Juan, sin embargo, se resistía. No quería quedarse solo con su dinero y su participación en Antibióticos, S. A. Esta era una empresa distinta, diferente, con mucha más potencia que Abelló, S. A., con una estructura accionarial diversa porque cinco grupos farmacéuticos tenían una participación más o menos igual en su capital. Yo le había escrito a Juan en el estudio «Abelló, S. A.: razones de una decisión» que lo que sí sería importante para él era tratar de controlar Antibióticos, S. A., pero en ningún momento pensé que esa empresa farmacéutica cambiaría mi vida.
Ayer, 5 de mayo de 2010, fui a Ourense para firmar ejemplares de mi libro
Memorias de un preso
. Sorprendente un acto multitudinario de firma de libros después de diez meses de su salida al mercado, sobre todo asumiendo que la décima edición se encontraba en fase de impresión. La presidenta de los Libreros Ourensanos montó, dentro del recinto en el que se homenajea al libro con el nombre de Feria, una carpa de paredes confeccionadas con tela plástica, abierta —afortunadamente— por el costado situado frente a los establecimientos montados en la Feria y encargados de exhibir y despachar los libros. El día por Chaguazoso amaneció con sol de justicia, pero al poco de dejar atrás A Gudiña comenzó a nublarse, y en Ourense se mantenía esa textura de nubes y calor pesado. No es infrecuente. Ourense es de las ciudades que marcan temperaturas más altas de España. Situada en el fondo de un profundo valle, regada por el Miño, recuerdo que, cuando la atravesábamos en el coche que conducía mi madre y que debía llevarnos a Playa América para las vacaciones de verano, todos sentíamos el bochorno. Y eso que cuando eres niño resistes calor y frío con mucha mayor resignación que a medida que echas años atrás —como dicen por el sur— en la cuenta de tu vida. Mi madre nos consolaba diciendo que Ourense era un bocho, supongo que en referencia a un agujero, pero no lo sé bien.
Lo cierto es que ese día hizo calor. Unas cincuenta personas se sentaban en las sillas que primorosamente habían situado dentro del recinto de la carpa. Otras tantas, cuando me vieron y oyeron hablar, permanecían en pie, en dos o tres filas después de la última compuesta de sillas, escuchando con cara de sorpresa y cierta expectación. En todo caso, los rostros evidenciaban una simpatía llamativa por aquello de que nadie suele ser profeta en su tierra. Hablaba de mi libro, claro, y de las experiencias vividas en esa etapa de mi vida, la transcurrida en los recintos de Alcalá-Meco, la llamada cárcel de alta seguridad del Estado. El mundo de la cárcel tiene suficiente morbo para atraer lectores. Si lo combinamos con el juego del poder y cosas así, se comprende que el libro tenga atractivo y se evidencie en ventas y en episodios como el que viví esa mañana.
Todos se preguntan, y me trasladan su interrogante, cómo controlar las emociones negativas que provoca la estancia en prisión, máxime viniendo como venía yo desde las llamadas alturas sociales y financieras, de las que me desalojaron a la fuerza por la ley del Sistema. En ese tipo de preguntas andábamos cuando un hombre más o menos joven, que esto, como el comedor de Polanco, también es relativo, sentado a mi costado izquierdo, que escuchó mi alocución con indisimulado interés, pidió la palabra, tomó el micrófono y me dijo que el libro le había gustado mucho porque, entre otras cosas, lo consideraba un libro de autoayuda. Me impresionó esa calificación. Es, sin duda, el mejor piropo que podría ofrecerme. Me quedé por unos segundos absorto, mirándole a los ojos. Los suyos transmitían la sensación de ser una buena persona.
Quizá animada por esa descripción del libro, una mujer de pelo rubio, ojos claros, luminosos y expresivos, muy expresivos, que evidenciaba una simpatía por mí de corte admirativo, tomó la palabra y quiso hacer elogios sobre mi persona, no tanto por el libro, sino por lo que ella llamó
anima forte
.
Imposible evitarlo: ya me había sucedido el día anterior, en un encuentro con empresarios en Lalín, otra ciudad gallega a la que acudí a la clausura de la II Xuntanza Empresarial. En el turno de preguntas alguien esbozó una idea acerca de las consecuencias del sufrimiento. Quizá no sea tema que se supone típico de un encuentro empresarial, pero es que en la España de hoy muchas personas sufren, pero sufren de verdad, y eso tiene costes emocionales evidentes, y por ello mismo me preguntaban sobre las consecuencias derivadas de esas alteraciones profundas de los estados emocionales de una persona.
Arduo asunto el de la conexión entre lo emocional y lo orgánico, es decir, los impactos traducidos en lesiones orgánicas derivadas de estados emocionales de profunda alteración. La ciencia oficial no tiene respuesta positiva. Más bien se inclina por seguir negando... Un asunto que llevó a la cárcel al médico que quizá con más ahínco ha defendido la tesis, el alemán doctor Hamer. ¿Choca con la ciencia médica oficial o con la industria farmacéutica? Dicen que la industria farmacéutica es tremendamente poderosa, y lo es, sin la menor duda. Los intereses en juego que subyacen son de dimensión sideral. Traspasan el umbral de la empresa para penetrar de cabeza en la política, y hasta en la geopolítica. El tema del sida y África merecería una conversación aparte.
