Cuando César llegó a las afueras de Faenza al frente del grueso de sus tropas, vio cómo el enemigo se afanaba colocando una enorme piedra tras otra en lo alto de las murallas. El hijo del papa mandó llamar a su presencia a Vito Vitelli, el capitán de artilleros.
—Cuando dé la orden quiero que bombardeéis con todos vuestros cañones la base de la muralla —dijo, divertido, mientras contemplaba la fortaleza desde la puerta de su tienda—. Exactamente entre esas dos torres —continuó diciendo al tiempo que señalaba una zona lo suficientemente ancha como para que su caballería pudiera atravesar los muros al galope.
—¿La base, capitán? —preguntó Vitelli con incredulidad—. Pero eso es exactamente lo que intentamos antes del invierno y, como sabéis, no obtuvimos el menor resultado. ¿No sería mejor dirigir los cañones contra las almenas? Al menos, así crearemos algunas bajas entre el enemigo.
Pero César no deseaba compartir con nadie la estrategia de Leonardo da Vinci, pues siempre podría volver a serle útil en el futuro.
—Haced lo que os ordeno —dijo—. Y recordad que debéis dirigir todos los disparos contra la base de la muralla.
—Como ordenéis, capitán, pero será un gasto inútil de munición —dijo Vitelli sin ocultar su desconcierto. Después se inclinó ante César y se marchó.
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Desde su tienda, César podía ver cómo Vitelli transmitía las órdenes a sus hombres. Pronto, los cañones estuvieron dispuestos. Vestido con su armadura negra, César dispuso a la infantería detrás de los cañones y ordenó a los soldados de caballería que subieran a sus monturas y que aguardasen su orden para entrar en acción. Fueron muchos los soldados que se quejaron entre dientes. ¿Acaso esperaba el capitán general que durmieran y comieran sobre sus monturas? Pues, sin duda, el cerco duraría al menos hasta el verano.
Tras comprobar que todos sus hombres estaban dispuestos, César te dio la señal a Vitelli para que comenzara el bombardeo.
—¡Fuego! —gritaron los condotieros—. ¡Fuego! Los cañones bramaban escupiendo fuego sin cesar mientras las balas golpeaban contra las murallas a apenas un metro del suelo. Mientras el bombardeo proseguía de forma implacable, Vitelli miró a César, interrogándolo con la mirada, pero éste le ordenó que continuara disparando.
Hasta que, de repente, empezó a oírse un ruido sordo, cada vez más y más pronunciado, como el sonido de una tormenta al acercarse, y una sección de varios metros de ancho de la muralla se desplomó sobre sí misma, levantando una inmensa nube de polvo. Al cesar el estruendo, tan sólo se oyeron los gemidos lastimeros de los pocos soldados apostados en esa sección de la muralla que habían logrado sobrevivir.
—¡Al ataque! —gritó César. Entre atronadores gritos de entusiasmo, la caballería ligera traspasó las murallas seguida por la infantería, que tenía órdenes de desplegarse en abanico en cuanto hubiera accedido a la fortaleza.
Los soldados de Faenza que acudieron a defender la brecha fueron aplastados sin piedad por los hombres de César.
Atrapados entre dos fuegos, los soldados que permanecían en la parte intacta de la muralla tampoco tardaron en ser derrotados.
Hasta que un capitán del ejército de Faenza gritó:
—¡Nos rendimos! ¡Alto el fuego! ¡Nos rendimos! Al ver cómo el enemigo arrojaba las armas al suelo y levantaba los brazos en señal de rendición, César ordenó a sus capitanes que interrumpieran la lucha. Y así fue como Faenza fue conquistada por el ejército pontificio para la mayor gloria de Roma.
Pero, ante su sorpresa, sediento de aventuras e impresionado como estaba por la demostración de poder del ejército pontificio, Manfredi solicitó su permiso para unirse con sus hombres a las tropas de Roma. César accedió. Manfredi tan sólo contaba dieciséis años de edad, pero era un joven inteligente y juicioso que contaba con su aprecio.
Tras unos breves días de descanso, César lo dispuso todo para conducir a sus hombres hacia una nueva victoria.
Recompensó a Leonardo da Vinci con una considerable suma de ducados y le pidió que acompañase a su ejército durante el resto de la campaña.
Pero Da Vinci movió la cabeza de un lado a otro.
—Debo volver a las artes —dijo—. Porque ese joven cortapiedras, Miguel Ángel Buonarroti, no cesa de recibir encargos mientras yo malgasto mi tiempo en el campo de batalla. Admito que tiene talento, pero carece de profundidad, de misterio. Sí, debo regresar lo antes posible.
Montado en su corcel blanco, César se despidió de Leonardo antes de partir hacia el norte. En el último momento, el maestro le ofreció un pergamino.
—Es la lista de los diversos oficios que ejerzo: cuadros, frescos, desagües para aguas fecales... La tarifa siempre es negociable. Además, he pintado un fresco de la última Cena en Milán que creo que sería del gusto del sumo pontífice —añadió tras un breve silencio.
César asintió.
