Los Borgia (43 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Los Borgia
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César miró con ternura a su hermana.

Este matrimonio te permitirá dedicarte a las actividades que más te complacen, pues Ferrara es célebre por su arte y su cultura. Allí serás feliz. Además, para mí es una suerte que Ferrara se encuentre junto a mis dominios de la Romaña y que el rey Luis controle al duque con mano firme.

—¿Te asegurarás de que no les falte nada a mis hijos en Roma? No soporto la idea de tener que separarme de ellos, aunque sólo sea durante una temporada, mientras me establezco en Ferrara. Cuida bien de ellos y deja que sientan el calor de tus brazos. ¿Me prometes que los tratarás a los dos por igual?.

—Sabes que lo haré —la tranquilizó él—, pues uno de ellos tiene más de mí y el otro más de ti. ¿Cómo no iba a quererlos siendo así?.

Lucrecia continuó diciendo tras un breve silencio—, sí nuestro padre no te hubiera prometido con Alfonso D'Este, ¿habrías pasado el resto de tu vida llorando la muerte de tu esposo en Nepi?

—He reflexionado cuidadosamente antes de dar mi consentimiento —dijo ella—. Si no hubiera deseado complacer los deseos de nuestro padre, habría sido fácil refugiarme en un convento. Pero he aprendido a gobernar y creo sinceramente que encontraré mi destino en mi nuevo hogar. Además, también tenía que pensar en mis hijos y en ti y, desde luego, un convento no hubiera sido el mejor lugar para educar a dos niños.

César miró a su hermana con admiración.

—¿Acaso hay algo que no hayas considerado? ¿Existe algo a lo que no seas capaz de adaptarte con gracia e inteligencia?.

Una sombra de tristeza cruzó el rostro de Lucrecia cuando dijo:

—La verdad es que hay un pequeño problema para el que no soy capaz de encontrar una solución y, aunque se trata de algo insignificante comparado con todo lo demás, no puedo negar que me provoca gran turbación.

—¿Es preciso que te torture para que me digas de qué se trata? —bromeó César—. ¿o me lo dirás voluntariamente y permitirás que te ayude?.

Lucrecia inclinó la cabeza.

—No sé cómo llamar a mi futuro esposo —dijo finalmente—. No puedo llamarlo Alfonso sin que mi corazón se estremezca, pero no sé de qué otro modo puedo dirigirme a él.

Ese es un problema que puedo resolver por mi hermana —dijo César con evidente regocijo—. Tengo la respuesta a tus súplicas. Simplemente llámalo esposo. Sí se lo dices con ternura la primera vez que compartas lecho con él, estoy seguro de que lo tomará como un apelativo cariñoso.

Caminaron hasta el final del viejo muelle, donde solían bañarse cuando eran niños mientras su padre los vigilaba desde la orilla. César recordó la dicha y la seguridad que sentía entonces; era como si nada malo pudiera ocurrirles mientras su padre estuviera presente.

Ahora, después de tantos años, César y Lucrecia volvieron a sentarse en ese mismo muelle y miraron las ondas que se formaban en la superficie del lago, reflejando el sol de la tarde como si de un millón de pequeños diamantes se tratara. Lucrecia se apoyó contra el cuerpo de César y él la rodeó con sus brazos.

—He oído lo que le ha ocurrido al poeta Filofila —dijo ella.

—¿Y? —preguntó César sin demostrar ningún sentimiento—. ¿No irás a decirme que lamentas su muerte? Te aseguro que no le tenía ningún aprecio a la vida; de lo contrario, nunca hubiese escrito esos versos.

Lucrecia se giró y acarició el rostro de su hermano.

—Lo sé, César —dijo—. Lo sé. Y supongo que debería agradecerte todo lo que haces para protegerme. No, no es el poeta quien me preocupa, eres tú. Es tu comportamiento, la facilidad con la que eres capaz de matar a un hombre. ¿No te preocupa la salvación de tu alma?.

—Si Dios es tal como lo describe nuestro padre, entonces no es contrario a la muerte, pues ¿acaso no bendice las guerras santas? —razonó César—. "No matarás", dicen los Mandamientos, pero lo que realmente quiso decir el Señor es que matar se convierte en un pecado cuando no existe una causa honorable y justa para hacerlo. ¿o acaso es un pecado ahorcar a un asesino?.

—¿Y si lo fuera? —preguntó ella al tiempo que se separaba de César para poder mirarlo a los ojos—. ¿Quiénes somos nosotros para decidir lo que es justo y honorable? Para los infieles es justo y honorable matar a los cristianos, pero para los cristianos lo honorable es matar a los infieles.

Como había hecho tantas veces a lo largo de su vida, César miró a Lucrecia con admiración.

—Entonces habrá más muertes... —dijo Lucrecia y, al hacerlo, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Sin duda las habrá —dijo él—, pues a menudo es necesario acabar con la vida de un hombre para obtener un bien mayor.

Entonces, César le contó a su hermana cómo había ordenado ahorcar a los tres soldados que habían robado a un carnicero en Cesena.

Lucrecia tardó en responder.

