Ahora, arrodillada frente al altar, Lucrecia escuchó por primera vez la voz de su futuro esposo.
—Tomo a esta mujer como esposa... Su voz le pareció desagradable. Como sumida en un trance, Lucrecia se comprometió a honrar a su esposo sin apartar la mirada de César, que permanecía impertérrito, vestido de un solemne negro sacerdotal.
Tras la ceremonia, Lucrecia Borgia, esplendorosa, ocupó su lugar presidiendo el banquete. A su lado, además de Giovanni, estaban Adriana y Julia Farnesio, a quienes había elegido como damas de honor. Los tres hermanos de Lucrecia ocupaban una mesa situada en el otro extremo del salón. Además, había numerosos invitados sentados en los cojines que cubrían el suelo y alrededor del perímetro de la sala se habían dispuesto largas mesas repletas de todo tipo de manjares. Cuando los comensales acabaron de comer, el centro de la sala fue desalojado para dar paso a la representación teatral de una comedia y al posterior baile.
Las veces que Lucrecia se había vuelto hacia su esposo, él no le había prestado la menor atención, dedicado como estaba a atiborrarse de comida mientras el vino se le derramaba por la barbilla.
Ese día, que debía haber sido una ocasión de gran júbilo, fue uno de los pocos momentos de su vida en los que Lucrecia añoró la presencia de su madre, pues, ahora que Julia se había convertido en la amante del papa, no había un lugar en el palacio para Vanozza.
Lucrecia volvió a mirar a su esposo, preguntándose si llegaría a acostumbrarse algún día a su adusto semblante. La idea de abandonar Roma para vivir con él en Pesaro la sumía en la más absoluta desesperanza, aunque, al menos, su padre le había prometido que podría permanecer en Roma durante un año más.
Rodeada por el regocijo de los invitados, Lucrecia se sintió más sola de lo que se había sentido nunca. Aunque apenas probó bocado, sí bebió algunos sorbos de vino y pronto empezó a sentirse más animada y a conversar con sus damas de honor. Después de todo, se trataba de un magnífico banquete y ella era una joven de tan sólo trece años.
Antes de retirarse, el papa Alejandro anunció que, por la noche, ofrecería una cena en sus aposentos privados, donde los invitados podrían presentar sus obsequios a la pareja recién desposada. Después, ordenó a sus criados que arrojasen los dulces que sobraran por el balcón para que la multitud que se agolpaba en la plaza de San Pedro pudiera compartir el alborozo del feliz acontecimiento.
Lucrecia no tuvo oportunidad de hablar con su padre hasta pasada la medianoche. El papa Alejandro estaba sentado a solas frente a su escritorio, pues la mayoría de los invitados ya se habían ausentado y tan sólo los hermanos de Lucrecia y algunos cardenales permanecían en la antesala de sus aposentos.
Lucrecia se acercó lentamente a su padre. No deseaba molestarlo, pero lo que debía decirle era demasiado importante como para seguir esperando. Se arrodilló frente al sumo pontífice e inclinó la cabeza pidiendo permiso para hablar.
Alejandro sonrió.
—Acércate, hija mía —dijo—. Ven a mi lado y dime qué es lo que te preocupa.
Lucrecia levantó la cabeza. Estaba pálida y tenía los ojos llorosos.
—Padre —dijo en un tono de voz apenas audible—. ¿Tengo que compartir el lecho con Giovanni hoy mismo? ¿Realmente es necesario que sea esta misma noche?.
Alejandro levantó la mirada hacia el cielo. Él también había estado, pensando en eso. De hecho, llevaba pensando en ello más horas de lo que estaría dispuesto a reconocer.
—¿Y cuándo, sino ahora? —le preguntó a su joven hija.
—No lo sé. Podríamos esperar algunos días.
—Es mejor cumplir con las obligaciones desagradables lo antes posible —dijo él con una cálida sonrisa—. Después, podrás continuar con tu vida sin caminar sobre el filo de la espada.
Lucrecia suspiró.
—¿Tiene que estar presente César? —preguntó.
El papa Alejandro frunció el ceño.
—Para que el casamiento se dé por consumado basta con que haya tres testigos. Yo seré uno de ellos. Respecto a los otros dos, no hay ninguna obligación.
Lucrecia asintió.
—Preferiría que César no estuviera presente —dijo con determinación.
—Así se hará, si ése es tu deseo —dijo el papa.
Tanto Giovanni como Lucrecia parecían reacios a entrar en la cámara nupcial. Él, porque todavía añoraba a su esposa fallecida, y ella, porque le avergonzaba ser observada y aborrecía la idea de que alguien que no fuese César la tocase, aunque a esas alturas se sentía tan mareada que nada parecía tener importancia. Unos minutos antes, Lucrecia había acudido en busca de su hermano y, al no encontrarlo, había bebido tres copas de vino intentando reunir el valor necesario para enfrentarse a su deber.
Lucrecia y Giovanni se desnudaron con la ayuda de sus criados y se cubrieron con las sábanas de satén blanco, teniendo buen cuidado de no tocarse antes de que llegasen los testigos.
