—Con muchas, padre —respondió César de forma escueta.
—¿Y las complacisteis? —preguntó, dirigiéndose a ambos.
Juan frunció el ceño con impaciencia.
—¿Cómo voy a saberlo? —preguntó con una carcajada—. Nunca me molesté en preguntárselo.
El papa Alejandro inclinó la cabeza.
—¿Y tú, César, las complaciste?
—Eso creo, padre —dijo él con una pícara sonrisa—, pues todas me ruegan que vuelva a compartir su lecho.
Alejandro miró a su hija, Lucrecia le devolvió la mirada con curiosidad.
—Decidme, ¿estaríais dispuestos a yacer con vuestra hermana? —preguntó el papa de repente.
Juan bostezó con evidente aburrimiento.
—Antes me haría monje —comentó.
—Eres un joven insensato —dijo Alejandro con una sonrisa.
—¿Por qué les preguntáis a mis hermanos sin preguntarme antes a mí? —intervino Lucrecia—. Si he de yacer con uno de ellos, ¿acaso no debería ser yo quien dijera con cuál deseo hacerlo?.
—¿A qué se debe todo esto, padre? —preguntó César—. ¿Por qué nos proponéis algo así? ¿Acaso no os preocupa que nos condenemos al fuego eterno por yacer con nuestra propia hermana?.
El papa Alejandro se incorporó y atravesó la sala hasta llegar a una puerta en forma de arco. Señaló los cinco paneles de la gran arcada, y preguntó:
—¿No os han enseñado vuestros maestros que los faraones de las grandes dinastías egipcias desposaban a sus hermanas para preservar la pureza de la sangre real? ¿No os han hablado de la joven Isis, que se casó con su hermano, el rey Osiris, hijo primogénito del cielo y de la tierra? Isis y Osiris tuvieron un hijo llamado Horus y los tres se convirtieron en la gran trinidad egipcia. Ayudaron a los hombres a escapar de los demonios y las almas nobles renacieron para vivir eternamente. La única diferencia entre ellos y nuestra Santísima Trinidad es que uno de ellos era una mujer. —El papa Alejandro miró a su hija y sonrió.— La egipcia ha sido una de las civilizaciones más avanzadas de la humanidad, por lo que bien puede servirnos de ejemplo.
—Ésa no puede ser la única razón, padre —intervino César—. Los egipcios eran paganos y adoraban a dioses paganos. Intuyo que hay algo más que todavía no nos habéis dicho.
Alejandro se acercó a Lucrecia y, mientras acariciaba su cabello dorado, sintió un súbito remordimiento. No podía explicarle que sabía lo que sentía el corazón de una mujer cuando se entregaba a un hombre por primera vez, que sabía que el primer hombre con quien yaciera Lucrecia se convertiría en el dueño de su corazón y de sus actos, que, al entregarse a él, además de su cuerpo le estaría entregando las llaves de su corazón y de su alma y que él, su padre, el sumo pontífice, debía asegurarse de que no le entregara también las llaves de Roma. De ahí que, al no estar dispuesto a permitir que un extranjero reclamase su tesoro más valioso, Alejandro hubiera decidido que fuera uno de los hermanos de Lucrecia quien lo hiciera.
—Somos una familia —dijo el papa, ocultando sus verdaderos pensamientos—. Y la lealtad a la familia debe estar por encima de cualquier otra consideración. Debemos aprender los unos de los otros. Debemos protegernos entre nosotros. Y nunca, jamás, debemos rechazar los lazos que nos unen. Pues, si honramos ese compromiso, nunca seremos destruidos, pero si vacilamos, comprometeremos nuestra lealtad y estaremos condenados. —El papa se volvió hacia Lucrecia—: Y tienes razón, hija mía. Tú eres quien debe decidir. No puedes elegir con quién te desposarás, pero tienes la oportunidad de escoger al primer hombre con el que compartirás tu lecho.
Lucrecia miró a Juan.
