Claro que, como digo, ni este terrible asunto ni la crisis que nos asolaba tendría solución cumplida por un gol de un miembro del equipo conseguido en la prórroga del partido. Eso sería una ingenuidad, y, al tiempo, implicaría un concepto de la construcción jurídicopolítica y de las definiciones de la economía de una nación más bien pobre de toda miseria. Pero lo cierto es que amainaría un rato.
Al menos eso esperábamos César Mora y yo cuando charlábamos en el patio de A Cerca. A pesar del calor de julio que situaba en alerta a otras zonas de España, aquí, en Chaguazoso, en la Galicia profunda, podíamos situarnos al aire, un poco recostados a la sombra, y consumir un rato de charla sin percibir los devastadores efectos de los calores que traen el sofoco, matan tertulias, agostan cuerpos y adormecen almas. Y, claro, charlábamos sobre lo que hoy sucede en torno a los banqueros modernos, a la necesidad sentida por los Gobiernos de la Unión Europea y de Estados Unidos de limitar los bonus, esto es, las retribuciones que a sí mismos se conceden y que sobrepasaron cualquier límite lógico, ético y si me apuran hasta jurídico. Y no faltaron a la cita de nuestra conversación las palabras de los premios Nobel solicitando de los bancos que vuelvan a prestar dinero a las empresas...
—A veces el vivir un tiempo más o menos largo te permite comprobar cómo mentiras de hoy son verdades de ayer y al contrario... Parece mentira que los ataques que nos hicieron por la Corporación Industrial sean hoy los temas claves para arreglar el lío en el que nos han metido...
—Es que entonces, César, se sabía muy bien que la banca estaba al servicio de la industria, lo financiero al servicio de lo real, que lo que verdaderamente importa en un país es tener creadores de riqueza...
—Los banqueros solo administran la sangre del modelo.
—La sangre que es el ahorro de una comunidad. Por eso es alucinante que no nos hayamos dado cuenta de que cada vez que nos endeudábamos para invertir mal estábamos comprando ahorros de otras comunidades, que más tarde o más temprano tendríamos que devolver.
—Sí, pero tenemos que admitir que los mercados de entonces nos entendieron, sabían lo que hacíamos. El problema nuestro no fueron los analistas internacionales, sino los políticos locales y quizá algunos compañeros de oficio...
—La verdad es que con la guerra de Valenciana concluida con sabor agridulce, las exenciones fiscales en el zurrón bancario y las acciones del banco subiendo en flecha, me sentía tranquilo, percibiendo, o mejor dicho, comenzando a percibir un clima diferente del que había hasta aquel momento. Parecía que, por fin, las guerras abandonarían nuestro escenario y que las batallas políticas caminaban hacia paisajes diferentes.
—Las guerras políticas nunca se acaban. Solo se suspenden. Para limpiar heridas, buscar nuevos soldados, mejorar las armas, pero el poder actualmente es equivalente a guerra.
—Así es, desgraciadamente, así es.
En aquellos días experimentábamos la primera fase de paz, al menos de calma externa, desde que decidimos comprar acciones de Banesto. Era la hora de poner en práctica nuestro diseño y vender las acciones de la flamante Corporación Industrial, que nos había costado sangre, sudor, alguna lágrima y seiscientos millones de pesetas, a los mercados internacionales. Si nos salía bien, como esperábamos, ganábamos por todos los costados que se mirara. No solo creábamos la primera Corporación Industrial de España, sino que, además, pedíamos a los inversores internacionales que acudieran con su dinero a comprar nuestras acciones, lo que nunca es fácil. De conseguirlo —pensábamos—, las actitudes bélicas de Mariano y Solchaga para con nosotros sufrirían un desastre espectacular, no solo por la presencia de esos inversores extranjeros, sino porque el esotérico capítulo de los recursos propios bancarios perdería sustancial ímpetu como arma arrojadiza contra los edificios de Banesto. Supuse que eran conscientes y que se resignarían, al menos temporalmente, ante lo inevitable.
—Lo que es difícil de creer hoy —añadía César— es que en aquellos momentos hubiera tortas por ser el representante nuestro, por asumir el papel del banco que iba a colocar las acciones de nuestra corporación...
Así fue. Contactamos con los bancos más importantes del mundo. Todos asumían de antemano el éxito de la colocación y eso significa cobro de comisiones y como era mucho el importe a vender, las comisiones representaban para ellos un capítulo importante. Pero no era solo el asunto del dinero, que ya de por sí es más que atractivo para cualquier banquero que se precie. Se trataba, según me decían, de la primera vez en la historia de la banca que un gran banco creaba una corporación industrial y sacaba a Bolsa parte de su capital. Era un invento importante y novedoso. Si tenía éxito, algunos otros, fundamentalmente los alemanes, nos imitarían.