—Lo vi cuando estuve en Milán —dijo—. Es una pintura realmente magnífica. El Santo Padre tiene un especial interés por las cosas hermosas. No me cabe duda de que admiraría su obra, maestro.
Y, sin más, César enrolló el pergamino, lo guardó en el bolsillo de su capa y, levantando el brazo en señal de despedida, espoleó a su magnífico corcel hacia el norte.
El ejército pontificio avanzó hacia el norte por el camino que unía Rimini con Bolonia. Cabalgando junto a César, Astorre Manfredi demostró ser un joven dispuesto y de trato agradable. Todas las noches, cenaba con César y sus capitanes, amenizando las veladas con irreverentes canciones populares, y, todas las mañanas, escuchaba con atención cómo Cesar analizaba las posibles estrategias y planeaba cada nueva jornada.
Pues, tras la toma de Faenza, César se enfrentaba a un grave problema estratégico. Ahora que la campaña para someter los principales feudos de la Romaña a la autoridad del sumo pontífice había tocado a su fin, no podía avanzar sobre Bolonia, pues esta ciudad gozaba de la protección directa del rey de Francia. Incluso si pudiera haber tomado tan importante plaza, no deseaba enemistarse con el rey Luis, ni mucho menos con su padre, quien sin duda no aprobaría una iniciativa así.
Pero César tenía un as escondido en la manga: los Bentivoglio, los señores de Bolonia, ignoraban todo lo anterior. Además, su verdadero objetivo no era la plaza en sí, sino el castillo Bolognese, una poderosa fortaleza emplazada a las afueras de la ciudad. Pero ni siquiera sus principales capitanes conocían sus verdaderas intenciones.
Finalmente César dispuso que sus hombres acamparan a escasos kilómetros de las puertas de Bolonia. El señor de Bolonia, Giovanni Bentivoglio, un hombre de gran corpulencia, se acercó al campamento de César cabalgando sobre un semental majestuoso. Lo seguía un soldado con su estandarte: una sierra roja sobre un fondo blanco.
Aunque gobernaba Bolonia con mano de hierro, Bentivoglio era un hombre razonable.
—César, amigo mío —dijo al tiempo que se acercaba al hijo del papa—. ¿De verdad es necesario que nos enfrentemos? Es improbable que consigáis tomar Bolonia e, incluso en el caso de conseguirlo, vuestros amigos franceses nunca os lo perdonarían. Sin duda, tiene que haber alguna manera de persuadiros para que desistáis de vuestro insensato propósito.
Tras veinte minutos de intensas negociaciones, César accedió a no atacar Bolonia. A cambio, Bentivoglio le entregaría el castillo Bolognese y aportaría hombres a las futuras campañas de los ejércitos pontificios.
Al día siguiente, los hombres de César ocuparon el castillo Bolognese, una fortaleza de poderosos muros con almacenes espaciosos que alojaban munición abundante y unas estancias inusualmente confortables tratándose de una fortaleza militar.
Satisfecho, esa noche César obsequió a sus capitanes con un espléndido cabrito asado bañado en una salsa de higos y pimientos. También se sirvió una ensalada de una lechuga roja llamada achicoria aliñada con aceite de oliva y hierbas de la región. Los capitanes cantaron, rieron y bebieron grandes cantidades de vino de Frascati.
Antes, César se había mezclado con la tropa, congratulando a sus hombres por la nueva victoria. Los hombres de César sentían un gran afecto por el hijo del papa, a quien servían con la misma fidelidad que los ciudadanos de las plazas conquistadas.
Después de la cena, César y sus capitanes se desnudaron para sumergirse en los baños termales del castillo, que estaban alimentados por un manantial subterráneo. Tras pasar unos minutos en las aguas sulfurosas, se lavaron con el agua limpia del pozo. Tan sólo César y Astorre Manfredi permanecieron unos minutos más en los baños termales.
Pasados unos minutos, César sintió una mano en la parte interior del muslo. Borracho como estaba, tardó en reaccionar mientras los dedos ascendían, acariciándolo suavemente.
Hasta que apartó la mano de Astorre.
—No comparto vuestras apetencias, Astorre —dijo sencillamente, sin aparente enojo.
—No es la lascivia lo que me impulsa a acercarme a vos —se apresuró a decir Astorre—. Estoy enamorado. No puedo esconder por más tiempo mis sentimientos.
César se incorporó contra el borde de los baños, intentando pensar con claridad.
—Astorre —dijo—, he llegado a apreciaros como a un amigo. Vuestra compañía me agrada y os admiro. Pero veo que eso no es suficiente para vos —añadió tras un breve silencio.
—No —dijo Astorre con tristeza—, no es suficiente. Os amo, igual que Alejandro Magno amaba a aquel niño persa, igual que el rey Eduardo II de Inglaterra amaba a Piers Gaveston. Y, aunque pueda parecer una locura, estoy seguro de que mi amor por vos es verdadero.
—Astorre —dijo César con calidez y firmeza al mismo tiempo—, debéis renunciar a ese amor. Conozco a muchos hombres de honor, soldados, atletas, incluso cardenales, que disfrutan con la clase de relación de la que me habláis, pero yo no soy uno de ellos. No puedo corresponder a vuestros deseos. Os ofrezco mi amistad, pero no puedo ofreceros nada más.
