Viví y respiré por ti, Lucrecia. Era capaz de soportar el amor que nuestro padre le profesaba a Juan porque sabía que al menos tú me amabas a mí. Pero ahora... —continuó diciendo—. Ahora que tú amas a otro hombre, ya no hay lugar para el amor en mi vida.
Lucrecia se sentó en el lecho de César y negó con la cabeza mientras su hermano vagaba sin rumbo por la estancia.
—Nunca amaré a ningún hombre más de lo que te amo a ti —dijo ella—, Mi amor por Alfonso es diferente. Él es mi esposo. Tú también encontrarás ese amor. Pronto serás el capitán general de los ejércitos de Roma. Eso es lo que siempre has deseado. Librarás grandes batallas de las que saldrás victorioso y desposarás a una bella mujer que te dará hijos. Ahora por fin eres libre, hermano mío. Tienes toda una vida por delante. No permitas que yo sea la causa de tu infelicidad, pues no hay nadie en el mundo a quien yo ame más de lo que te amo a ti; ni tan siquiera a nuestro padre.
César se acercó a Lucrecia y la besó; fue un beso lleno de ternura, el beso de un hermano... Pero mientras lo hacía, algo lo abandonó para siempre. Hasta ese día, cada vez que había pensado en el amor había visto a Lucrecia, cada vez que había pensado en Dios la había visto a ella, pero, a partir de ahora, la vería cada vez que pensara en la guerra.
César deambulaba por el Vaticano vestido de riguroso negro. Hosco e irascible, esperaba con impaciencia el comienzo de su nueva vida. Contaba cada día, anhelando el momento de recibir la invitación del rey Luis XII. Quería huir de Roma, de su entorno familiar, dejar atrás todos los recuerdos de su hermana y de su antigua vida.
Volvía a tener pesadillas. Incluso intentaba evitar conciliar el sueño por miedo a despertar entre sudores fríos y gritos entrecortados. Pero, hiciera lo que hiciera, no podía liberarse del recuerdo de su hermana. Cada vez que cerraba los ojos, procurando descansar, se imaginaba haciendo el amor con Lucrecia. Cuando su padre le comunicó que su hermana estaba encinta, César, enloquecido por los celos, montó en su caballo favorito y estuvo cabalgando durante un día entero, hasta caer exhausto.
Esa noche, una brillante llamarada amarilla se apareció en sus sueños, dibujando el dulce rostro de Lucrecia. La llama le daba calor, a veces incluso lo abrasaba, y su luz nunca se extinguía. César lo interpretó como una señal, como un icono de su amor, y se hizo la promesa de que, a partir de aquel día, llevaría aquella llama en su estandarte junto al buey de los Borgia.
Y así fue como, desde aquel día, tanto en la guerra como en la paz, la llama de su amor se convertiría en la llama de su ambición.
César partió hacia Francia el mismo día que recibió la invitación del rey Luis. Tenía dos importantes empresas que cumplir. En primer lugar, debía entregarle al monarca francés la dispensa matrimonial que le había concedido el Santo Padre y, después, debía convencer a la princesa Carlotta de que se convirtiera en su esposa.
Antes de su partida, Alejandro mandó llamar a César a sus aposentos, donde abrazó a su hijo y le entregó un pergamino lacrado con su sello personal.
—Ésta es la dispensa para el rey Luis —dijo Alejandro—. Invalida sus anteriores esponsales y lo autoriza a desposar a la reina Ana de Bretaña. Para el rey Luis, este pergamino tiene un valor incalculable, pues no sólo le permitirá desposar a una mujer hermosa, sino que también le permitirá consolidar su poder sobre los territorios de la Bretaña.
—Hay algo que no entiendo, padre —intervino César—. ¿Por qué necesita una dispensa el rey Luis? ¿Acaso no puede solicitar la nulidad de sus esponsales?.
—Puede que Juana de Francia sea una mujer deforme, pero te aseguro que no carece ni de carácter ni de inteligencia —dijo Alejandro con una sonrisa—. La buena mujer ha sobornado a varios miembros de la corte, que sostienen que, el día después de su noche de bodas, el rey Luis se vanaglorió públicamente de haber montado a su esposa en más de tres ocasiones. Eso elimina una posible nulidad a causa de la no consumación del matrimonio. Además, aunque Luis mantenga que tenía menos de catorce años cuando desposó a Juana, lo cual lo convertiría en menor de edad, no ha podido encontrar a nadie que esté dispuesto a confirmar sus palabras bajo juramento.
—¿Y cómo habéis solucionado el problema, padre? —preguntó César.
—A veces, ser infalible es una verdadera bendición, hijo mío —suspiró Alejandro con satisfacción—. En la dispensa declaro que, en efecto, Luis era menor de edad. Cualquier evidencia que contradiga mis palabras sería considerada una herejía.
—¿Deseáis que haga algo más por vos durante mi estancia en Francia, padre? —preguntó César.
