Detrás de él, también oculto entre las sombras, don Michelotto no perdía de vista al León de Rimini. Mientras las últimas notas del glorioso Te Deum ascendían hasta alcanzar un ensordecedor crescendo, don Michelotto, vestido con ropas oscuras, se deslizó hasta el estrecho espacio que se abría detrás del banco. Sin hacer el menor ruido, pasó un cordel por encima de la cabeza de Gaspare Malatesta y, con un diestro movimiento de la mano, apretó el lazo alrededor del grueso cuello del enemigo del papa.
Gaspare Malatesta abrió la boca en un gesto salvaje, luchando inútilmente por llenar sus pulmones de aire. Intentó resistirse, pero, sin oxígeno, sus músculos apenas le respondieron.
—El Santo Padre siempre cumple su palabra —fueron las últimas palabras que oyó el León de Rimini antes de que la oscuridad lo envolviera.
Don Michelotto desapareció entre las sombras de la basílica sin que nadie lo viera; apenas había tardado un minuto en perpetrar el asesinato.
Al acabar la ceremonia, el papa Alejandro VI avanzó por el pasillo seguido por el cardenal César Borgia y sus hermanos, Juan, Lucrecia y Jofre. Los cinco pasaron junto al último banco sin observar nada que llamase su atención, pues Gaspare Malatesta permanecía sentado con el mentón apoyado sobre el pecho; el León de Rimini parecía dormido.
Finalmente, dos damas se detuvieron junto al banco y comentaron entre risas lo que, a sus ojos, parecía una imagen cómica. Mortificada por el comportamiento de Gaspare, su cuñada, que pensaba que no se trataba más que de otra de sus chanzas, se acercó a él para despertarlo. No gritó hasta que el cuerpo del León de Rimini resbaló hasta el suelo, contemplando las magníficas bóvedas de la basílica a través de sus ojos sin vida.
El anhelo de venganza del cardenal Giuliano della Rovere no tardó en convertirse en una obsesión. Todas las noches se despertaba, tembloroso, cuando el nuevo papa se le aparecía en sueños y, todas las mañanas, planeaba la manera de destruir al papa Alejandro mientras decía sus oraciones arrodillado ante la atenta mirada de gigantescos santos de mármol y retratos de mártires.
Della Rovere sentía un profundo odio hacia Alejandro. Le molestaba su carisma y la facilidad con la que el papa se desenvolvía en los más altos círculos. Le molestaba que hubiera situado a sus hijos en los principales cargos de la Iglesia ante la mirada indiferente de cuantos lo rodeaban. Le molestaba que los ciudadanos de Roma, los cardenales, e incluso la mayoría de los reyes, perdonasen sus excesos mientras participaban en sus multitudinarias celebraciones, sus bailes, sus banquetes y sus elaborados festejos, vaciando unas arcas que debían estar dedicadas a la defensa de los Estados Pontificios y a la conquista de nuevos territorios para la Iglesia.
Su odio no se debía tan sólo a la derrota sufrida en el cónclave, aunque, desde luego, aquel episodio había contribuido a hacerlo más intenso, sino a la certeza de que Alejandro era, en esencia, un hombre inmoral. Y el hecho de que él mismo hubiera cometido muchos de los pecados de los que acusaba a Alejandro no parecía alterar la opinión que se había forjado sobre el nuevo papa español.
El carácter afable del papa Alejandro contrastaba abiertamente con el de Della Rovere, un hombre impaciente y de temperamento violento que sólo parecía sentirse feliz cuando estaba de caza o en el campo de batalla. No le atraían los placeres ni los lujos terrenales, trabajaba sin descanso y rechazaba cualquier forma de ocio. Y era precisamente esta sobriedad de carácter lo que hacía que Della Rovere se viera a sí mismo como un hombre virtuoso; una opinión de sí mismo que ni siquiera el hecho de que tuviera tres hijas podía mancillar.
La aparente dignidad de Della Rovere hubiera resultado reconfortante para quienes lo rodeaban de no ser por el brillo fanático de sus grandes y oscuros ojos. La rigidez con la que mantenía erguida su inmensa cabeza y la contundencia de sus pómulos convertían su rostro en una escultura de inhóspitos y abruptos ángulos. Aunque apenas sonreía, cuando lo hacía dejaba ver una dentadura intacta y el hoyuelo de su mentón suavizaba amablemente su rostro. La pétrea firmeza de su cuerpo no transmitía fortaleza, sino rigidez de pensamiento. Nadie ponía en duda su coraje y su inteligencia, pero su lenguaje, rudo e insultante, no contribuía a su popularidad. Y, aun así, era un poderoso enemigo para Alejandro.
En su abundante correspondencia con Carlos, el joven rey de Francia, con Ferrante de Nápoles y con otros poderosos dignatarios, Della Rovere acusaba al papa Alejandro de haber comprado el solio pontificio, de ser un estafador y un chantajista, de nepotismo, de avaricia, de gula y de todo tipo de pecados carnales.
Y algunas de esas acusaciones eran ciertas, pues Alejandro había regalado valiosos castillos a los cardenales que habían apoyado su elección y les había otorgado los cargos más importantes dentro del Vaticano.
