Las estatuas de la Virgen, el retrato del Niño Jesús y las blancas sábanas del lecho nupcial, incluso el dosel de la cama, estaban cubiertos de sangre. En el suelo yacían los cuerpos inertes de los novios, Lavina y Torino; sus camisones empapados en púrpura, la fina tela y la carne humana atravesadas por el acero.
Junto a los cuerpos, Netto y otros cuatro hombres observaban la escena con las espadas teñidas de sangre. La duquesa Atalanta maldecía a gritos a su hijo, Netto intentaba tranquilizaría. César se detuvo en el umbral y escuchó sin que pudieran verlo.
Netto le explicaba a su madre que Torino había seducido a su esposa, que Torino era demasiado poderoso y que su familia planeaba deshacerse de ella para tomar el control de la ciudad. Él mismo se había encargado personalmente de dar muerte a todos sus partidarios, y a partir de ahora asumiría el gobierno de Perugia, aunque, por supuesto, siempre habría un lugar de honor en su corte para ella.—¡Traicionada por mí propio hijo! —gritó Atalanta.
—Abre los ojos, madre —exclamó Netto—. Además, Torino no es el único con quien se ha acostado mi esposa. También se ha acostado con Tila.
César ya había oído suficiente. Regresó rápidamente a los aposentos de Tila.
—¡Habladurías! ¡No son más que habladurías! —exclamó Tila con cólera al saber lo ocurrido—. El bastardo de mi primo quiere destronar a su propia madre y, sin duda, también intenta acabar conmigo.
César, Tila y Gio atrancaron la puerta con varios muebles, salieron por una de las ventanas y escalaron la fachada hasta alcanzar el tejado. Al abrigo de la oscuridad, César y Tila saltaron al patio situado en la parte posterior de la fortaleza y ayudaron a bajar a Gio. César tuvo que contener a Tila, que pretendía volver a entrar en el palacio para enfrentarse a Netto. Finalmente, consiguió convencerlo y los tres se reunieron con los treinta soldados de César, que esperaban acampados fuera de la fortaleza. Una vez a salvo, César reflexionó sobre la mejor manera de proceder. Podía luchar junto a su amigo o podía llevarlo consigo a Roma.
César le ofreció a Tila la posibilidad de ir a Roma, pero éste la rechazó de forma tajante. Lo único que necesitaba era que lo ayudara a llegar hasta la Casa Consistorial, en la plaza principal de Perugia, donde Tila podría reunir a sus partidarios para defender su honor y devolverle la ciudad a su legítima dueña.
César accedió. Tras ordenar a diez soldados que escoltaran a Gio de Médicis hasta Florencia, acompañó a Tila Baglioni al centro de Perugia con el resto de sus hombres.
En la Casa Consistorial encontraron a cuatro fieles partidarios de Tila, que intentaban decidir la mejor manera de proceder. Tila se sirvió de ellos como mensajeros y, al rayar el alba, ya contaba con más de cien hombres armados, Netto no tardó en llegar a la plaza cabalgando al frente de sus partidarios, César ordenó a sus hombres que no participaran en la lucha a no ser que su vida corriera peligro. Tila dispuso a sus hombres en semicírculo y cabalgó hasta el centro de la plaza, donde lo estaba esperando su rival.
La lucha fue corta. Tila galopó hacia Netto, lo golpeó en el brazo con el que éste sujetaba la espada y le clavó su daga en un muslo. Netto cayó del caballo. Tila desmontó y, antes de que Netto pudiera incorporarse, le atravesó el pecho con la espada. Los hombres de Netto intentaron darse a la fuga, pero no tardaron en ser interceptados. Tila volvió a montar en su imponente caballo y ordenó que trajeran ante su presencia a los enemigos capturados.
Tan sólo quedaban quince de ellos con vida. La mayoría estaban heridos de gravedad y apenas eran capaces de mantenerse en pie.
