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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (32 page)

BOOK: Los Borgia
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Después de varias semanas siendo testigo de la desesperación de su hija, Alejandro estaba fuera de sí. Tenía que hacer algo. Y, así, concibió un plan para ayudarla. Lucrecia era una mujer inteligente y afable, una persona capaz de conseguir todo aquello que se propusiera.

siempre había pensado en concederle algunos de los territorios que César conquistase para Roma, pues, en el futuro, podía serle de ayuda tener alguna experiencia en el gobierno de sus súbditos.

Mientras tanto, Alfonso permanecía en la fortaleza de los Colonna, pues, obstinado como era, se negaba a regresar a Roma. No cabía duda de que echaba en falta a Lucrecia, pero al no haber obtenido respuesta a sus cartas, temía que ella lo hubiera olvidado.

Una vez más, Alejandro necesitaba la ayuda del rey de Nápoles, pues él era el único que podría convencer a Alfonso para que regresara junto a su esposa. Y así fue como el sumo pontífice envió a un emisario a Nápoles para que transmitiera sus deseos al rey Federico.

Alejandro estaba impaciente, aunque le preocupaba más su propio malestar que el sufrimiento de la joven pareja. Sólo Dios sabía cuántos amantes podría llegar a tener Lucrecia a lo largo de su vida. Si Alejandro tuviera que preocuparse por cada desencuentro amoroso de su hija, no le quedaría tiempo para hacer su trabajo; ni mucho menos el de Dios.

Tras deliberar con Duarte, el sumo pontífice finalmente resolvió enviar a Lucrecia a Nepi, un hermoso y tranquilo feudo de Ascanio Sforza que Alejandro había reclamado tras la huida del cardenal disidente a Nápoles.

A causa de su avanzado estado de gestación, Lucrecia viajaría en una confortable litera acompañada de un amplio séquito. Además, también iría con ella don Michelotto para asegurarse de que Nepi realmente era un lugar seguro. Por supuesto, Lucrecia también debía contar con un consejero que la ayudase en el gobierno de sus súbditos.

Alejandro sabía que habría sectores de la Iglesia que se opondrían a su decisión, pues, al fin y al cabo, aunque tuviera una habilidad innata para las cuestiones de Estado, Lucrecia no dejaba de ser una mujer. Y, aun así, la sangre de los Borgia corría por sus venas y Alejandro no estaba dispuesto a desperdiciar sus dotes.

El sumo pontífice estaba enojado con la esposa napolitana de su hijo Jofre. Por supuesto, sabía que, en parte, su malestar se debía a que Sancha era sobrina del rey Federico, cuya hija Carlotta se había negado a desposarse con César. Realmente, la arrogancia de la casa de Nápoles era intolerable. Y aunque César se hubiera dejado embaucar por las dulces palabras de Carlotta, el sumo pontífice sabía que, si el rey Federico realmente hubiera deseado esa alianza, habría bastado una palabra suya para que su hija se sometiera a su voluntad. A ojos de Alejandro, era como si el propio rey Federico hubiera rechazado a César.

Sancha siempre había sido una joven obstinada y testaruda y, lo que era aún peor, no le había dado hijos a Jofre. Además, sus coqueteos eran célebres en todo Nápoles. A veces Alejandro pensaba que hubiera hecho mejor invistiendo cardenal a Jofre y desposando a Sancha con César; él, al menos, podría haberla domesticado.

Ese día, Alejandro mandó llamar a Jofre, que por aquel entonces contaba diecisiete años, a sus aposentos privados.

Al ver entrar a su hijo, Alejandro advirtió que caminaba con una ligera cojera.

—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Alejandro, aunque el tono de su voz no demostraba demasiada preocupación.

—No es nada, padre —contestó él—. Una herida en el muslo haciendo esgrima.