Como director para la colocación de nuestras acciones en Europa elegí a la UBS, a la Unión de Bancos Suizos. El 19 de marzo de 1990 mantuve en Zúrich un almuerzo con el presidente del Comité de Directores, Robert Studer, al que expliqué que mi decisión se había tomado en consideración, no solo de la capacidad de colocación de la UBS, sino, además, por el deseo de mantener unas buenas relaciones con un banco tan importante como ellos, puesto que en la vida de las organizaciones bancarias siempre, en algún momento, te necesitas mutuamente. Cuando salía de su oficina volví a ver el pasillo por el que años atrás había circulado con Juan Abelló y, a pesar del tiempo transcurrido, aquel recuerdo me produjo un cierto escalofrío.
Robert Studer se quedó encantado con la selección y pocos días más tarde, en concreto el 25 de abril, me enviaba una carta agradeciéndome la nominación de la UBS como colocador de acciones de la Corporación Industrial en la que decía de todo lo bonito que se puede contar entre dos banqueros. Y ellos eran un banco mundialmente importante. Nosotros todavía no.
—Sí, todo muy bien, pero de nuevo un problema político, y esta vez no era ni Solchaga ni Mariano, sino los señores de Irak que se dedicaron a invadir Kuwait.
—Tienes razón, César. Creía que iba a ser el primer verano en mucho tiempo en el que podría navegar tranquilo. Es que, como decía Lourdes, cuando las cosas están de Dios, es que están de Dios...
El verano del 90 se presentaba con todas las trazas de un momento en el que, por fin, podría disfrutar de navegar en el
Whitefeen
, el precioso sloop que compré en Estados Unidos, antes de llegar a Banesto.
Salimos al atardecer desde Cala Fornells, en el norte de Menorca, trazando rumbo directo a Córcega. Mientras cruzábamos el Mediterráneo percibía la satisfacción interior de saber que en el mes de septiembre, pocos días después, comenzaría la colocación mundial de nuestras acciones, con lo que, además de conseguir un éxito para Banesto, podríamos mostrar a todos los políticos y financieros, incluyendo a quienes nos habían atacado de manera tan poco considerada, que íbamos en serio, que queríamos hacer país, además de hacer industria y banca. Pero la Corporación Industrial nació con mal fario.
El
Whitefeen
y el
Pitágoras
, que en aquel momento pertenecía a Romaní, abarloaron en el muelle norte de la impresionante ciudadela de Bonifacio, en el sur de Córcega. Siguiendo su costumbre Romaní salió muy temprano con destino al centro de la ciudad y el propósito de encontrar cualquier chorrada de las que le encanta comprar y con las que disfruta como un niño pequeño tratando de sorprendernos. Aquella mañana, cuando desde la cubierta de mi barco le contemplé a lo lejos, percibí algo extraño. Mientras se aproximaba al costado de estribor me di cuenta de que no traía paquetes o envoltorios en los que guarda sus compras hasta la ceremonia de su exposición al público. Únicamente un par de periódicos bajo el brazo izquierdo y una expresión apesadumbrada en sus ojos.
Subió a bordo, pidió un café solo, se sentó a mi lado y con voz trémula me dijo:
—Ha estallado la guerra. Irak ha invadido Kuwait.
—No me jodas —contesté.
Arturo guardó un incoloro silencio en que resultaba complejo adivinar el torbellino de pensamientos que circularían por su cabeza. Serían seguramente muy parecidos a los míos. Una guerra en pleno Golfo era una pésima noticia para las finanzas internacionales, porque sus efectos podrían llegar a ser demoledores. El dinero es conservador por esencia, así que aquello, al margen de otras posibles derivadas, se traduciría inexorablemente en una paralización de las colocaciones internacionales de acciones. De eso no tenía la menor duda. Era una cabronada sin límites. Después de tantos sufrimientos, de tantas peleas, de tantos ataques, ahora que teníamos delante las mieles de un triunfo merecido, se les ocurría a aquellos elementos ponerse a pelear entre ellos y cargar de pánico las mentes y las emociones de los responsables de las ventas internacionales de acciones. Si es que cuando las cosas nacen así...
No quería dejar a Arturo Romaní más tiempo envuelto en pensamientos negros porque el optimismo real no es precisamente una de sus características esenciales. Podría entrar en depresión en cualquier momento. Lo rompí de manera directa.
—¿Qué te parece que hagamos? ¿Nos volvemos a Madrid?
—Yo creo que es mejor esperar.
—¿Quieres que llame a Studer, el de la UBS?
—No hace falta; acabo de hablar con los que llevan el asunto y dicen que por el momento no pasa nada.
De nuevo la tendencia a relatarse una historia con la que enjugar la rabia interior. ¡Claro que pasaba! Y no «algo», sino un trozo de lo peor que puede despacharse cuando tienes entre manos ese negocio. Pero no era cosa de cortarse las venas antes de tiempo, ni las físicas ni las mentales, así que ya que estábamos en Bonifacio, pues a aprovechar lo que pudiéramos porque en unos días las cosas empeorarían lo suficiente para quitarnos pedazos de alegría.