Tila ordenó que fueran decapitados y que sus cabezas fueran clavadas en las almenas de la fortaleza. César observó con asombro el cambio que había tenido lugar en Tila, que en tan sólo un día se había transformado en un valiente soldado y un verdugo despiadado. A sus diecisiete años, Tila Baglioni acababa de convertirse en el Tirano de Perugia.
Cuando César regresó a Roma, tras contarle a su padre lo ocurrido, le preguntó cómo podían ser tan crueles unos hombres que decían adorar a la Virgen.
El papa sonrió. Lo que acababa de oír parecía divertirlo. —Los Baglioni son verdaderos creyentes —dijo—. Creen sinceramente en la vida después de la muerte. Realmente es un don, pues ¿cómo, si no, podría un hombre soportar los avatares de esta vida? Desgraciadamente, la inmortalidad del alma también les da a muchos hombres el coraje necesario para cometer todo tipo de crímenes en nombre del Señor.
El papa Alejandro no era un hombre que gustara de rodearse de excesivos lujos. Aun así, el palacio del Vaticano debía evocar los placeres que esperaban a las almas bondadosas después de la muerte. Alejandro sabía que incluso las almas más elevadas se sentían impresionadas por las riquezas terrenales con las que se rodeaba la Iglesia. Aunque la mayoría de los ciudadanos aceptaban la figura del papa como infalible y venerado vicario de Cristo, la fe de los reyes y los príncipes era menos sólida. Para convencer a los hombres de noble estirpe eran necesarios el oro y las piedras preciosas, la seda y los ricos brocados, la imponente tiara pontificia y las ricas vestiduras papales, que habían perdurado a lo largo de los siglos hasta adquirir un valor difícilmente concebible para la mayoría de los mortales.
Y tampoco había que olvidar los majestuosos salones del palacio del Vaticano, con paredes y techos ornados con magníficas pinturas que albergaban la promesa de una nueva vida para aquellos que se condujeran con virtud. Era ahí, rodeado de retratos de grandes papas coronando a reyes del renombre de Carlomagno, liderando ejércitos en las Cruzadas o rogando a la Virgen por la salvación de las almas de los hombres de buena voluntad, donde el papa recibía a aquellos que, procedentes de todos los rincones de Europa, acudían en peregrinación a Roma con las manos llenas de ducados. Quienes mirasen todos aquellos retratos verían que el papa, como intermediario del Señor, era el único hombre capaz de legitimar el poder de los grandes señores de la cristiandad; el pontífice era el vicario de Cristo y los reyes debían postrarse ante él.
Pero fue en sus aposentos privados donde el papa Alejandro llamó a reunirse con él a su hijo Juan. Había llegado el momento de hacerle saber que su destino como miembro de la nobleza española estaba a punto de cumplirse.
Juan Borgia era casi tan alto como César, aunque de constitución menos robusta. Al igual que su hermano y que su padre, era un hombre apuesto. Algo en su rostro —quizá fueran los ojos ligeramente almendrados, o los pómulos pronunciados— recordaba la sangre de sus ancestros españoles. Aun así, y aunque tenía la tez bronceada por las largas horas que pasaba cazando al aire libre, la desconfianza que transmitían sus ojos oscuros lo privaba del atractivo de su padre y su hermano César.—¿Qué puedo hacer por vos, padre? —preguntó tras arrodillarse ante el sumo pontífice.
Alejandro sonrió con sincero afecto, pues ese joven hijo suyo, esa alma confusa, necesitaba de sus consejos.—Como sabes, al morir, tu hermanastro Pedro Luis te legó el ducado de Gandia. Pedro Luis estaba prometido en matrimonio con María Enríquez, la prima del rey Fernando de Aragón. Como padre y como sumo pontífice he decidido que tú honrarás ese compromiso para fortalecer nuestros lazos con el reino de España. De esta manera, acabaremos con cualquier duda que el rey de Aragón pueda albergar sobre nuestra buena voluntad. Por eso, pronto partirás hacia España para reclamar a tu futura esposa. ¿Entiendes lo que se espera de ti?.
—Sí, padre —dijo Juan, con una ligera mueca de desagrado.
