncio publicitario de los sesenta.

Es muy posible que a raíz de ese acontecimiento y de las enseñanzas de José Antonio aprendiera a calibrar en su justa medida la importancia de los medios de comunicación social, sobre todo, como digo, en lo que a destruir se refiere. No tenía ni idea en aquellos días de que iba a ser uno de sus objetivos favoritos, quizá el más favorito de todos, con el paso del tiempo. Pero cuando decidí abordar la participación en medios desde mi puesto de presidente de Banesto, estoy convencido de que ese asunto del Frenadol flotaba en mi subconsciente transmitiendo de manera impenitente constantes señales de alarma.

Una de ellas dejó de ser señal de alarma para enviarme a la realidad más obscena. Sucedió en Valdemorillo, la casa que Jesús Polanco y Mari Luz Barreiros tenían en esa población de la comunidad madrileña. En aquellos días, como luego diré, debido a los oficios de Matías Cortés y las aspiraciones secretas de Jesús Polanco, manteníamos entre nosotros una relación buena de fondo. Pasamos la noche allí, en su casa, en calidad de invitados distinguidos, Lourdes y yo. Amanecí más o menos temprano, teniendo en cuenta las copas de la noche anterior, y me dirigí en directo al pequeño comedor —lo de pequeño es relativo— situado al fondo del salón principal. Además de lo que suele formar parte de la parafernalia elegante de los desayunos caseros cuando se tiene invitados, me refiero a huevos, jamón, cruasanes y un etcétera nada despreciable, en la parte final de la mesa en cuya cabecera trasera se sentaba Jesús, se desplegaban todos los periódicos de España. Si no todos los de España, sí, desde luego, todos los de Madrid y algunos de provincias que llegaban por algún conducto extraño, dada la hora, que no pasarían de las nueve y media de aquella inolvidable mañana.

Quizá por deferencia para con el anfitrión, muy posiblemente porque estoy habituado a ese diario, tomé
El País
. Me llamó inmediatamente la atención una llamada en portada sobre un editorial acerca de la economía española. Mejor dicho, sobre la política económica dirigida por Solchaga, con quien yo sostenía discrepancias sustanciales. Era un hombre inteligente, tenaz, capaz, formado intelectualmente, pero al tiempo equivocado. Lo malo de un inteligente en el error es que te puede producir daños de envergadura. Jesús Polanco, por cierto, criticaba mi enfrentamiento con el ministro diciéndome, sin el menor pudor, que en mi sueldo de banquero se encontraba llevarme bien con el ministro de Economía y con el gobernador del Banco de España. Yo siempre le contestaba que en realidad se trataba de llevarme bien con mis accionistas, que era algo bien distinto. Y que, por tanto, si sentía que esos personajes persistían en su error y eso podía costarnos dinero, tenía la obligación de decirlo alto y claro, asumiendo los riesgos que fuera menester. A los del Sistema, a quienes tejen el entramado de intereses que lo integra, hay que reconocer que les gusta entre muy poco y nada en absoluto asumir ningún tipo de riesgo de semejante naturaleza.

Abrí el periódico por la página indicada en la llamada de portada y leí el editorial con indiferencia porque suponía que seguiría la línea de alabanza empalagosa de siempre. Pues no. Comenzó el asombro.
El País
, defensor a muerte de esa política económica que yo criticaba,
El País
, que aseguraba un día sí y otro también que era la única ortodoxa, algo en lo que, curiosamente, coincidía con la CEOE y con la inmensa mayoría de los empresarios españoles enclavados en el Sistema,
El País
, después de todo eso, se arreaba ahora un editorial poniendo a Solchaga a caer de un burro, con tal fuerza que parecía más un mulo percherón —suponiendo que algo así tenga vida— que un burro chiquito, como dicen por el sur.

Me quedé estupefacto. La crítica a Solchaga era demoledora y casualmente utilizaba algunos de mis argumentos. No digo que fuera copia literal de mi discurso, pero se parecía bastante. Jesús leía sus prensas sin prestar la menor atención a mis indudables y casi forzados gestos de sorpresa. Como no me miraba siquiera, me decidí a hablar en alta voz.

—¡Joder, Jesús! Acabo de leer esto... Parece que ya os habéis convencido de que Solchaga nos conduce al desastre, ¿no?

Jesús levantó la cabeza, apartó los ojos del periódico que ojeaba, me miró con gesto indiferente sin siquiera esbozar sonrisa alguna y casi sin concederle importancia, como quien recomienda una película de cine de calidad media, volviendo al tiempo que hablaba a fijar su mirada en el periódico que tenía entre manos, sin énfasis alguno en la voz, me dijo:

—¡Qué va! Es que estamos tratando de comprar el resto de las acciones que nos quedan de la Ser. Le hemos hecho a Solchaga una oferta, pero quiere más pasta y hay que ablandarle. Con dos editoriales así se ablanda fijo y luego volveremos a lo nuestro.

