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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (27 page)

BOOK: Los Borgia
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César se inclinó ante el sumo pontífice. Como muestra de gratitud, intentó besarle los pies, pero Alejandro los retiró.

—Muestra más respeto por la Iglesia y menos por tu padre —dijo el sumo pontífice—. Debes demostrarme con hechos, y no con gestos, que no he errado en mi decisión. Eres mi hijo y siempre perdonaré tus pecados.... como lo haría cualquier padre —concluyó diciendo con sincera emoción.

—Desearía tanto volver a oír reír a Lucrecia —le dijo Alejandro a Duarte después de firmar el contrato que concluía las negociaciones para sus esponsales con Alfonso—. Su melancolía ya dura demasiado. Es hora de que vuelva a ser feliz.

Deseoso de mejorar el ánimo de Lucrecia, de acabar de una vez por todas con ese decaimiento en el que permanecía sumida desde que había alumbrado a su hijo, Alejandro había insistido en que Alfonso se presentara en Roma en secreto. No en vano, se decía que el duque de Bisceglie era el hombre más apuesto de Nápoles, por lo que Alejandro deseaba sorprender a su hija con su llegada.

Alfonso entró en Roma acompañado tan sólo por siete hombres. Los otros cincuenta miembros de su séquito esperaban en Marino, a las afueras de la ciudad. Fue recibido por un emisario del papa, que lo acompañó inmediatamente al Vaticano. Una vez que el sumo pontífice pudo comprobar personalmente que era tan apuesto como se decía, dispuso que acudiera al palacio de Santa Maria in Portico.

Lucrecia estaba asomada a su balcón, tarareando una melodía mientras observaba a los niños que jugaban en la calle. Era una hermosa mañana de verano y pronto conocería a su futuro esposo, pues su padre le había dicho que Alfonso llegaría antes de concluir la semana. Esperaba con impaciencia el momento de conocerlo, pues nunca había oído a César hablar tan favorablemente de ningún hombre.

Y, entonces, vio al joven Alfonso y el corazón empezó a latirle con una fuerza con la que nunca lo había hecho antes y las rodillas le temblaron hasta tal punto que tuvo que apoyarse en Julia para no caer al suelo.

—¿Has visto alguna vez a un hombre tan apuesto? —exclamó Julia. Pero Lucrecia no dijo nada, pues se sentía incapaz de hablar. En la calle, Alfonso desmontó de su caballo y, al levantar la mirada hacía el balcón, también él pareció quedar paralizado, como si acabara de caer bajo los efectos de algún embrujo.

Alfonso y Lucrecia acudieron a numerosos festejos y pasaron largas horas paseando por el campo o explorando las calles y los comercios de Roma, acostándose tarde y amaneciendo temprano cada nuevo día.

—Padre, ¿cómo puedo agradeceros lo que habéis hecho por mí? —exclamó Lucrecia, arrojándose en los brazos de Alejandro como cuando todavía era una niña—. ¿Cómo podría explicaros lo feliz que soy?.

Alejandro también era feliz.

—Tu felicidad es la mía —le dijo a su hija—. Sólo deseo lo mejor para ti.

La ceremonia apenas se diferenció de la de los primeros esponsales de Lucrecia; sólo que esta vez ella hizo sus votos por voluntad propia y apenas si se dio cuenta de la espada desenvainada que el obispo que ofició la ceremonia sostenía sobre su cabeza.

Por la noche, tras el banquete, Lucrecia y Alfonso consumaron su unión ante el papa Alejandro y Ascanio Sforza y, en cuanto el protocolo lo permitió, se retiraron al palacio de Santa Maria in Portico, donde permanecieron en la cámara nupcial durante tres días con sus correspondientes noches. Así, por primera vez en toda su vida, Lucrecia supo lo que era un amor no prohibido.

Tras el banquete, César se retiró pronto a sus aposentos. Pero aunque pensara en su futuro como capitán general, aunque intentara distraerse planeando posibles estrategias militares, en su corazón sólo había amargura.

Se había comportado tal como se esperaba de él durante los esponsales de Lucrecia; incluso había contribuido al buen humor reinante participando con el disfraz del unicornio mágico, que representaba las virtudes de la castidad y la pureza, en la representación teatral que había seguido al banquete.

Antes, Lucrecia y Sancha habían bailado para Alejandro, quien nunca dejaba de disfrutar de la visión de una mujer hermosa bailando las emotivas danzas españolas que le recordaban a su juventud.

César había bebido en abundancia intentando encontrar la paz de espíritu en los vapores del vino. Ahora, a medida que los efectos del alcohol desaparecían, la soledad y la angustia iban ocupando su lugar.

Esa noche, Lucrecia había estado incluso más hermosa que de costumbre. Parecía una emperatriz con su vestido rojo rematado con terciopelo negro, piedras preciosas y centenares de magníficas perlas. Ya no era la niña de sus primeros esponsales, sino una hermosa mujer, una joven regia que se desenvolvía con perfecta soltura en la corte. Hasta aquel día, César no se había dado cuenta de hasta qué punto había cambiado su adorada hermana. Aun así, le había dado su bendición a pesar del dolor y la ira que se acumulaban en su corazón.