Así, el voto del cardenal Orsini le había asegurado la valiosa fidelidad de dos ciudades y, por haber contribuido a fortalecer la candidatura de Alejandro, Ascanio Sforza había sido nombrado vicecanciller Y había recibido una fortaleza, además de diversos feudos e iglesias. Incluso se rumoreaba que la oscura noche que había precedido a la elección varios hombres con alforjas llenas de plata habían viajado desde el palacio del cardenal Borgia al del cardenal Ascanio Sforza.
Pero no sólo ellos habían obtenido importantes privilegios de Alejandro. El propio Giuliano della Rovere había sido nombrado nuncio de Aviñón y canónigo de Florencia, además de recibir las fortalezas de Ostia y Senigallia, aunque era por todos conocido que el cardenal Della Rovere se había votado a sí mismo en el cónclave.
Desde luego, el reparto de territorios y beneficios no era una práctica nueva. Era costumbre que los nuevos papas obsequiaran con sus posesiones a los cardenales, pues, de no hacerlo, al quedar abandonadas, éstas serían saqueadas por los ciudadanos de Roma. ¿Y quién mejor para recibir aquellos obsequios que quienes habían demostrado su lealtad otorgando su voto al nuevo papa?.
El cardenal Della Rovere procedía de una familia de mayor riqueza e influencia que la de Rodrigo Borgia. Si el trono papal pudiera ser comprado, sin duda él hubiera superado en obsequios a Alejandro y el resultado de las votaciones habría sido distinto.
Ahora, dominado por sus ansias de venganza, Giuliano della Rovere, apoyado por otros cardenales disidentes, pretendía convencer al rey de Francia de la necesidad de convocar un concilio ecuménico, pues una asamblea de cardenales, obispos y líderes laicos era el instrumento ideal para limitar el poder del papa. El concilio podía imponerle al papa las normas que debía seguir; incluso estaba capacitado para privarlo de su condición de pontífice. Pero el concilio ecuménico se había convertido en un instrumento extinto desde que Pío II le había asestado un golpe mortal treinta años atrás. Ahora, al ver cómo el papa había impuesto la mitra cardenalicia a su hijo César, la indignación de Della Rovere era tal que, junto a sus aliados, estaba dispuesto a resucitar el concilio para acabar con Alejandro.
Para distanciarse lo más posible del papa, al poco tiempo del nombramiento de César, Della Rovere abandonó Roma y viajó a su diócesis de Ostia, dispuesto a llevar a cabo sus objetivos, Una vez se hubiera convocado el concilio, viajaría a Francia para ponerse bajo la protección del rey Carlos.
Tras garantizar el futuro de sus hijos varones, el papa Alejandro reflexionó largamente sobre su hija. Aunque Lucrecia acababa de cumplir trece años, Alejandro sabía que no podía esperar más tiempo. Debía desposarla con Giovanni Sforza, el duque de Pesaro, aunque ya la hubiera prometido a dos nobles españoles cuando todavía era cardenal.
Su visión política había cambiado desde que era papa y tenía que proceder con sumo cuidado si quería asegurarse una alianza con Milán.
De ahí que no tuviera más opción que romper sus antiguas promesas de la forma más amistosa posible.
Lucrecia era el bien más valioso con el que contaba el papa a la hora de establecer alianzas matrimoniales y, a sus veintiséis años, Giovanni Sforza, recién enviudado al morir su esposa durante el parto, era la elección más acertada, pues su tío, el Moro, era el hombre más poderoso de Milán. Alejandro debía actuar con presteza y asegurarse la amistad de el Moro antes de que éste estableciera una alianza con el reino de España o de Francia.
Alejandro sabía que si no conseguía unificar las principales ciudades de una península gobernada por las leyes de la Iglesia, el sultán de Turquía acabaría por apoderarse de gran parte del país. Sabía que, de tener oportunidad, el sultán no dudaría en avanzar hasta Roma, con la consiguiente pérdida de riquezas y almas para la Iglesia. Y, lo que era aún más importante, si no conseguía asegurarse la lealtad del pueblo, si no conseguía defender Roma de la invasión de los extranjeros, si no aprovechaba su condición de papa para aumentar el poder de la Iglesia, otro cardenal —sin duda, Giuliano della Rovere— acabaría ocupando su lugar como papa, y los miembros de la familia Borgia correrían un grave peligro, pues el nuevo papa no vacilaría en acusarlos de herejía para deshacerse de ellos. De ser así, la fortuna que Alejandro había forjado con tanto esfuerzo le sería arrebatada y la familia de los Borgia quedaría arruinada. Desde luego, ése era un destino mucho peor que el sacrificio que pronto tendría que llevar a cabo su bella hija Lucrecia.
En público, Lucrecia acostumbraba a inclinarse ante su padre y a besarle el anillo en señal de respeto, pero cuando no había nadie presente siempre corría hasta él y se colgaba de su cuello en un cálido abrazo mientras lo besaba una y otra vez. Alejandro adoraba a su hija.