—Lo entiendo —dijo Astorre al tiempo que se levantaba, patentemente azorado—. Mañana mismo viajaré a Roma.
—No tenéis por qué hacerlo —dijo César—. No os desprecio porque me hayáis declarado vuestro amor.
—Debo irme —dijo Astorre—. No puedo permanecer junto a vos.
Debo aceptar lo que me habéis dicho y renunciar a mi amor por vos. Si no lo hiciera, si me engañara a mí mismo y permaneciera junto a vos, sin duda intentaría acaparar vuestra atención y, al final, sólo conseguiría que os disgustaseis conmigo. Y eso es algo que no podría soportar. No —concluyó diciendo—, debo marcharme.
Al día siguiente, tras despedirse de los capitanes, Astorre se acercó a César y le dio un sincero abrazo.
Y, sin más, montó en su caballo y cabalgó hacia Roma.
Esa misma noche, después de cenar, César se sentó a reflexionar sobre cuál debía ser su próximo paso. Una vez cumplidos todos los objetivos fijados por su padre, sabía que se acercaba el momento de regresar a Roma. Pero, al igual que sus hombres, César todavía tenía sed de conquistas. Vito Vitelli y Paolo Orsini habían intentado convencerlo de que atacara Florencia, pues Vitelli despreciaba a los florentinos y Orsini quería restaurar el poder de los Médicis, tradicionales aliados de su familia. César siempre había sentido afecto por los Médicis y, aun así, dudaba.
Amaneció y César seguía sin tomar una decisión. Posiblemente Vitelli y Orsini tuvieran razón. Posiblemente pudieran tomar Florencia y devolver el poder a los Médicis, aunque sin duda se perderían muchas vidas, pero en la práctica, atacar Florencia era lo mismo que declararle la guerra a Francia. Además, el rey de Francia nunca le permitiría conservar la ciudad toscana.
Finalmente, César decidió seguir una estrategia similar a la que tan buen resultado le había dado en Bolonia.
Así, condujo a sus hombres hacia el sur, hasta el valle del Arno, y levantó campamento a escasos kilómetros de las murallas.
El comandante de las tropas florentinas acudió a parlamentar con César. Lo seguía un pequeño contingente de soldados vestidos con armaduras. Al llegar, César observó con satisfacción cómo sus miradas se desviaban nerviosamente hacia los cañones de Vitelli. No cabía duda de que estaban dispuestos a negociar para evitar el enfrentamiento. En esta ocasión, César se contentó con un considerable pago anual, la promesa de fidelidad al sumo pontífice y el apoyo de Florencia en caso de guerra.
No fue una victoria espectacular, pero probablemente fue una decisión acertada. Había muchas otras tierras que conquistar.
Esta vez, César condujo a sus hombres hacia el suroeste, hasta la población de Piombino, al final del golfo de Génova. Incapaz de hacer frente al poderoso ejército pontificio, una nueva plaza capituló ante las tropas de Roma.
Mientras paseaba por los muelles de Piombino, César, ávido de nuevas conquistas, vio a lo lejos la silueta de la isla de Elba. ¡Con sus ricas minas de hierro, la isla sería una espléndida conquista! ¡Qué mejor colofón para su campaña! Aunque parecía un objetivo imposible para el hijo del papa, pues César no tenía experiencia naval.
Mientras consideraba distintas posibilidades, tres hombres se acercaron cabalgando hacia él. Eran su hermano Jofre, don Michelotto y Duarte Brandao.
Jofre se adelantó a sus dos compañeros para saludar a su hermano. Con su jubón de terciopelo verde y sus abigarradas calzas, parecía más corpulento que la última vez que lo había visto César. Su largo cabello rubio asomaba bajo una birreta de terciopelo verde.
—Nuestro padre te felicita por tu heroica campaña y espera con impaciencia tu regreso —le dijo a César—. Me ha pedido que te diga que añora tu presencia y que debes regresar a Roma sin más demora, pues la estrategia que has empleado en Bolonia y en Florencia ha levantado el recelo del rey de Francia —continuó diciendo—. César, nuestro padre me ha pedido que te diga que no debes volver a intentar nada parecido. Debes regresar inmediatamente a Roma.
A César le molestó que su padre se hubiera servido de su hermano menor para transmitirle su mensaje. Además, no cabía duda de que Brandao y don Michelotto habían acompañado a Jofre para asegurarse de que él cumpliera las órdenes del sumo pontífice.
Le dijo a Duarte que deseaba hablar con él en privado. Mientras paseaban por los muelles, César señaló hacia Elba, cuya silueta se distinguía perfectamente a pesar de la bruma.
—Sin duda habéis oído hablar de las minas de hierro de Elba —le dijo al consejero de su padre—. Con la riqueza que nos proporcionarían esas minas podríamos financiar una campaña para unificar toda la península. Sé que el sumo pontífice no se opondría a la conquista de Elba, pero yo no poseo ninguna experiencia naval. Y, si no la tomamos ahora, no me cabe duda de que el rey de Francia pronto añadirá esa isla a sus territorios.