—Me encerraría en un convento antes que yacer con Juan —dijo. Después miró a César—, Debes prometerme, hermano mío, que me tratarás con ternura, pues es de amor, y no de guerra, de lo que estamos hablando.
César sonrió, divertido, y le hizo una reverencia a su hermana.
—Tienes mi palabra —dijo—. Es posible que tú, mi propia hermana, me enseñes más sobre el amor y la lealtad de lo que nadie lo ha hecho hasta ahora. Sin duda, nuestra unión será beneficiosa para ambos.
—¿Padre? —dijo Lucrecia mirando al papa con los ojos muy abiertos—. ¿Estaréis presente para aseguraros de que todo sale bien? Sé que me faltará el valor si no estáis a mi lado, pues he oído historias terribles en boca de Julia y de mis damas de compañía.
Alejandro miró fijamente a su hija.
—Estaré ahí —dijo—. Igual que lo estaré la noche de tus esponsales, pues una alianza no tiene validez si no hay testigos que lo avalen.
—Gracias —dijo ella. Después se levantó y abrazó a su padre—. Desearía un vestido nuevo y un anillo de rubíes para festejar una ocasión tan especial.
—Por supuesto, hija mía. Tendrás los dos.
Una semana después, Alejandro, con vestiduras de satén blanco, ocupó su lugar en el solio pontificio. Libre del peso de la tiara, llevaba la cabeza cubierta con un modesto solideo de satén. La elevada plataforma del solio se alzaba en el extremo opuesto a donde había sido colocada la cama, delante de un tapiz de exquisita belleza, en una de las cámaras mejor ornamentadas de las renovadas estancias de los Borgia. Alejandro había mandado llamar a César y a Lucrecia y había ordenado a sus criados que no se acercasen a sus aposentos hasta que él los llamara personalmente.
El papa observó desnudarse a sus hijos. Lucrecia no pudo contener una risita al ver a su hermano desnudo. César la miró con afecto y sonrió. Alejandro pensó que resultaba extraño, y, en cierto modo, conmovedor, que tan sólo hubiese visto una expresión de ternura en el rostro de su hijo cuando éste contemplaba el cuerpo desnudo de su hermana. César siempre era el agresor, excepto cuando estaba con Lucrecia, quien siempre parecía capaz de someter la voluntad de su hermano.
Lucrecia era un tesoro, y no sólo por su belleza, aunque no existía seda más fina que los bucles dorados que enmarcaban su rostro. Sus ojos desprendían un brillo que parecía guardar un secreto y, ahora, su padre se preguntaba qué sería lo que los hacía brillar así. Su cuerpo, de piel suave e inmaculada, tenía unas proporciones perfectas, aunque aún era algo delgada, y sus pechos apenas habían comenzado a brotar. Sin duda, gozaba de una hermosura que cualquier hombre soñaría con poseer.
¿Y César? Ni tan siquiera un dios del Olimpo podría gozar de un porte más armonioso. Alto y fibroso, era la viva imagen de la virilidad. Sin duda, poseía otras virtudes que le servirían mejor que su ilimitada ambición. Pero, en ese momento, el gesto de César estaba lleno de ternura mientras contemplaba a su hermana, desnuda, de pie, a apenas unos pasos de él.
—¿Te parezco hermosa? —le preguntó Lucrecia a su hermano. Él asintió. Ella se giró hacia su padre—. ¿De verdad soy hermosa, padre? ¿Soy la joven más hermosa que hayáis visto nunca?.
El papa Alejandro asintió.
—Eres bellísima, hija mía. Sin duda, un reflejo de Dios en la tierra —dijo. Entonces levantó lentamente la mano derecha, trazó la señal de la cruz en el aire y los bendijo. Después les pidió que comenzaran.