—Me preocupa que puedas usar ese "bien mayor" como excusa para deshacerte de hombres cuya presencia interfiere en tus planes o simplemente te resulta molesta —dijo finalmente.

César se levantó y contempló las aguas del lago durante unos segundos.

—Realmente es una suerte que no seas un hombre, Lucrecia, pues tus dudas te impedirían tomar las decisiones necesarias.

—Sin duda tienes razón, César, aunque no estoy segura de que eso fuera malo —dijo ella pensativamente y, de repente, se dio cuenta de que ya no estaba segura de poder reconocer el mal, sobre todo si éste se escondía en los corazones de aquellos a quienes amaba.

Cuando el sol empezó a teñir de rosa las aguas plateadas del lago, Lucrecia tomó la mano de su hermano y lo condujo hasta el viejo pabellón de caza. César encendió un fuego y ambos hermanos se tumbaron desnudos sobre la suave alfombra de pieles blancas. César observó la plenitud de los senos de Lucrecia mientras palpaba su suave vientre, maravillado ante la mujer en la que se había convertido su hermana.

—Por favor, quítate la máscara —dijo ella con ternura—. Quiero verte cuando te bese.

De repente, la sonrisa se borró de los labios de César.

—No podría soportar que tus ojos me mirasen con lástima —dijo él al tiempo que bajaba la cabeza—. Puede que ésta sea la última vez que hagamos el amor, querida hermana, y no podría soportar el recuerdo de tu mirada.

Hemos jugado juntos desde que éramos niños. Te he visto brillar con tanta belleza que he tenido que bajar la mirada para no delatar el amor que sentía por ti, y también te he visto sufrir y la tristeza de tu mirada ha llenado mis ojos de lágrimas. Y te aseguro que unas cicatrices en el rostro nunca podrán cambiar el amor que siento por ti.

Entonces se inclinó sobre su hermano y al posar los labios sobre la boca de César su cuerpo se estremeció, lleno de deseo.

—Sólo quiero tocarte —dijo—. Deseo ver cómo tus párpados se entornan con placer. Deseo deslizar suavemente mis dedos por tu rostro. No quiero barreras entre nosotros, hermano mío, mi amante, mi mejor amigo, porque, desde esta noche, todo lo que queda de mi pasión vivirá en ti.

Lentamente, César se quitó la máscara.

Una semana después, Lucrecia se desposó por poderes en Roma. junto a los documentos oficiales, Alfonso d'Este había enviado un pequeño retrato que mostraba a un hombre alto y de mirada severa que no carecía de cierto atractivo. Vestía como un hombre de Estado, con un traje oscuro lleno de medallas. Bajo su nariz larga y afilada lucía un bigote que parecía hacerle cosquillas en el labio superior, y llevaba el cabello perfectamente peinado. Lucrecia no podía imaginarse a sí misma haciendo el amor con ese hombre.

Tras la ceremonia, viajaría a Ferrara, donde viviría con su nuevo esposo. Pero antes debían celebrarse los festejos en Roma y en esta ocasión serían más costosos incluso que los que habían tenido lugar para celebrar los dos primeros esponsales de la hija del papa. De hecho, serían los festejos más extravagantes que los ciudadanos de Roma recordarían haber visto jamás.

El sumo pontífice parecía dispuesto a vaciar las arcas del Vaticano. Las familias nobles de Roma recibieron generosas retribuciones para compensar los costos de las fiestas y la ornamentación de sus palacios y se decretó que todos los trabajadores de la ciudad disfrutaran de una semana de descanso. Se celebrarían desfiles y espectaculares comitivas recorrerían las calles de Roma. Y, por supuesto, también se encenderían hogueras frente al Vaticano y los principales palacios de la ciudad, incluido el de Santa Maria in Portico, donde ardería la más grande de todas ellas.

Una vez firmado el contrato, Alejandro bendijo a su hija, que llevaba un velo de hilo de oro con pequeñas piedras preciosas. Después, Lucrecia salió al balcón del Vaticano y arrojó el velo a la multitud que se había reunido en la plaza. Lo cogió un bufón que se puso a saltar y a correr por la plaza mientras gritaba una y otra vez: "¡Larga vida a la duquesa de Ferrara! ¡Larga vida al papa Alejandro"

A continuación, César demostró su condición de gran jinete encabezando las tropas pontificias en un gran desfile por las calles de Roma.

Por la noche, en un banquete al que sólo asistió la familia y los amigos más cercanos de los Borgia, Lucrecia representó una danza española para su padre. Alejandro observaba a su hija con evidente orgullo mientras acompañaba la música con palmas. A la derecha del sumo pontífice, César disfrutaba de la danza con el rostro cubierto por una máscara carnavalesca de oro y perlas. A su izquierda estaba Jofre.

De repente, Alejandro, ataviado con sus más lujosos ropajes, se incorporó y, ante el deleite de los presentes, se acercó a su hija.

—¿Honrarías a tu padre con un baile? —le preguntó a Lucrecia con una magnífica sonrisa.