Me quedé clavado. Una cosa es sospechar algo así y otra, que el dueño o cuando menos el principal accionista y presidente del periódico te lo reconozca sin cortarse un pelo, como asumiendo que ese es el mundo en el que vivimos, que así son las cosas y que nadie debe escandalizarse porque sean como son.

Una cosa es la vinculación ideológica de un medio con un partido; otra, la vinculación de intereses mutuos. Pero otra bien distinta es utilizar la línea de opinión de un medio para conseguir la rebaja en el precio de unas acciones...

Pero me quedaba un resquicio a la esperanza, que se tratara de un farol, de una frase de esas que se dicen en los salones para impresionar al personal, una muestra ridícula de fatuo poder. Un tiempo después, a la vista de que nada me comentaba Jesús, me atreví a preguntarle:

—¿Qué? ¿Habéis comprado las acciones esas de la Ser?

—Sí, ayer o antes de ayer firmamos.

—Y... ¿te bajó el precio Solchaga?

—¡Claro! ¡No tenía otro remedio!

No me atreví a preguntarle si eso implicaba la vuelta a la alabanza en editoriales sobre la política económica del ministro. Me pregunté cómo podrían dar un salto en el vacío de semejante envergadura. A los dos o tres días volvieron por sus fueros.

Mi intervención en la venta de Abelló, S. A., a Merck fue muy importante, aunque esté mal que yo lo cuente así, pero es la verdad. Juan se ocupaba muy poco, lo cual en cierta medida es comprensible porque se trataba de la empresa de su familia y le costaba involucrarse en el proceso. Tuve que recorrer de nuevo el mundo para explicar a los extranjeros cuyos productos Abelló comercializaba en España la nueva de la venta del laboratorio español a un gigante americano.

Llegó el gran día, que, casualmente, fue el 29 de septiembre de 1983, diez años exactos desde que me casé con Lourdes. En tal fecha se vendía Abelló. Entre Juan y yo nos dividimos los papeles. Él se quedaría en Madrid con sus hermanas y firmaría los «vendís» de las acciones ante el agente de Cambio y Bolsa, que resultó ser Francisco González, hoy presidente del BBVA.

Solo en Ámsterdam, recluido en el hotel, comencé a sentir un cierto agobio. Asumía una gran responsabilidad, en muchos terrenos. Repasé una y otra vez el esquema financiero. Teóricamente todo funcionaba a la perfección, pero a pesar de ello esa noche concilié muy mal el sueño.

A las seis de la mañana del día de mi aniversario de boda, mientras me tomaba un enésimo café de esos tan blandos que circulaban más allá de los Pirineos, volvía sobre mi circuito. Cerré la maleta y me fui al despacho de los abogados. A las siete y media, sentado en la sala de reuniones, pensaba sobre el estado de ánimo de Juan.

Los documentos se ordenaban sobre la mesa de los abogados. Todo listo a la espera de la señal de Madrid. Por fin conecté con Juan, me dijo que firmaron y cobraron. Luz verde. Firmé. Apreté las manos de los letrados y me fui a poner en marcha el circuito financiero.

Mi avión con destino a Madrid despegaba a primeras horas de la tarde. No pude probar bocado alguno hasta que me confirmaron que el circuito había funcionado. Llegué a Madrid, busqué a Juan, le localicé con una cara de inmensa alegría y le di un fuerte y sentido abrazo. Juan se encontraba con una de sus hermanas, creo que la mujer de Juan Herrero.

Vendido Abelló, S. A., Juan ya tenía su dinero y yo, mi vida profesional encauzada a través del despacho profesional con Enrique Lasarte y Arturo Romaní. Todo, sobre el papel, rezumaba tranquilidad. Sin embargo, el horizonte de las relaciones humanas entre nosotros se vislumbraba complejo. Tenía la intuición de que necesitaba alejarme de Juan —o él de mí— a pesar del afecto que sentía por él, si deseaba evitar aspectos conflictivos entre nosotros. Cualquier cosa que abordáramos juntos podría verse empañada si los aspectos humanos se enturbiaban. Es algo que he aprendido con mucho dolor en mi vida: cualquiera que sea la grandeza de un proyecto, los aspectos personales, incluso los del bajo vientre, pueden tener tal grado de importancia que son capaces de arrastrar al caos construcciones que merecían la pena. Rodearse de personas cultas e inteligentes es importante. Pero sobre todo lo es que quienes colaboren contigo, cualquiera que sea el plano o la condición en la que lo hagan, sean personas equilibradas emocionalmente. Un sujeto desequilibrado, con tormentos interiores sobre sí mismo, portador de complejos del tipo que sean, u obligado a convivir con aspectos emocionales de su vida individual o familiar que le repugnen, es un conflicto en potencia que solo necesita tiempo para convertirse en realidad. Huir de esos personajes es capital para el éxito en la vida. No es que yo pensara que Juan podría ser encuadrado en alguno de estos estereotipos, sino que algo raro ocurría, algo que yo no controlaba de manera totalmente nítida. Algo potencialmente peligroso.

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