—¿No te complace mi decisión? —preguntó el papa Alejandro—. Lo hago por el bien de nuestra familia y por el tuyo. Entrarás a formar parte de una familia que goza de grandes riquezas e influencia y todos nos beneficiaremos de esta alianza. Además, Gandia tiene una magnífica fortaleza y grandes extensiones de tierras fértiles que, a partir de ahora, pasarán a ser de tu propiedad.
—Quisiera viajar acompañado de grandes riquezas —interrumpió Juan a su padre—. Así verán que yo también soy digno de respeto.
El papa Alejandro frunció el ceño. —Para ser respetado basta con que demuestres que eres un hombre temeroso de Dios. Deberás servir fielmente al rey de España, honrarás a tu esposa y evitarás las apuestas y los juegos de azar.
—¿Algo más., padre? —preguntó Juan con sarcasmo.
—Te haré llamar cuando tenga nuevas noticias que darte —dijo escuetamente Alejandro. Aunque Juan raramente le creaba problemas, en momentos como aquél, su comportamiento lo irritaba sobremanera. Aun así, se recordó a sí mismo que su hijo todavía era joven y que carecía de cualquier talento para la diplomacia—. Mientras tanto, intenta disfrutar de la vida, hijo mío —continuó diciendo con una calidez forzada—, Puedo asegurarte que, con la actitud debida, tu estancia en España te proporcionará grandes satisfacciones.
El día en que César Borgia iba a ser investido cardenal, la inmensa capilla de la basílica de San Pedro rebosaba de fieles, pues estaban presentes todas las grandes familias de la aristocracia italiana.
Desde Milán habían venido Ludovico Sforza, más conocido como el Moro, y su hermano Ascanio, ahora vicecanciller de la Iglesia, vestido con el tocado cardenalicio y ricos hábitos brocados con piezas de marfil.
Desde Ferrara había acudido una de las familias de más rancio abolengo de toda la península, los D'Este. Sus ropas, grises y negras, hacían resaltar el brillo de las piedras preciosas que colgaban sobre sus pechos. Los D'Este habían emprendido el largo viaje hasta Roma para presentar sus respetos al papa y al nuevo cardenal, pues, en el futuro, sin duda requerirían de sus favores.
Pero nadie llamó tanto la atención de los asistentes como el joven Piero de Médicis. Solemne y autocrático, el florentino vestía un jubón verde esmeralda brocado con magníficos molinillos de oro que proyectaban un halo de luminosidad en torno a su rostro, imbuyéndolo de una aparente santidad. Piero de Médicis encabezaba una comitiva formada por siete orgullosos miembros de su linaje, entre los que se encontraba su hermano Gio. Actualmente, Piero era quien ostentaba el gobierno de Florencia, aunque se rumoreaba que el control de los Médicis sobre la ciudad toscana realmente había terminado tras la muerte de su padre, Lorenzo el Magnífico, y que el joven príncipe no tardaría en ser derrocado por sus enemigos.
De Roma habían acudido tanto los Orsini como los Colonna, Enemistadas desde hacía varias décadas, últimamente ambas familias parecían haberse concedido una tregua. Aun así, habían tenido cuidado de ocupar asientos situados en extremos opuestos de la basílica, pues no hacía mucho tiempo que un sangriento enfrentamiento entre ambas familias había interrumpido la ceremonia de investidura de un cardenal.
En la primera fila, Guido Feltra, el poderoso duque de Urbino, conversaba en voz baja con el rival más encarnizado del papa, el cardenal Giuliano della Rovere, sobrino del difunto papa Sixto IV y actual nuncio apostólico en el reino de Francia.—Sospecho que al joven César le agradan más las batallas que las Sagradas Escrituras —dijo Feltra acercándose al cardenal para que éste pudiera oírlo sin necesidad de levantar la voz—. Estoy seguro de que podría llegar a ser un gran general. Es decir, si no estuviera destinado a convertirse en el próximo papa.