Lucrecia hizo una reverencia y cogió la mano que le ofrecía su padre. Los músicos volvieron a tocar. Alejandro rodeó a su hija por la cintura y empezaron a bailar. Lucrecia se sentía feliz, Su padre la dirigía con firmeza y suavidad. Viendo su radiante sonrisa, Lucrecia recordó aquella ocasión en la que, cuando era una niña, había colocado sus pequeños pies enfundados en zapatillas de raso rosa sobre los de su padre y habían bailado deslizándose de un lado a otro de la estancia. De niña, Lucrecia había amado a su padre más que a la propia vida. De niña, su vida había sido como un sueño donde todo era posible, donde la palabra sacrificio todavía no tenía significado.

Al levantar la cabeza que apoyaba en el hombro de su padre, vio a su hermano César detrás de él.

Alejandro, sorprendido, se dio la vuelta. Al ver a su hijo, sonrió.

—Por supuesto, hijo mío. Pero en vez de soltar la mano de su hija y entregársela a César, Alejandro se volvió hacia los músicos y les pidió que tocaran una melodía ligera y alegre.

Sujetando la mano de cada hijo en una de las suyas, con una amplia sonrisa en los labios, el sumo pontífice empezó a bailar, dando una vuelta tras otra, arrastrando con una increíble energía a César y a Lucrecia con él.

Contagiados de la felicidad del Santo Padre, los asistentes acompañaron la música con palmas y alegres risas y, poco a poco, fueron uniéndose al baile, hasta que el salón se llenó de hombres y mujeres que danzaban jovialmente.

Tan sólo hubo una persona que no se unió al baile; Jofre, el hijo menor de Alejandro, que permanecía de pie observando la escena con gesto adusto.

Cuando faltaban pocos días para que Lucrecia partiera hacia Ferrara, Alejandro celebró una fiesta para hombres a la que invitó a los más notorios de Roma. Decenas de bailarinas amenizaban la velada con sus danzas y había mesas de juego repartidas a lo largo y ancho del salón.

Alejandro, César y Jofre presidían la mesa principal, a la que también estaban sentados el duque de Ferrara, Ercole d'Este, y sus dos jóvenes sobrinos. Alfonso d'Este, el novio, había permanecido en Ferrara para gobernar la ciudad en ausencia de su padre.

Se sirvieron todo tipo de suculentos platos y el vino corrió copiosamente, contribuyendo al buen ánimo y la jovialidad de los asistentes.

Cuando los criados retiraron los platos, Jofre, que había bebido más de lo recomendable, se incorporó y levantó su copa en un brindis.

—En nombre del rey Federico de Nápoles y de su familia, y en honor de mi nueva familia, los D'Este, tengo el gusto de ofreceros una sorpresa que tengo preparada... Alejandro y César se miraron sorprendidos por el anuncio y avergonzados por el presuntuoso comportamiento de Jofre al referirse a los D'Este como su "nueva familia". ¿En qué consistiría la sorpresa de Jofre? Los huéspedes miraban a su alrededor con evidente expectación.

Las grandes puertas de madera se abrieron y entraron cuatro lacayos que, en completo silencio, esparcieron castañas de oro por el suelo de la estancia.

Al darse cuenta de lo que se trataba, César miró a su padre.

—No, Jofre. ¡No lo hagas! —exclamó, pero ya era demasiado tarde.

Acompañado del sonido de trompetas, Jofre abrió una puerta lateral del salón, dando paso a veinte cortesanas desnudas con el cabello suelto y la piel untada con aceites. Cada una de ellas llevaba una pequeña bolsa de seda colgando de una cinta que rodeaba sus caderas.

—Lo que veis en el suelo son castañas de oro macizo —explicó Jofre, luchando por mantener el equilibrio—. Estas bellas señoritas estarán encantadas de ponerse a cuatro patas para que podáis disfrutar de ellas. Será una nueva experiencia... Al menos para algunos.

Los invitados rieron a carcajadas. César y Alejandro se levantaron, intentando detener la obscena exhibición antes de que fuera demasiado tarde.

—Caballeros, podéis montar a estas yeguas tantas veces como deseéis —continuó diciendo Jofre, a pesar de las señas que le hacían su padre y su hermano—. Pero siempre debéis hacerlo de pie y por detrás. Por cada monta que realicéis con éxito, vuestra dama recogerá una castaña de oro del suelo y la depositará en su bolsa. Huelga decir que las damas se quedarán con todas las castañas que recojan como obsequio por su generosidad.

Las cortesanas empezaron a agacharse, agitando sensualmente los traseros desnudos ante los comensales.

Ercole d'Este observaba la vulgar escena con incredulidad. Cada vez parecía más pálido.

Y, aun así, los nobles romanos fueron levantándose y, uno a uno, se acercaron a las cortesanas y acariciaron lujuriosamente sus curvas femeninas antes de montarlas, se sentía avergonzado ante tan grotesco espectáculo. Además, estaba convencido de que eso era exactamente lo que pretendía el rey de Nápoles al mandar esas treinta cortesanas, pues sin duda debía tratarse de una advertencia del rey Federico.

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