—Así es —dijo Alejandro y, de repente, su semblante se tornó más grave—. Quiero que le ofrezcas una birreta cardenalicia a nuestro amigo Georges d'Amboise.
—¿D'Amboise desea ser cardenal? —preguntó César, sorprendido.
—De hecho, lo desea desesperadamente —dijo el sumo pontífice—. Aunque tan sólo su amante conozca los verdaderos motivos de su anhelo.
Alejandro abrazó a su hijo con fuerza. —Te echaré en falta, hijo mío, Pero en Francia serás tratado como un rey. Además, el cardenal Della Rovere se encargará personalmente de proporcionarte todo lo que pueda hacerte falta durante tu visita. Ha recibido instrucciones precisas. Te protegerá de cualquier peligro y cuidará de ti como si fueras su propio hijo.
Después de su fallido y humillante intento de hacerse con la tiara pontificia, Giuliano della Rovere, tras exiliarse a Francia y ponerse al servicio del difunto rey Carlos VIII, había llegado a la conclusión de que su beligerancia no le había creado más que disgustos. Un hombre de su condición debía estar en el Vaticano, donde podría observar de cerca a sus enemigos mientras consolidaba su poder.
Una vez tomada esa decisión, la muerte de Juan le había proporcionado la oportunidad que esperaba para reconciliarse con el sumo pontífice, oportunidad que había aprovechado inmediatamente escribiéndole a Alejandro una sentida carta de pésame. Sobrecogido por el dolor y llevado por sus pasajeras ansias reformistas, Alejandro había acogido la misiva del cardenal con buena disposición. Hasta tal punto había sido así, que le había contestado con una nueva carta en la que, previendo que algún día podría necesitar de su ayuda, le pedía al cardenal que se convirtiese en nuncio apostólico ante el rey de Francia, pues no ignoraba la influencia que Della Rovere tenía en la corte francesa.
Y así fue como, aquel día del mes de octubre, César desembarcó en Marsella acompañado por su numeroso séquito. El cardenal Della Rovere lo esperaba en el puerto para darle la bienvenida.
El hijo del papa vestía un traje de terciopelo negro brocado con hilo de oro y diamantes y un majestuoso sombrero con un penacho de plumas blancas; incluso sus caballos llevaban herraduras de plata. Era tal la ostentación de la que hacía gala, que parecía que hubiera saqueado las arcas pontificias.
El cardenal Della Rovere lo recibió con un abrazo. —Hijo mío —dijo—, a partir de ahora me aseguraré de que vuestra estancia en Francia sea lo más agradable posible.
Della Rovere había convencido al consejo de Aviñón de que le concediese un préstamo para darle al futuro duque de Valentinos la bienvenida que merecía un hombre de su condición.
Al entrar en Aviñón, el aspecto de César era incluso más suntuoso.
Sobre su traje de terciopelo negro, llevaba un jubón brocado con perlas y rubíes, y la silla y la brida de su caballo, un semental gris moteado, estaban tachonadas con oro.
Lo precedían veinte trompetas con trajes escarlata y, detrás de él, desfilaba la Guardia Suiza, con su uniforme púrpura y dorado, seguida, a su vez, por un séquito de treinta escuderos y un número todavía mayor de pajes, mozos y criados, todos ellos brillantemente ataviados. Cerrando la comitiva, avanzaban incontables músicos, malabaristas, contorsionistas, osos, monos y setenta mulas que cargaban con el equipaje de César y con los obsequios que traía para el rey Luis y los principales miembros de su corte.
Antes de abandonar Roma, Duarte había advertido a César sobre la inutilidad de tal despliegue, pues con la ostentación de su poder y su riqueza no conseguiría impresionar a los franceses, sino todo lo contrario, pero César había ignorado sus consejos.
Della Rovere volvió a recibir a César a las puertas de la ciudad, que había sido engalanada para la ocasión con lujosos tapices y arcos triunfales decorados con gran gusto, pues el cardenal había ordenado que el hijo del papa fuese recibido como si de un rey se tratara.
Della Rovere había invitado a las damas más bellas de la ciudad, pues de todos era conocido que César disfrutaba enormemente de la compañía de hermosas mujeres. Durante los días que siguieron a su llegada, Aviñón agasajó al hijo del papa con un fastuoso banquete tras otro.
Y, así, durante dos meses, mientras viajaba hacia la corte del rey Luis, no hubo un solo día en el que César no disfrutara de un banquete o participase en algún juego de azar.
A pesar del frío y de los vientos del norte, las gentes de cada nueva plaza se agolpaban en las calles para ver al hijo del papa. La humildad nunca había sido una de las virtudes de César, que creía que los súbditos del rey de Francia lo aclamaban con sincera admiración. De hecho, el hijo del papa se mostraba cada vez más arrogante, granjeándose la enemistad de aquellos nobles franceses cuyo apoyo podría necesitar en el futuro.
Cuando César finalmente llegó a Chinon, el rey Luis estaba furioso. Llevaba meses esperando noticias sobre la decisión del papa y César ni siquiera se había dignado a enviarle una misiva comunicándole si era portador de la tan ansiada dispensa matrimonial.