A Alejandro siempre le había irritado la falta de destreza de su hijo menor. Jofre no gozaba ni de la inteligencia de su hermana ni del ingenio de Juan ni de la ambición de César. De hecho, cuando lo miraba, Alejandro no veía ninguna cualidad en su hijo. Y eso lo desconcertaba.

—Quiero que acompañes a tu hermana a Nepi —dijo finalmente—. Necesita de alguien que la proteja y la aconseje.

Jofre sonrió.

—Lo haré con sumo placer, padre —dijo—. Sancha también agradecerá el cambio de aires, especialmente si con ello tiene la oportunidad de compartir más tiempo con Lucrecia, a quien aprecia sinceramente.

Alejandro pensaba que la expresión de su hijo cambiaría en cuanto oyese lo que iba a decirle, aunque, por otra parte, Jofre era tan mojigato que probablemente ocultase sus verdaderos sentimientos.

—No creo haber mencionado a tu esposa —dijo escuetamente el Santo Padre—. Sancha no os acompañará a Nepi, tengo otros planes para ella.

Jofre frunció el ceño.

—Así se lo diré, padre, pero estoy seguro de que la noticia no será de su agrado.

Alejandro sonrió, pues, una vez más, tal como esperaba, su hijo había acatado sus deseos sin la menor objeción.

Pero la reacción de Sancha fue muy distinta.

—¿Cuándo empezarás a comportarte como un verdadero esposo, en vez de acatar las órdenes de tu padre como si todavía fueras un niño? —protestó airadamente cuando Jofre le comunicó la noticia.

Jofre la miró sin saber qué decir.

—No es tan sólo mi padre, Sancha. Es el sumo pontífice —se defendió finalmente—. No podemos desobedecer al Santo Padre.

—No estoy dispuesta a permanecer sola en Roma —exclamó ella con rabia mientras unas lágrimas de frustración asomaban en sus ojos—. Me casé contigo en contra de mi voluntad y, ahora que mi amor por ti ha crecido, no voy a permitir que nos separen.

—Hubo un tiempo en que no te importaba estar lejos de mí —dijo Jofre con una sonrisa vengativa—. Preferías estar con mi hermano Juan.

Sancha se secó las lágrimas.

—Tú eras un niño, Jofre, y yo me sentía sola —dijo—. Juan me brindó su consuelo.

—Debías de quererlo mucho, pues en su funeral derramaste más lágrimas que ninguno de nosotros —dijo Jofre secamente.

—No seas niño, Jofre. Lloraba porque temía por mi vida. Nunca he creído que tu hermano muriese a manos de un desconocido.

Los músculos de Jofre se tensaron y su mirada cobró un brillo afilado.

—¿Acaso sabes quién mató a mi hermano? —preguntó.

Incapaz de sostener la mirada de su esposo, Sancha inclinó la cabeza. Y entonces se dio cuenta de que su esposo verdaderamente había cambiado, pues Jofre ya no era aquel niño con el que ella se había desposado. Se acercó a él y le rodeó el cuello con ambos brazos.

—Te lo ruego —le suplicó—, no permitas que tu padre nos separe. Dile que necesito estar cerca de ti.

Jofre mesó el cabello de su esposa y la besó en la punta de la nariz.

Todavía no había sido capaz de perdonarla por su romance con Juan—. Habla tú con él. A ver si tienes más suerte que el resto de nosotros.

Y, así, Sancha fue a las estancias privadas del papa Alejandro y exigió ser recibida de inmediato por el sumo pontífice.

Alejandro estaba sentado en el solio pontificio, donde acababa de recibir en audiencia a un emisario de Venecia.

Sancha se acercó al sumo pontífice y, tras una leve reverencia, empezó a hablar sin besar su anillo en señal de respeto; al fin y al cabo, ella era hija y nieta de reyes.

—¿Es cierto lo que me ha dicho Jofre? —preguntó. Con el cabello despeinado y sus fieros ojos verdes, su imagen no era menos imponente que la de su temido abuelo, el rey Ferrante de Nápoles—. ¿Es cierto que debo permanecer en Roma mientras mi esposo viaja a Nepí con Lucrecia? ¿Acaso pretendéis que permanezca sola en el Vaticano, lejos de todos aquellos cuya compañía me complace? ¿Qué se supone que debo hacer aquí sola?.