Alejandro se sentía lleno de dicha y gratitud por haber sido bendecido con esos hijos a los que tanto amaba. Sin duda, Dios debió de sentirse igual que él mientras contemplaba a Adán y a Eva en el jardín del Edén. Pero, tras la felicidad inicial, no tardó en preguntarse si no estaría pecando de la misma vanidad que los héroes paganos. Se santiguó y pidió perdón por la impureza de sus pensamientos. Sus hijos tenían un aspecto tan inocente, tan libre de culpa, que el papa Alejandro no pudo evitar pensar que nunca volverían a encontrar un paraíso como el que los envolvía en aquel instante. ¿Y acaso no era ésa la razón de ser de un hombre y una mujer? Sentir la dicha divina. ¿Acaso no había causado ya la iglesia suficiente dolor? ¿De verdad era la castidad el único camino posible para honrar al Sumo Creador? El mundo de los hombres estaba tan lleno de traición que tan sólo aquí, en el palacio del vicario de Cristo en la tierra, sus hijos podían sentirse verdaderamente libres y protegidos. Era su deber protegerlos y eso era lo que estaba haciendo, pues esos momentos de intenso placer los ayudarían a afrontar las pruebas y penalidades a las que sin duda deberían enfrentarse en el futuro.
El gran lecho de plumas estaba cubierto por sábanas de seda y finos linos. Lucrecia se tumbó, desnuda, riendo con nerviosismo. Visiblemente excitado, César saltó sobre el lecho y se encaramó sobre su hermana.
—¡Padre! —exclamó Lucrecia, asustada—. ¡Padre! Me hace daño. El papa Alejandro se levantó.
—¿Así es cómo complaces a una mujer, César? Es evidente que debo de haberte fallado, pues ¿quién, sino yo, debería haberte enseñado a dar placer a una mujer?.
César se levantó y permaneció de pie junto al lecho. Su mirada estaba llena de ira. Se sentía rechazado por su hermana y reprendido por su padre. Y, aun así, su juventud mantenía despierto el deseo en su cuerpo.
—Acércate, hijo mío —le dijo Alejandro al llegar al lecho—. Acércate, Lucrecia. Acercaos al borde del lecho —le dijo a su hija.
El papa Alejandro cogió la mano de su hijo y acarició con ella el cuerpo de Lucrecia; despacio, con suavidad. Primero la cara, después el cuello y sus firmes y pequeños pechos.
—No debes mostrarte tan impetuoso, hijo mío —instruyó a su hijo—. Se necesita tiempo para disfrutar de la belleza. No hay nada tan exquisito en el mundo como el cuerpo de una mujer que se rinde voluntariamente a tus deseos. Si vas demasiado rápido, renunciarás a la misma esencia del acto del amor y, además, asustarás a tu compañera.
Lucrecia yacía con los ojos entornados, entregada al placer de las caricias de su hermano. Cuando la mano de César alcanzó su vientre y siguió descendiendo, Lucrecia abrió los ojos e intentó decir algo, pero el temblor de su cuerpo detuvo sus palabras.
—Padre —susurró por fin—. ¿Seguro que no es pecado sentir este placer? Prometedme que no iré al infierno.
—¿Acaso crees que tu padre pondría en peligro la inmortalidad de tu alma?.
El papa Alejandro seguía dirigiendo la mano de César. Estaba tan cerca de su hija que notaba su cálido aliento en el rostro. Al sentir la intensidad de su propio deseo, soltó la mano de César y, con voz severa, ordenó:
—Ahora, César. Tómala. Pero hazlo despacio, con ternura. Compórtate como un verdadero amante, como un verdadero hombre. Hónrala, pero tómala ya.
Aturdido, Alejandro se dio la vuelta, cruzó la estancia y volvió a sentarse. Y al oír gemir a su hija, al oírla gemir una y otra vez, temió por su propia alma. El corazón le latía demasiado fuerte, demasiado rápido. Se sentía mareado. Nunca antes había estado tan exaltado. Nunca antes había sentido un deseo tan intenso al ser testigo de una unión carnal. Y, entonces, se dio cuenta. De repente, lo comprendió todo. Aunque César pudiera salvarse, él, el vicario de Cristo en la tierra, acababa de encontrarse con la serpiente del Edén. No podía quitarse esa idea de la cabeza. Sabía que, si alguna vez volvía a tocar a esa niña, se condenaría eternamente, pues el placer que había sentido no era de este mundo.