Al entrar, el papa Alejandro se sentó en uno de los asientos de terciopelo dispuestos frente al gran tapiz de las Cruzadas que le permitiría concentrarse en sus oraciones. El segundo asiento fue ocupado por el cardenal Ascanio Sforza y el tercero por el hermano de Julia, el cardenal Farnesio.
Una vez que los testigos dieron su consentimiento, sin mediar palabra, Giovanni Sforza se encaramó sobre Lucrecia y, tirando bruscamente de ella para atraer su cuerpo contra el suyo, intentó besarla. Ella apartó el rostro y lo ocultó contra el cuello de Giovanni. Olía igual que un buey. Cuando su esposo empezó a tocar su cuerpo desnudo, Lucrecia sintió un horrible estremecimiento. Durante unos instantes, pensó que iba a vomitar. Sentía una inmensa tristeza, tan sobrecogedora que apenas pudo contener las lágrimas, pero cuando Giovanni finalmente la poseyó, no sintió nada. Había cerrado los ojos y, en sus pensamientos, se había trasladado hasta un lugar donde corría entre los altos juncos y rodaba por una pradera de hierba verde... Hasta "Lago de Plata", el lugar donde más feliz había sido en toda su vida.
A la mañana siguiente, cuando Lucrecia corrió a las cuadras a saludar a César, él la trató con frialdad. Ella intentó explicarle lo ocurrido, pero él no quería escuchar sus palabras. Al final, Lucrecia se limitó a observar en silencio cómo su hermano ensillaba el caballo.
Pasaron dos días antes de que César regresara. Cuando por fin lo hizo, le dijo a Lucrecia que había estado pensando en el futuro, en el suyo propio y en el de ella, y que la perdonaba.
—¿Perdonarme por qué? —preguntó Lucrecia, enojada—. Hice lo que tenía que hacer, igual que lo haces tú. Siempre te quejas de ser cardenal, pero te aseguro que es mejor ser cardenal que ser mujer.
—Debemos obedecer los deseos del Santo Padre —exclamó César—. Si por mí fuera, sería soldado, no cardenal. ¡Ninguno de los dos somos lo que desearíamos ser!
César sabía que la batalla más importante que debía librar era la del dominio de su propia voluntad, pues el amor puede robarle la voluntad a un hombre sin necesidad de armas. Y él quería a su padre.
Llevaba suficiente tiempo observando las estrategias del papa como para saber de lo que era capaz y sabía que él nunca cometería la torpeza de traicionarlo. Para César, despojar a un hombre de sus posesiones y sus riquezas, incluso de su vida, era un crimen menos atroz que privarlo de su voluntad, pues, sin voluntad, los hombres se convierten en meras marionetas de sus propias necesidades, en seres sin vida, sin capacidad de elección, en bestias de carga sometidas al látigo de otro hombre. Y César se había jurado que nunca se sometería a un destino así.
Su padre le había pedido que yaciera con su hermana porque sabía que César estaría a la altura de lo que se esperaba de él. Y, precisamente por eso, porque había estado a la altura esperada, después de aquel primer encuentro se había engañado a sí mismo diciéndose que lo había hecho por voluntad propia. Pero su padre se guardaba un as en la manga. Lucrecia amaba con un corazón cuya pasión podía amansar a la bestia más salvaje y se había convertido en el látigo con el que su padre controlaba la voluntad de César.
Lucrecia rompió a llorar. Su hermano la abrazó, intentando consolarla.
—Todo irá bien, Crecia —dijo mientras le mesaba el cabello—. No te preocupes por Giovanni. Aunque esa codorniz de tres patas sea tu esposo —continuó diciendo mientras secaba sus lágrimas—, siempre nos tendremos el uno al otro.
Ludovico Sforza, más conocido como el Moro, era el hombre más poderoso de Milán. A pesar de no ser el duque, era él quien mandaba realmente en el ducado. El Moro había afianzado su autoridad gracias a la debilidad de su sobrino, el legítimo duque, Gian Galcazzo Sforza. Gian era un inválido que pasaba la mayor parte del tiempo reflexionando sobre la razón de su aflicción, sintiéndose víctima de un castigo divino e intentando mitigar su dolor abandonándose a la holgazanería y al lujo.
El Moro gozaba del respeto de sus súbditos. Era un hombre alto y elegante con el aire apuesto de los hombres de cabello rubio del norte de la península, un hombre inteligente y sensible al mundo de la razón, más interesado por la mitología clásica que por la religión. Aunque, en ocasiones, cuando se trataba de tomar decisiones políticas podía ser un mandatario sin escrúpulos, por lo general era un gobernante compasivo que incluso había establecido un impuesto con el fin de construir casas y hospitales para los más humildes. Era su esposa, la bella y ambiciosa Beatriz d'Este, quien lo había convencido para que reclamase el título de su joven e inútil sobrino. Pues ahora que había sido madre, Beatriz deseaba que su hijo gobernase algún día el ducado con pleno derecho.