Alejandro bostezó deliberadamente.

—Harás lo que se te ordene, por mucho que te disguste.

Incapaz de controlar su ira, Sancha dio un pisotón en el suelo. Esta vez el Santo Padre había ido demasiado lejos.

—¡Jofre es mi esposo! —exclamó—. Mi sitio está a su lado. Es a él a quien debo obediencia.

Alejandro rió, pero sus ojos contemplaron a Sancha con enojo.

—Mi querida Sancha, tu sitio está en Nápoles, con ese temerario tío tuyo, en la tierra que vivió bajo el yugo de tu abuelo Ferrante, el rey más cruel que haya conocido nuestra península. Y ahí es adonde volverás si no controlas tu lengua, jovencita.

—Vuestras amenazas no me asustan —exclamó ella—. Yo sólo temo la ira de Dios.

—Te lo advierto, Sancha, no sigas tentando tu suerte. Podría hacerte quemar en la hoguera por hereje y entonces sí que tardarías en reunirte con tu querido esposo.

Sancha contrajo cada músculo del rostro, apretando la mandíbula con furia.

—Podéis quemarme en la hoguera si eso es lo que deseáis, pero no podréis impedir que antes proclame toda la verdad sobre el papa y su iglesia, pues nada en Roma es lo que parece y el pueblo tiene derecho a conocer la verdad.

Cuando Alejandro se incorporó, Sancha retrocedió un paso. Pero la furia no tardó en detenerla y sostuvo la mirada del sumo pontífice sin bajar la cabeza en ningún momento.

—Viajarás a Nápoles mañana mismo —gritó Alejandro, incapaz de contener su cólera—. Y le darás un mensaje a tu rey. Dile que si él no quiere nada mío, yo tampoco quiero nada suyo.

Al día siguiente, Sancha abandonó Roma con una pequeña escolta y apenas los ducados suficientes para sufragar los gastos del viaje. Antes de partir, le había dicho a Jofre:

—Tu padre tiene más enemigos de los que cree. Antes o después será despojado de su tiara. Sólo ruego a Dios que me permita vivir para verlo.

El rey Luis, vestido con ricos ropajes bordados con abejas doradas, entró en Milán. Lo seguían César, el cardenal Della Rovere, el cardenal D'Amboise, el duque de Ferrara, Hércules d'Este, y una fuerza de cuarenta mil hombres.

Ludovico Sforza había vaciado las arcas del ducado pagando a mercenarios para defender la ciudad, pero sus hombres nunca tuvieron la menor oportunidad frente a las disciplinadas tropas del rey de Francia. Consciente de que su derrota estaba cerca, Ludovico había enviado a sus dos hijos y a su hermano Ascanio a Alemania, donde se habían puesto bajo la protección de su cuñado, el emperador Maximiliano.

Y así fue como, sin apenas resistencia, el rey Luis se convirtió en el legítimo duque de Milán.

Al entrar en la ciudad, el monarca francés acudió directamente a la fortaleza de los Sforza, donde se guardaban los cofres con cerraduras diseñadas por el propio Leonardo da Vinci en los que Ludovico escondía su fortuna. Pero en vez de joyas y oro, el rey Luis encontró los cofres vacíos.

Después de la fortaleza, el rey Luis visitó los establos de los Sforza, decorados con magníficos retratos de sus mejores caballos, y el monasterio de Santa María, con la impresionante representación de la última Cena pintada por Leonardo da Vinci. Pero, a pesar de su admiración por tan bellas obras de arte, no pudo impedir que sus arqueros emplearan como diana una maravillosa estatua ecuestre de arcilla hecha por Leonardo. Ni tampoco que sus nuevos súbditos pensaran que los soldados franceses eran unos bárbaros, pues escupían en los suelos de los palacios y orinaban y defecaban en plena calle.