Cenamos en Bonifacio y Arturo se agarró una de las tajadas mayores que le he visto en toda mi vida. Probablemente derivada de la agitación interior que sentía. Su proyecto profesional pasaba por esa Corporación Industrial y su colocación internacional. Es hombre inteligente y no necesita que le expliques tres veces las cosas. Presintió lo que sucedería a pesar de las buenas palabras de los de la UBS. Entre Steve McLaren, el capitán del
Whitefeen
, y yo tuvimos que bajarlo en volandas desde el restaurante en el que cenábamos, que se situaba en la parte alta de la ciudad, desde donde descender al puerto es una verdadera odisea, pero si, además, tienes que transportar un cuerpo inerte que pesa casi cien kilos, la odisea se tiñe de hazaña bélica.
Lo conseguimos después de mucho tiempo y casi como a un fardo lo dejamos en el salón del barco, situado sobre un taburete en el que solía sentarse para tocar una especie de piano eléctrico con el que se equipó en origen al barco americano. A mí no me parecía especialmente estético, pero como se cubría en madera de forma que el resultado era aceptable, opté por no desvencijarlo. Steve y yo subimos a cubierta y nos pusimos cada uno un escocés con hielo. La soledad de la noche se convirtió en nuestra mejor compañera. El silencio acudió a la tertulia. Mi mente volaba hacia Madrid.
En aquel instante una música desconocida comenzó a surgir desde el interior del barco. Steve y yo nos miramos con cara de estupefacción. Con movimientos lentos y casi espesos descendimos hacia el salón. Arturo, con el cuerpo volcado sobre su derecha y la cabeza apoyada en la librería, parecía muerto. Sin embargo, sus manos se movían ágiles sobre el teclado del piano, desplazándose de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, deteniéndose en ocasiones, como siguiendo un compás propio y produciendo una música que jamás antes habíamos escuchado. Steve y yo permanecimos en silencio, pasmados, asombrados, maravillados por el espectáculo.
Transcurrieron unos quince minutos en los que Arturo —o quien fuera— seguía produciendo música y nosotros alimentándonos con nuestro asombro. De repente, cesó el movimiento y Romaní cayó como un fardo sobre el suelo de madera del barco. Allí lo dejamos y volvimos a cubierta.
De nuevo el silencio en Bonifacio, pero nuestras mentes ardían: ¿quién había producido esa música? ¿Cómo era posible que un cuerpo inerte se moviera con semejante dulzura y precisión sobre las teclas de un piano? El cerebro de Arturo, afectado por el alcohol, no había podido mandar orden alguna a las manos, y mucho menos con la precisión necesaria para producir una música nueva y acompasada. Algo o alguien había ordenado el movimiento y, además, conocía la partitura musical. ¿Quién? ¿Cómo? ¿De qué manera? Mozart, con menos de siete años, obtenía del piano una música maravillosa. Pero despierto. Arturo lo conseguía dormido.
Steve y yo fuimos incapaces de articular palabra. Dejamos que cayera la noche y la humedad sobre nosotros para, concluidas las copas, irnos a dormir.
La mañana amaneció climatológicamente honrada: bonancible, con una ligera brisa que anunciaba una navegación placentera por el archipiélago de la Magdalena, en el norte de Cerdeña, a unas treinta millas marinas de Bonifacio. Arturo apareció muy temprano por el barco a desayunar conmigo. Nunca ha sentido los efectos de la resaca porque su capacidad de filtración del alcohol resulta insólita. Por supuesto, no recordaba ni un ápice de lo sucedido mientras su cuerpo dormitaba volcado sobre el piano. Abordó de nuevo la guerra del Golfo. Las noticias empeoraban por horas, casi por minutos. El tono alarmista crecía. No tuve más remedio que decirle lo que pensaba.
—Yo creo que es mejor no engañarse. Si el conflicto se resuelve pronto, es posible que no pase nada, pero tengo la sensación de que va a ser largo, de que inevitablemente se internacionalizará y, mientras tanto, los mercados internacionales van a acusar el golpe y va a ser sencillamente imposible que salgamos con éxito vendiendo acciones de la corporación.
—Si Solchaga nos hubiera concedido las exenciones a su tiempo, ahora todo estaría terminado y nos traería al fresco la puñetera guerra —dijo Arturo.
—La verdad es que no sé qué decirte porque si poco después de vender se produce un desplome de los mercados internacionales, aun cuando no sea tu culpa, posiblemente tendrías que ofrecer algún tipo de reparación para no perder el crédito del banco, pero, en cualquier caso, como es agua pasada, no merece la pena removerlo.
A mediados de agosto solíamos celebrar en el banco una Comisión Ejecutiva para no perder el pulso a los asuntos por un tiempo excesivamente dilatado. Aquel 15 de agosto de 1990 resultó mustio y pesaroso. La guerra empeoraba y la situación internacional hacía lo propio. A pesar de su impresión inicial de que nada ocurría, los ejecutivos de la UBS se manifestaban ya con un tono claramente pesimista, aunque todavía no se había tomado la decisión de cancelar la colocación.