Los ciudadanos de Milán —una ciudad considerada como la cuna de los descubrimientos— habían abrazado la cultura del humanismo, y el Moro y su esposa habían renovado las fortalezas, habían pintado las casas grises de la ciudad con vivos colores, según las nuevas tendencias, y habían limpiado las calles hasta deshacerse del horrible hedor que hasta entonces impedía que los nobles respirasen sin acercarse a la nariz una naranja recién cortada o un guante con esencia de limón. Además, habían contratado a los mejores tutores para que impartieran clases en las universidades, pues eran conscientes de la importancia de una buena educación.
Durante trece años, Ludovico gobernó sin oposición, llevando el arte y la cultura a la ciudad de Milán; hasta que su sobrino contrajo matrimonio con una joven de gran temperamento y ambición, Isabel de Nápoles, la celosa y consentida prima de Beatriz y, lo que era más importante, la nieta del temido rey Ferrante de Nápoles.
Aun joven como era, Isabel no estaba dispuesta a perder su título de duquesa, ya que, según decía ella, era por culpa de Ludovico por lo que se habían visto obligados a vivir sin las distinciones y comodidades de las que eran merecedores.
Tras intentar convencer inútilmente a su marido, que no demostraba el menor interés por el poder e incluso agradecía que su tío lo liberase de la molesta obligación de gobernar el ducado de Milán, Isabel empezó a dirigir sus quejas directamente a su abuelo, el rey Ferrante. Le escribió una carta tras otra, hasta que consiguió provocar su ira. El rey de Nápoles no podía tolerar que su nieta fuese insultada de ese modo. Haría que Milán sintiese el peso de su venganza y devolvería a Isabel al lugar que le correspondía.
Al ser informado por sus asesores privados, Ludovico Sforza, desconfiando de las tácticas del rey Ferrante, reflexionó sobre sus opciones. La fuerza y la destreza militar del ejército de Nápoles eran legendarias, por lo que Milán nunca podría defenderse sin la ayuda de un Poderoso aliado. Y, entonces, como un milagro venido del cielo, Ludovico supo que el rey Carlos tenía intención de reclamar para Francia la corona de Nápoles. En una decisión sin precedentes, el Moro ofreció la entrada a Milán de las tropas del rey Carlos en su camino hacia Nápoles.
En el Vaticano, el papa Alejandro analizaba con César las posibles estrategias para afianzar su poder cuando Duarte Brandao se presentó para informarlo de la nueva amenaza a la que debía enfrentarse el papado.
—He sabido que Ferrante de Nápoles ha enviado un emisario al rey Fernando de España comunicándole su descontento con Su Santidad —dijo Duarte—. Os acusa de haber incurrido en graves pecados carnales, causando una gran vergüenza a la Iglesia.
—Sin duda, le han llegado noticias de los esponsales de mi hermana con Giovanni Sforza —intervino César con convicción—. Desconfiará de nosotros por nuestra alianza con Milán.
Alejandro asintió.
—Y tiene razones para hacerlo. Pero dime, amigo mío, ¿cuál ha sido la respuesta del buen rey Fernando? —le preguntó el papa a Duarte.
—No desea intervenir —dijo el consejero del papa—. Al menos, por ahora.
El papa sonrió.
—Fernando es un hombre de honor. No ha olvidado que fui yo quien le concedió la dispensa que le permitió desposar a su prima Isabel de Castilla.
Esa dispensa había unido los territorios de Castilla y Aragón, fortaleciendo el poder de España.
—Sería conveniente enviar un emisario a Nápoles —sugirió Duarte. Alejandro estaba de acuerdo.
—Le ofreceremos a Ferrante otra alianza matrimonial —dijo—. ¿o acaso no merece Nápoles lo mismo que tiene Milán?.
—Siento no poder ayudaros esta vez, padre —intervino César con ironía—. Después de todo soy cardenal de la Santa Iglesia Católica.
Esa misma noche, a solas en sus aposentos, Alejandro meditó sobre los caminos del hombre. Y, como sumo pontífice, llegó a una conclusión aterradora: el temor hace que los hombres se comporten de maneras contrarias a sus propios intereses, nubla su razón y los convierte en quejumbrosos insensatos. ¿Cómo, si no, podía explicarse que el Moro se aliase con Francia? ¿Acaso no se daba cuenta de que, una vez que las tropas francesas cruzaran las murallas de Milán, no habría un solo ciudadano que no corriera peligro? Las mujeres, los niños, los hombres... Nadie estaría a salvo. Alejandro suspiró. Desde luego, en momentos como ése, la conciencia de su propia infalibilidad era un gran consuelo.
Incluso en las épocas más oscuras, algunos hombres demuestran más maldad que otros. La crueldad late en sus venas y mantiene en vilo sus sentidos. Sienten el mismo placer con la tortura que la mayoría de los hombres al yacer con una mujer. Se aferran a un Dios vengador e inmisericorde de su propia invención y, con un retorcido fervor religioso, llevan a cabo su ruin misión.