Della Rovere hizo un gesto nervioso, como si, de repente, algo lo incomodara.—Como su padre, es incapaz de resistir las tentaciones de la carne —dijo el cardenal en tono de desaprobación—, Y no sólo eso. Tiene la desagradable costumbre de participar en combates cuerpo a cuerpo con campesinos y, en ocasiones, incluso se ha enfrentado a toros.
Realmente, el suyo es un comportamiento de lo más inapropiado para un príncipe de la Iglesia.
Feltra asintió.
—He oído que su caballo acaba de ganar el Palio de Siena. El cardenal Della Rovere parecía cada vez más molesto. —Con trampas —exclamó, airado—. Sin honor. Su jinete desmontó antes de acabar la carrera para que el caballo llevara menos peso. Por supuesto, se recurrió el resultado, pero los jueces no se atrevieron a obrar en justicia.
Feltra sonrió.
—Resulta sorprendente... —empezó a decir.
—No olvidéis nunca lo que voy a deciros —lo interrumpió bruscamente Della Rovere—. Este supuesto hijo de la Iglesia es el mismísimo diablo.
Giuliano della Rovere vivía entregado a su enemistad con los Borgia. Más incluso que el hecho de no haber sido elegido papa, lo que su cólera era el gran número de cardenales adeptos a la causa de los Borgia que había investido el papa Alejandro desde que ocupaba el solio pontificio. Aun así, no podía permitirse el lujo de faltar a esta ceremonia, pues eso hubiera perjudicado sus planes.
El papa Alejandro VI ofrecía una visión imponente frente al altar, El marcado dramatismo de sus ropajes blancos, realzado por el púrpura y el oro de la estola Opus Anglicanum, le confería un aspecto digno del mayor respeto. Sus ojos brillaban con orgullo y determinación; sabedor de su poder, Alejandro reinaba, infalible y sin oposición, desde la grandiosa basílica erigida siglos atrás sobre la tumba de san Pedro.
El imponente órgano hizo sonar las notas triunfales del Te Deum —el himno de alabanza al Señor—, mientras Alejandro elevaba la mitra cardenalicia hacia el cielo y, con sonoras bendiciones en latín, la colocaba solemnemente sobre la cabeza de su hijo César, arrodillado frente a él.
César Borgia no levantó la mirada del suelo hasta que su padre acabó de impartir las bendiciones. Entonces se incorporó y permaneció inmóvil mientras dos cardenales le rodeaban los hombros con el manto cardenalicio. Sólo entonces se acercó a su padre y los dos hombres santos se dieron la vuelta, encarándose a la congregación.
César era más alto incluso que el Santo Padre. Tenía un rostro agraciado, con facciones pronunciadas y una nariz romana que no tenía nada que envidiarle a las mejores estatuas de mármol. Sus oscuros ojos irradiaban inteligencia. Al verlo, el silencio se adueñó de todos los presentes.
En la última fila de la basílica, solo en un banco oculto entre las sombras, un corpulento hombre vestido de plata y blanco permanecía sentado en silencio, Era Gaspare Malatesta, el León de Rimini. Lo que veía no era de su agrado y eso le infundía un valor carente de toda prudencia; tenía una cuenta pendiente con ese papa español. No había olvidado al joven criado que había sido enviado a Rimini atado a un asno tras ser asesinado por los Borgia. ¿Qué le importaban a él las amenazas de un papa? ¡Nada! ¿Qué le importaba a él ese Dios al que decía representar? ¡Nada! El León de Rimini no se asustaba fácilmente, Alejandro era un hombre y, como tal, podía morir. Ahora, mientras el papa investía a su hijo, Gaspare Malatesta se imaginó a sí mismo derramando tinta en las pilas de agua bendita, como ya lo había hecho durante la cuaresma. Así, no sólo mancharía los hábitos del nuevo cardenal, sino que también despojaría de sus aires de grandeza a todos los presentes. La idea le agradaba. Pero, hoy, tenía un asunto más importante del que ocuparse. Se reclinó en el banco y sonrió.