Entró en Chinon acompañado de su imponente séquito y la larga hilera de mulas cargadas con obsequios. Cada uno de los setenta animales de carga iba cubierto con ricos paños amarillos y rojos bordados con el buey de los Borgia y la llama que César había elegido como estandarte. Además, varias de las mulas portaban inmensos cofres que dieron lugar a todo tipo de especulaciones por parte del pueblo. Algunos decían que contenían preciosas joyas para la nueva esposa del hijo del papa. Otros decían que albergaban reliquias sagradas.
Y, aun así, ningún miembro de la corte se sintió impresionado por la ostentación de riqueza de César, pues aunque este llamativo espectáculo pudiera despertar la envidia de los príncipes de su tierra, entre la nobleza francesa sólo provocaba desdén.
El rey Luis era un hombre de hábitos frugales y la corte seguía su ejemplo. Los nobles se reían abiertamente de la vanidad de ese extranjero, pero cegado como estaba por su recién adquirida posición, César, que carecía de la experiencia de su padre y el buen juicio de su hermana, ni siquiera se daba cuenta de lo fatuo de su comportamiento.
—Es un despliegue excesivo —le comentó el rey Luis a su consejero al ver el séquito de César.
Cuando Georges D'Amboise presentó a César a los principales miembros de la corte, el hijo del papa ignoró con altanería las expresiones de sorna que observó en muchos de ellos. Podían reír todo lo que quisieran, pero mientras él tuviera en su poder la dispensa matrimonial, el rey tendría que tratarlo con exquisita corrección.
Corroborando sus pensamientos, el rey Luis amonestó severamente a varios jóvenes de la corte, cuya imprudencia había llegado hasta el punto de mofarse abiertamente de su invitado.
Una vez concluidas las presentaciones, César, el rey Luis y el embajador Georges D'Amboise se retiraron a una de las estancias privadas del rey. Las paredes estaban forradas con seda amarilla y paneles de roble, y las altas ventanas daban a un hermoso jardín donde los pájaros de vivos colores endulzaban el ambiente con sus cantos.
—Como sabréis por vuestro padre, mis tropas respetarán en todo momento los territorios pontificios en su camino hacia Nápoles —empezó diciendo el rey Luis, recordándole a César su parte del acuerdo—. Es más, os ofreceré gustosamente el apoyo de mi ejército si lo estimáis necesario para someter a los caudillos rebeldes de la Romaña.
—Agradezco vuestro generoso ofrecimiento, majestad —dijo César y, sin más dilación, hizo entrega de la dispensa matrimonial al rey Luis.
El monarca francés no intentó ocultar su alegría. Tras corresponder sus palabras de agradecimiento, César le ofreció el segundo pergamino lacrado a Georges D'Amboise. Mientras lo leía, el rostro del embajador pareció iluminarse con la dicha y la sorpresa que le producía la noticia de su pronta incorporación al seno del Sacro Colegio Cardenalicio.
En vista de la generosidad que había demostrado el papa, el rey Luis le comunicó a César que le concedería el ducado de Valentinos, título que le proporcionaría algunas de las mejores fortalezas de Francia, además de tierras de gran valor. César recibió la noticia con gran alivio, pues había gastado gran parte del dinero necesario para sufragar la campaña contra la Romaña en proveer a su ostentoso sé-quito durante su estancia en Francia. Ahora, gracias a la generosidad del rey Luis, nunca tendría que volver a preocuparse por el dinero.
—Pero decidme, majestad, ¿cuándo conoceré a mi futura esposa? —preguntó César una vez que los tres hombres hubieron sellado su acuerdo con un brindis.
El rey Luis deambuló por la estancia con evidente nerviosismo. —Existe un pequeño inconveniente —dijo finalmente—. Aunque la princesa Carlotta viva en Francia, pues es una de las damas de compañía de mi adorada reina Ana, en su condición de hija del rey de Nápoles, se debe a la casa de Aragón. Además, Carlotta es una joven con una marcada personalidad. La cuestión es que no puedo ordenarle que os acepte como esposo.
César frunció el ceño.
—¿Podría hablar con ella, majestad? —preguntó al cabo de unos instantes.
—Por supuesto —dijo el rey—. D'Amboise se encargará de arreglar vuestro encuentro.
Esa misma tarde, César y la princesa Carlotta se sentaron en un banco de piedra de los jardines de palacio, rodeados por la fragancia del azahar.
Aunque no fuera ni mucho menos la mujer más hermosa que había conocido César, Carlotta era una joven alta y morena de porte regio. Su peinado, con el cabello recogido en la nuca, le confería una apariencia severa, pero su disposición era alegre. Y, aun así, no parecía dispuesta a considerar la proposición que le había hecho César.
—No pretendo ofenderos —dijo—, pero debéis saber que estoy locamente enamorada de un noble bretán, por lo que me es imposible entregaros el amor que me pedís.