Rezó. Rezó al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, implorando que lo libraran de esa tentación.
—Aléjame del mal —suplicó. Cuando alzó la mirada, sus dos hijos yacían, exhaustos, sobre el lecho.
—Vestíos, hijos míos —ordenó—. Vestíos y venid a mí.
Cuando se inclinó frente a su padre, Lucrecia tenía lágrimas en los ojos.
—Gracias, padre —dijo—. Si no hubiera conocido antes este placer nunca podría haberme entregado a otro hombre con dicha. Pensar que hubiera estado aterrorizada, que ni tan siquiera hubiera sospechado el placer que podía sentir. César —dijo al tiempo que se volvía hacia su hermano—, hermano mío, te doy las gracias. No creo que nunca pueda amar a nadie como te amo a ti en este momento.
César sonrió. Al mirarlo, el papa Alejandro vio un brillo en sus ojos que lo asustó. No había prevenido a su hijo de la amenaza del amor: el verdadero amor llena de poder a la mujer y pone en peligro el alma del hombre. Y, ahora, podía sentir que aunque esa unión hubiera sido una bendición para su hija, aunque hubiera fortalecido los lazos de los Borgia, algún día podría convertirse en una maldición para César.
El papa dispuso que se celebraran grandes festejos para recibir a Giovanni Sforza, el futuro esposo de Lucrecia. Alejandro sabía que el Moro, el tío de Giovanni, lo vería como un gesto de respeto que demostraría la buena voluntad de Roma en su alianza con Milán.
Pero ésa no era la única razón por la que Alejandro ordenó que se celebraran los festejos. Como sumo pontífice, conocía los deseos de sus súbditos y sabía que gustaban del esplendor de las celebraciones. Además, éstas reforzaban la imagen de benevolencia que tenían de él y contribuían a mitigar el letargo de sus grises existencias. Los festejos hacían surgir nuevas esperanzas en la ciudad y servían para evitar que los más desesperados se asesinasen entre sí por disputas sin importancia.
Las vidas de muchos de sus súbditos carecían de todo placer; de ahí que el papa se sintiera responsable de proporcionarles esos pequeños momentos de felicidad, pues ¿qué otra cosa podría garantizarle su apoyo? ¿Cómo podía un gobernante pedir lealtad a sus súbditos cuando las semillas de la envidia crecían en sus corazones al ver cómo otros hombres menos dignos disfrutaban de unos placeres que les eran negados a ellos? Los placeres debían ser compartidos, pues sólo así era posible controlar la desesperación que nace de la pobreza.
Ese día caluroso, imbuidos del aroma de las rosas, César, Juan y Jofre Borgia cabalgaron hasta las puertas de la ciudad para dar la bienvenida al duque de Pesaro. Los acompañaba el Senado de Roma en pleno y una comitiva de embajadores engalanados con majestuosos ropajes llegados desde Florencia, Nápoles, Venecia y Milán, e incluso desde Francia y España.
La comitiva de bienvenida seguiría al duque de Pesaro hasta el palacio del tío de Giovanni, el vicecanciller Ascanio Sforza, donde el joven duque estaría alojado hasta la noche de sus nupcias con Lucrecia. Alejandro había ordenado que la comitiva pasara por delante del palacio de Lucrecia para que su hija pudiera ver a su futuro esposo. Aunque había intentado mitigar los temores de Lucrecia con la promesa de que, tras los esponsales, y antes de reunirse definitivamente con su esposo en Pesaro, permanecería otro año en Roma con Julia y Adriana, ella parecía preocupada. Y Alejandro no podía sentirse dichoso si su hija era infeliz.