Pero hoy, en vez de devolverle el abrazo, el sumo pontífice la sujetó de los brazos y la apartó de él en silencio.—¿Qué ocurre, padre? —preguntó Lucrecia sin disimular su sorpresa.
Le aterraba pensar que su padre pudiera reprocharle algo. A sus trece años, Lucrecia era verdaderamente hermosa. Era más alta que la mayoría de las jóvenes de su edad y su rostro poseía la palidez de la porcelana y unos rasgos tan armoniosos que parecían pintados por el maestro Rafael, Sus claros ojos brillaban con inteligencia y sus movimientos eran gráciles y delicados. Lucrecia era la llama que iluminaba la vida de su padre; cuando ella estaba presente, al papa Alejandro le costaba meditar sobre las escrituras o pensar en estrategias políticas.—¿Qué ocurre, padre? —preguntó Lucrecia con inquietud—. ¿Qué he hecho para disgustaros?.
—Hija mía, ha llegado el momento de pensar en tus esponsales —dijo Alejandro escuetamente.
—Pero, padre —exclamó ella, dejándose caer de rodillas—. Aún no estoy preparada para separarme de vos. No lo soportaría.
Al ver sus lágrimas, Alejandro levantó a su hija del suelo y la abrazó, intentando reconfortarla.
—Ya es suficiente, hija mía —le susurró al oído—. Es necesario que te prometas para forjar una alianza, pero eso no significa que debas irte. Al menos, todavía no. Y, ahora, sécate esas lágrimas y escucha lo que tu padre tiene que decirte.
Lucrecia se sentó en uno de los cojines dorados que había en el suelo.
—Los Sforza son la familia más poderosa de Milán —empezó diciendo el papa—. El sobrino de el Moro, el joven Giovanni, acaba de perder a su esposa. Vuestro matrimonio sellará la alianza entre Roma y Milán. Sabes que sólo deseo lo mejor para nuestra familia y ya eres lo suficientemente mayor para comprender que estas alianzas con las grandes familias de Italia son necesarias para fortalecer el poder de la iglesia. De no ser por ellas, nuestra familia correría peligro y eso es algo que no estoy dispuesto a permitir.
Como la niña que todavía era, Lucrecia inclinó la cabeza y asintió. Al verla, Alejandro se levantó y caminó hasta el otro extremo de la estancia, buscando las palabras adecuadas. Finalmente, se volvió hacia su hija y le preguntó:
—¿Sabes cómo complacer a un hombre en el lecho? ¿Te lo ha explicado alguien?.
—No, padre —dijo ella y, de repente, sonrió con malicia, pues había visto a más de una cortesana satisfaciendo los deseos de un hombre.
Alejandro sonrió y movió la cabeza de un lado a otro, admirado ante la personalidad de esa hija suya que, incluso a esa tierna edad, gozaba de una profunda ternura y, al mismo tiempo, era despierta e irónica.
Hizo un gesto a sus dos hijos varones para que se acercaran a él. —Tenemos que hablar, hijos míos —dijo—. Debemos tomar una importante decisión, pues nuestro futuro depende de lo que decidamos hoy.
César era un joven reflexivo y reservado, aunque, desde niño, siempre había demostrado una actitud ferozmente competitiva que lo hacía ansiar la victoria a cualquier precio en toda actividad a la que se entregara.
Juan casi siempre tenía una mueca sardónica en los labios y se mostraba extremadamente reacio al dolor, aunque sólo cuando se trataba del suyo propio, pues no era ajeno a la crueldad. Aunque careciera tanto del encanto de Lucrecia como del carisma de César, Alejandro sentía un sincero afecto por él, pues intuía en ese hijo suyo una mayor vulnerabilidad que en sus hermanos.—¿Por qué nos has mandado llamar, padre? —preguntó César mientras miraba por la ventana. Fuera hacía un día hermoso y él anhelaba estar al aire libre—. Hay un magnífico carnaval en la plaza...
Alejandro se sentó en su diván favorito.
—Venid y sentaos, hijos míos —ordenó con amabilidad—. Sentaos a mi lado.
Sus tres hijos se sentaron sobre los cojines de seda.
La cristiandad —dijo Alejandro, levantando los brazos por encima de ellos—. Las grandes obras que hacemos por la Iglesia nos harán crecer. Los Borgia estamos destinados a salvar multitud de almas y a vivir confortablemente mientras llevamos a cabo la obra del Señor. Pero los tres sabéis, tal como nos enseñan las vidas de los santos, que las grandes obras requieren de grandes sacrificios —concluyó mientras se santiguaba.
Sentada a los pies del papa, Lucrecia apoyaba la cabeza sobre el hombro de César. A su lado, aunque algo alejado de ellos, Juan sacaba brillo a su nuevo estilete.—Supongo que habréis compartido el lecho con alguna mujer —preguntó Alejandro, dirigiéndose a sus dos hijos varones.
Juan frunció el ceño.
—Por supuesto, padre. No entiendo por qué preguntáis algo así.
—Es importante saber todos los detalles posibles antes de tomar una decisión, hijo mío —dijo Alejandro. Después se volvió hacia su hijo mayor—: ¿Y tú, César? ¿Has estado con alguna mujer?.