Durante el banquete, ella había buscado su mirada en varias ocasiones, obsequiándolo con una de sus dulces sonrisas, pero, a medida que la velada avanzaba, Lucrecia pareció olvidarse de él. Cada vez que César se aproximaba a ella, la encontraba en compañía de Alfonso y, en una ocasión, su hermana ni siquiera había advertido su presencia. Finalmente, Lucrecia había abandonado el gran salón para culminar los esponsales ante el papa Alejandro y Ascanio Sforza sin tan siquiera despedirse de su hermano.

En sus aposentos, César se dijo a sí mismo que, con el tiempo, olvidaría el amor que sentía por su hermana. Sí, cuando hubiera renunciado al púrpura, una vez que hubiera desposado a su propia esposa, cuando tuviera sus propios hijos y hubiera salido victorioso de grandes batallas, dejaría de soñar con Lucrecia. Intentó convencerse de que los esponsales de Lucrecia tan sólo eran una parte de la estrategia de su padre para fortalecer los lazos entre Roma y Nápoles, de tal forma que él, el futuro capitán general, pudiera desposar a una princesa napolitana. Lo más probable es que se tratara de Carlotta, la hermosa hija del rey. Y una vez arraigado en Nápoles, con posesiones y títulos propios, César declararía la guerra a los caudillos de los Estados Pontíficios y recuperaría la Romaña para mayor gloria de Roma y de los Borgia.

Así, César intentó conciliar el sueño con visiones de su gloria futura, pero, una y otra vez, se despertaba con su hermana Lucrecia como único objeto de su anhelo.

CAPÍTULO 16

Francis Saluti sabía que el interrogatorio por tortura de Girolamo Savonarola iba a ser el trabajo más importante de su vida. Savonarola era un clérigo, y no un clérigo cualquiera. Saluti había oído sus sermones en más de una ocasión y sus palabras siempre lo habían conmovido. Pero Savonarola había desafiado a la clase gobernante de Florencia; incluso había puesto en duda la legitimidad del propio papa Alejandro. Savonarola había conspirado con los enemigos de la Iglesia y debía ser procesado por su traición. Pero, antes, él debía arrancarle la verdad mediante la tortura.

Ese día, Saluti llevaba puesto un calzón ajustado y un blusón de un tono azul oscuro que tan sólo se fabricaba en Florencia. Era un color que enaltecía su oficio, pues, aun siendo sobrio, no era tan severo como el negro.

Todo estaba dispuesto en la cámara. Había comprobado personalmente los mecanismos del potro. Las diferentes ruedas, las poleas, las correas y los pesos..., todo estaba en orden. Un pequeño fogón, con varias tenazas apoyadas sobre las ascuas rojas, calentaba la habitación. Saluti estaba sudando, aunque no sabía si era por el calor o por la perspectiva de la generosa paga que obtendría por ese interrogatorio.

No era un hombre que disfrutara con la tortura. Además, le desagradaba tener que mantener su ocupación en secreto, aunque sabía que era por su propio bien, pues Florencia estaba llena de gente vengativa. Por eso iba siempre armado.

Eran muchos quienes ansiaban su trabajo. Al fin y al cabo, le pagaban sesenta florines al año, el doble de lo que ganaba un empleado de un banco de Florencia, y, además, recibía una bonificación de veinte florines por cada trabajo que le asignaba directamente la Signoria.

A pesar del insomnio y de los dolores de estómago que sufría casi a diario, Salutí era un hombre alegre e inclinado a la reflexión. Asistía al curso sobre Platón que se impartía en la Universidad de Florencia y visitaba asiduamente los estudios de los grandes artistas de la ciudad para contemplar sus obras más recientes. En una ocasión, incluso había sido invitado a visitar los mágicos jardines de Lorenzo Médicis; sin duda, había sido el mejor día de toda su vida.

Saluti no disfrutaba con el sufrimiento de sus víctimas, y quienes lo acusaban de lo contrario mentían. Tampoco le remordía la conciencia. Después de todo, el propio papa Inocencio, infalible en su condición de vicario de Cristo, había firmado una bula donde pronunciaba que la tortura era una herramienta justificada en la persecución de la herejía. Y, aun así, todos los días, los gritos de los reos resonaban en su cabeza hasta que los apagaba con la botella de vino que acostumbraba a beber cada noche para conciliar el sueño.

Pero lo que más le molestaba era la terquedad de sus víctimas. No entendía por qué se resistían a admitir su culpabilidad. No entendía su empeño en sufrir. ¿Por qué se negaban a escuchar los dictados de la razón? Saluti no lo entendía y menos aún en Florencia, donde la belleza y la razón habían florecido con mayor fuerza que en ningún otro lugar, exceptuando posiblemente la antigua Grecia.

Y Saluti lamentaba sinceramente ser un instrumento de ese sufrimiento. Pero ¿acaso no era cierto, como sostenía el propio Platón, que, en algún momento de nuestra vida, por buenas que sean nuestras intenciones, todos nosotros somos la causa del sufrimiento de otra persona?.