Con ocasión de la enfermedad de Lourdes, su tumor cerebral, libré una batalla interna con las tesis oficiales protagonizadas por los médicos que con buena voluntad, con tan buena voluntad como impotencia efectiva, peleaban con sus armas oficiales contra el desarrollo de su dolencia. A día de hoy siento todavía mucho reparo en publicar mis conclusiones. No tanto porque tenga miedo a la industria farmacéutica, porque, a decir verdad, miedo, lo que se dice miedo, no le tengo a nada en concreto. Quizá a la vida, que en cualquier momento puede enviarnos al dolor, al profundo sufrimiento, alterando alguno de los puntos de la red de afectos en la que nos sostenemos de pie y a diario. Pero ni a personas ni a empresas les dejo que provoquen en mí este sentimiento.
Sin embargo, no deja de ser una ironía del destino que en mi vida haya sido precisamente propietario, accionista y gestor de una industria farmacéutica de dimensión española más que considerable. Recuerdo que mi padre, en aquella inolvidable conversación del restaurante Ponteareas, cuando ya casi todos los convecinos de almuerzo, los de las mesas de la planta principal, habían concluido el festín, como punto final a una crítica sobre mi actuación empresarial, me dijo:
—¡La verdad, hijo, es que te encanta vivir en los límites! Una cosa es dedicarte al mundo de la empresa y otra, haber estado de lleno ni más ni menos que en la industria farmacéutica y en la banca. Siempre pensé que esos dos sectores tendrían que estar nacionalizados, y ahora resulta que mi hijo se metió de lleno en ellos...
Sí, la verdad es que a las ideas de izquierda de mi padre —al menos eso decía— el destino les jugaba unas pésimas pasadas, porque no solo la farmacia y la banca, sino que, además, los socialistas a los que defendía en vida de Franco, y a los que dejó de defender después de su muerte, fueron los que dieron la orden de mi primer ingreso en prisión, aunque, claro, no fue cosa solo de ellos, y me temo que ni siquiera preferentemente de sus huestes dirigentes. Pero en todo caso resultaba muy molesto semejante contraste entre la teoría y la realidad.
Pero no solo para mi padre. También para mí. Porque en la etapa de Abelló, del pequeño laboratorio, al fin y al cabo, era asesor o como se le quiera llamar. Pero en el caso de Antibióticos, S. A., se produjo una mutación cualitativa, precisamente aquella a la que me refería, porque en esa etapa me convertí en propietario de capital, en millonario de verdad y en poseedor de una experiencia nada despreciable de semejante sector que sin la menor de las dudas sufrirá cambios profundos en el futuro.
Días atrás, antes de volver por Ourense para esta finalidad literaria, tuve que cumplir con una misión dolorosa: el funeral de Nieves Abelló, la hermana mayor de Juan. Le tenía mucho cariño y ella a mí. Enrique Quiralte, su marido, murió mientras yo estaba en prisión. Consumí una de mis llamadas carcelarias en conectar con Nieves para explicarle la consternación que me había producido esa muerte. En 2004, cuando me liberaron cinco días para asistir a la boda de mi hija Alejandra, me encontré con toda la familia Quiralte/ Abelló, a la que con mucho afecto habíamos invitado. Allí estaban Nieves y todos sus hijos. También María Teresa, otra hermana de Juan, y Juan Herrero, su marido, hoy igualmente fallecido.
La iglesia en la que se celebraba el funeral de Nieves se encontraba inundada de gente. Avanzar hacia el lugar en donde se situaba la familia para recibir el pésame resultaba penoso. Finalmente, rodeado de apretones, conseguí llegar a las cercanías de Juan Abelló y estrechar su mano. No vi a Ana Gamazo. La última ocasión de encuentro ocurrió en el funeral de Lourdes, mejor dicho, en el tanatorio, porque el día del funeral Juan y su familia tenían visita concertada con el papa en Roma.
Saludé uno a uno a los hijos y yernos de Nieves. Iba emocionado por dentro. No solo por el hecho de la muerte, sino porque inevitablemente en ese trayecto, enclaustrado en ese tumulto, envuelto en ese gentío, mi mente voló atrás, a aquellos años de Antibióticos en los que me convertí en un hombre muy rico al tiempo que desilusionado con ciertas enseñanzas derivadas de las experiencias de lo que me tocaba vivir.
A Enrique Quiralte, manchego, estructura y complexión media, piel clara adornada de unas pecas inconfundibles, casado con Nieves, la mayor de las hermanas de Juan Abelló, le nombraron, años antes de la venta de los laboratorios Abelló, consejero delegado de Antibióticos, S. A. Sustituyó a Federico Mayor, una verdadera institución en aquella casa, padre de Federico Mayor Zaragoza, que llegó a ser ministro con UCD.