Si los Estados Pontificios se hubieran unificado antes, tal vez Luis se hubiera conformado con el ducado de Milán, pero era necesario continuar en su avance, pues el monarca francés se había comprometido a aportar las tropas necesarias para que César expulsara a los caudillos de la Romana, y la devolviera al control de la Iglesia para mayor gloria y riqueza de los Borgia.

Una vez en Nepi, Lucrecia se entregó en cuerpo y alma al gobierno de sus nuevos súbditos. Formó un nuevo consejo legislador y un cuerpo de guardia para devolver la ley y el orden a las calles de Nepi. Siguiendo el ejemplo de su padre, recibía cada jueves en palacio a los ciudadanos que descaran expresar alguna queja y tomaba las medidas necesarias para remediar su situación. Así, con sus sabias decisiones no tardó en ganarse el aprecio de sus súbditos.

Desde su llegada, Jofre había sido un consuelo para Lucrecia, quien añoraba la compañía de su esposo Alfonso. A su vez, ella le había correspondido ayudándolo a superar el enojo que sentía por el comportamiento de Sancha. Mientras Lucrecia aprendía a gobernar, Jofre pasaba los días cazando y cabalgando por los bellos alrededores de Nepi. Parecía que la vida volvía a sonreírles.

Como recompensa por la excelente labor que Lucrecia había llevado a cabo en Nepi, Alejandro permitió que Alfonso se reuniera con su esposa y otorgó a la joven pareja la plaza, la fortaleza y las tierras.

Unas semanas después, Alejandro visitó a su hija en Nepi. Mientras disfrutaban de un copioso almuerzo, el Santo Padre le preguntó a su hija si desearía regresar a Roma. Valiéndose de todas sus dotes de convicción, le dijo a Lucrecia que estaba envejeciendo y que gozar de la compañía de su nieto lo colmaría de felicidad. Llena de dicha, ahora que volvía a estar con su esposo, y feliz ante la perspectiva de volver a estar junto a Julia y Adriana, Lucrecia accedió a volver a Roma.

A su regreso a Roma, acompañada de su esposo y de Jofre, Lucrecia fue recibida a las puertas de la ciudad por malabaristas, músicos y bufones enviados por Alejandro para darles la bienvenida. Además, su palacio había sido decorado con ricos colgantes de seda y magníficos tapices.

Alejandro acudió a su encuentro en cuanto tuvo noticias de su llegada.

—Hoy es un día dichoso para Roma —dijo abrazándola con cariño—.

Mí querida hija ha vuelto con nosotros y mi hijo César pronto regresará victorioso de la guerra, La felicidad de Alejandro era tal que incluso abrazó a Jofre con entusiasmo. Ese día, el sumo pontífice sentía que todas sus plegarias habían sido escuchadas.

A los pocos días, Alejandro recibió una carta de César diciéndole que habían tomado Milán. Después, cuando Lucrecia dio a luz a un niño sano y robusto, al que llamó Rodrigo en honor al Santo Padre, Alejandro pensó que en este mundo no podía haber un hombre más dichoso que él.

CAPÍTULO 20

Vestido con una armadura negra y montado en su magnífico corcel, César Borgia se reunió con sus capitanes a las puertas de Bolonia. El ejército de mercenarios suizos y alemanes, de artilleros y oficiales españoles esperaba listo para emprender la marcha junto a las experimentadas tropas francesas.

El rey Luis había cumplido su palabra. Los estandartes ondeaban al viento con el buey de los Borgia y la llama de César. Todo estaba dispuesto para emprender camino hacia Imola y Forti.

César llevaba una armadura ligera que le permitía mayor libertad de movimiento sin restarle protección, una armadura con la que incluso podía luchar a pie si era desmontado de su caballo. El buey dorado tallado en su coraza brillaba con el sol del mediodía.

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