Además, las leyes eran claras. En la república de Florencia ningún ciudadano podía ser sometido a tortura a menos que existieran pruebas fehacientes de su culpabilidad. Todo los papeles estaban regla. Habían sido firmados por miembros de la Signoria. Él mismo los había leído. Y, por si eso no bastara, el propio Alejandro VI había dado su consentimiento y había enviado a un alto dignatario eclesiástico como observador. Incluso se rumoreaba que el más poderoso de los cardenales de la Iglesia, el mismísimo César Borgia, había acudido en secreto a Florencia para seguir personalmente el proceso.

En silencio, el hombre que debía darle tortura rezó para que el falso profeta tuviera una muerte rápida mientras esperaba su llegada junto a la puerta de la cámara de tortura. Finalmente, fray Girolamo Savonarola, "martillo de Dios en la tierra", fue arrastrado hasta su presencia. Por su aspecto, no cabía duda de que había sido golpeado por los guardias. Saluti frunció el ceño, era una afrenta a su profesionalidad.

Saluti y su ayudante sujetaron firmemente el cuerpo de Savonarola al potro. A continuación, Saluti hizo girar lentamente las ruedas que movían los mecanismos que separarían las extremidades del cuerpo del falso profeta. El silencio de Savonarola satisfacía a Saluti, que veía la cámara de tortura como una especie de santuario donde sólo había lugar para el silencio, la oración y, finalmente, la confesión del reo.

Saluti no tardó en oír el habitual crujido que indicaba que los brazos del reo se habían desencajado de los hombros. El cardenal de Florencia, que observaba la escena sentado detrás de Saluti, empalideció al oír el ruido.

—Girolamo Savonarola, ¿confiesas haber cometido herejía y haber ofendido al Señor? —preguntó Saluti.

Savonarola sudaba copiosamente, y estaba pálido como un cadáver. Elevó la mirada al cielo, con los mismos ojos de los mártires en los frescos de las iglesias, pero sus labios no emitieron ningún sonido.

El cardenal le hizo una señal a Saluti y él volvió a hacer girar la rueda. Unos segundos después, un grito de dolor más propio de un animal que de un hombre ocultó los desgarradores crujidos de los brazos del fraile al ser separados de su cuerpo.

Saluti volvió a hacer la misma pregunta: —Girolamo Savonarola, ¿confiesas haber cometido herejía y haber ofendido al Señor?.

Todo había acabado.

Savonarola había confesado su culpa y, con ello, había dado fin a su tormento. Al día siguiente, nadie en Florencia alzó su voz en defensa del fraile, cuando el cuerpo desmembrado del "martillo de Dios" fue quemado en la hoguera dispuesta a tal efecto en la misma plaza de San Marcos, que había sido testigo de sus heréticas prédicas contra la iglesia de Roma.

Alejandro acostumbraba a reflexionar sobre los caminos del Señor, sobre las traiciones de las naciones y la falsedad de los hombres, cuyos corazones sólo parecían someterse a los mandatos de Satanás. Y, aun así, el sumo pontífice no perdía la esperanza, pues, como vicario infalible de Cristo, sabía que Dios era todo bondad y que todos los pecadores tenían abiertas las puertas del cielo. Ésa era la creencia en la que se cimentaba su fe, pues sabía que era deseo de Dios que los hombres vivieran dichosos en este mundo terrenal.

Pero la misión de Alejandro era otra muy distinta. Ante todo, debía cimentar el poder de la Iglesia para que ésta pudiera propagar el mensaje de Cristo hasta los últimos confines del mundo conocido, y, lo que era todavía más importante, debía asegurarse de que la Iglesia perdurara en el tiempo, pues cómo si no podría conseguir que la palabra de Dios nunca dejara de oírse en la tierra.

Y, para conseguirlo, necesitaba a su hijo César. Aunque pronto dejaría de ser cardenal, como capitán general de los ejércitos de Roma, César lo ayudaría a unificar los Estados Pontificios. Pero ¿resistiría su hijo las tentaciones del poder? ¿Sabía su hijo lo que era realmente la piedad? Pues de no ser así, podría salvar las almas de incontables hombres y, al mismo tiempo, condenar la suya propia.

Pero, ahora, Alejandro debía ocuparse de otras cuestiones: tediosas cuestiones administrativas. Hoy eran tres los asuntos que debía resolver. Primero debía decidir si perdonarle o no la vida a Plandini, su secretario, quien había sido declarado culpable de vender bulas papales. Después tenía que decidir si canonizar o no a la nieta de un rico mercader veneciano. Y, por último, debía reunirse con César y con Duarte para planear los pasos necesarios para la campaña con la que pronto unificaría los Estados Pontificios bajo la única autoridad de Roma.

Esa mañana, Alejandro se había vestido de forma sencilla, pues, para justificar las decisiones que iba a tomar, debía dar una imagen misericordiosa. Llevaba vestiduras blancas con el forro de seda roja y un sencillo solideo de lino y en los dedos tan sólo portaba el anillo de san Pedro, el anillo del pescador. Además, había optado por una estancia de cuyas paredes colgaban pinturas de la Virgen María, la madre que intercede ante Dios por el perdón de sus hijos pecadores.

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