Enrique era un hombre inteligente. Sus relaciones con Juan Abelló, formalmente buenas, vivían preñadas de un enfrentamiento soterrado porque al carácter austero y recio de Enrique, muy acorde con sus ancestros manchegos y muy poco dado a los pavoneos sociales, le rechinaban ciertos excesos frívolos que provocaban las delicias de su cuñado.
Antibióticos, S. A., una empresa farmacéutica de tamaño más bien grande para las dimensiones españolas, atravesó por momentos particularmente difíciles a pesar de que Enrique Quiralte supo introducir cambios positivos, aunque, en un determinado punto, su capacidad empresarial sufrió las consecuencias de un exceso de conservadurismo, lo cual no siempre es malo, pero, en algunas ocasiones, sobre todo en negocios que tienen que vivir con la tecnología más avanzada, puede ser perjudicial.
En el Consejo de la empresa existían diferencias profundas sobre la gestión de Enrique, que, como siempre suele ocurrir, acabaron en cuestiones más personales que otra cosa. Las discusiones cada vez arrojaban más carga de agresividad sobre la mesa de reuniones. El enfrentamiento entre Enrique y Arcadio Arienza, el presidente en representación de las acciones del Grupo Zeltia, accionistas gallegos, evidente de toda evidencia, resultaba claramente perjudicial para el negocio. La tensión convertía en insoportables, además de estériles, las discusiones del Consejo. Todos sabíamos que así no se podía continuar y que alguna decisión dramática resultaba imprescindible. Juan y yo lo comentamos en multitud de ocasiones. El problema, como siempre, eran los equilibrios de poder.
Los cinco accionistas de Antibióticos querían ocupar su cuota de poder y Quiralte representaba la correspondiente a la familia Abelló, de forma que sustituir al cuñado de Juan por alguien que proviniera de otros grupos, independientemente de que Juan no sintiera especial devoción por Enrique, alteraría de forma notoria el difícil equilibrio en el que nos veíamos obligados a convivir.
Por fin, Arcadio Arienza, el presidente, se decidió a dar el paso y nos invitó a almorzar en Galicia. Después de meditarlo, Juan y yo nos fuimos a Vigo. Sabíamos que íbamos a asistir a un movimiento de corte conspirativo, pero en los juegos del poder ese tipo de actividades constituye la esencia y la sustancia juntas.
Eran ya muchos años los que llevaba sin aparecer por mis tierras gallegas, por lo que sentí una ilusión especial en aquel viaje aunque su duración programada era de un solo día. Al descender del avión olí mi infancia. Recuerdos de mi niñez conducidos por el olfato. La sensación se repitió al llegar al pequeño restaurante de la playa de Samil, en las cercanías de Vigo.
Arcadio nos ofreció el tradicional marisco gallego. Al tomar entre mis manos una de las nécoras que nos situaron en la mesa encima de unas bandejas de acero inoxidable comencé a revivir en mi interior aquellas pescantinas gallegas vestidas de negro, con andares de un compás prototípicamente femenino, con sus enormes cestos de mimbre sobre sus cabezas, en cuya parte superior colocaban un pañuelo convenientemente enroscado formando un círculo en el que apoyaban los cestos para poder moverse a su manera, libres las manos, que, de vez en cuando, dejaban aproximarse a su cintura, ajustándolas sobre sus caderas, que, por fruto de la carga y de la inevitable coquetería femenina, se balanceaban de un lado a otro con suave intensidad, acentuando el aroma sensual de sus andares. Los cestos rebosaban de pescado y marisco deliciosamente fresco que aquellas mujeres ofrecían en cada una de las casas de los veraneantes a precios escandalosamente ridículos para los que se practican hoy en día.
La voz seca de Arcadio Arienza me devolvió a nuestro prosaico mundo:
—Quiero señalaros que la situación es insostenible. Hay que sustituir a Enrique. No podemos continuar así. Está afectando a la marcha de la empresa.
El tono de Arcadio, aunque seco, quería resultar delicado debido a que penetraba en el centro del poder de Antibióticos y se encontraba hablando con alguien que, en principio, no se mostraría muy dispuesto a ceder su parte. Casi sin dar tiempo a que Juan esbozara siquiera una objeción, Arcadio continuó:
—La decisión no es solo nuestra, del Grupo Zeltia, sino de todos. Lo he consultado con los compañeros del Consejo y la posición es unánime. Por eso quería que habláramos nosotros tres, para que podamos cerrar este desagradable asunto cuanto antes.
Arcadio quiso marcar el terreno: no es una cuestión mía, sino de quienes representamos la mayoría del capital social de la empresa. Con ello, el espacio de maniobra quedaba reducido de forma sensible. Juan, al percatarse de ello, se tomó unos segundos antes de contestar. Se secó cuidadosamente las manos y los labios con la servilleta de cuadros rojos y blancos, y mirando a Arcadio a los ojos, sin querer dar excesiva importancia a sus palabras, aparentando la más absoluta naturalidad, respondió: