Duarte permaneció en silencio mientras contemplaba el horizonte.
Después se giró hacia los ocho galeones genoveses que había amarrados en el muelle.
—Quizá pueda ayudaros —dijo finalmente—. Aunque ya hace muchos años de eso, hubo un tiempo en que yo capitaneaba armadas en grandes batallas navales.
Y, por primera vez en su vida, César creyó apreciar cierta añoranza en la mirada de Duarte. Aun así, vaciló unos instantes.
—¿En Inglaterra? —preguntó por fin. El gesto de Duarte se endureció.
—Perdonadme —se apresuró a decir César mientras rodeaba al consejero de su padre con un brazo—. No es asunto mío. Entonces, ¿me ayudaríais a conquistar Elba para mayor gloria de la Santa Iglesia de Roma?.
Ambos hombres observaron la isla en silencio. Hasta que, de repente, Duarte señaló hacia los galeones genoveses.
—Esos viejos buques nos pueden servir. Sin duda, los habitantes de la isla estarán más preocupados por los piratas que por una invasión desde tierra adentro. Habrán concentrado sus defensas (cañones, redes de hierro y buques incendiarios) en el puerto, que sin duda es donde atacarían los piratas. Seguro que podremos encontrar una bahía tranquila donde desembarcar al otro lado de la isla.
—¿Cómo transportaremos los caballos y los cañones? —preguntó César.
—No lo haremos —dijo Duarte—. Los caballos provocarían todo tipo de destrozos y, de resbalar, los cañones podrían abrir una brecha en el casco y causar el hundimiento de los buques. No, no llevaremos ni cañones ni caballos, Tendrá que bastar con la infantería —concluyó diciendo.
Tras estudiar detenidamente las cartas de navegación genovesas, todo estuvo dispuesto para partir en dos días. Los soldados de infantería subieron a los galeones y la pequeña flota navegó hacia Elba.
Pero la alegría duró poco pues el balanceo del barco no tardó en afectar a la mayoría de los soldados, que vomitaban en la cubierta, incapaces de contener las náuseas. El propio César tuvo que morderse los labios durante toda la travesía. Ante su sorpresa, el movimiento de los pesados buques no parecía afectar ni a Jofre ni a don Michelotto.
Encontraron una bahía tranquila de arenas blancas y suaves. Detrás de la playa se abría un camino que atravesaba las colinas flanqueado por arbustos gr:’sáceos y olivos de ramas retorcidas. No había nadie a la vista.
Los galeones se aproximaron todo lo posible a la orilla, pero, aunque apenas había una profundidad de dos metros, la gran mayoría de los soldados no sabían nadar. Finalmente, César ordenó que se atara un pesado cabo a la proa de cada galeón y ocho marineros nadaron hasta la orilla, donde tensaron los cabos alrededor de recios olivos.
Duarte le dijo a César que ordenase que la mitad de los hombres se atasen las armas con correas a la espalda para poder ganar la orilla. El resto de los soldados permanecería a bordo de los galeones hasta que el primer contingente hubiera sitiado la plaza.
Para doblegar la reticencia de los soldados, el propio Duarte se deslizó por la proa del buque, sujetó el cabo con las dos manos se dejó caer al agua y avanzó sujeto al cabo hasta alcanzar la orilla.
César fue el siguiente y, siguiendo su ejemplo, un soldado tras otro fueron desembarcando, pues cualquier cosa era mejor que permanecer en esos horribles buques a los que, incluso en la bahía, el mar sometía a un continuo balanceo.
Una vez a salvo en la playa, César esperó a que sus hombres se secaran antes de conducirlos por el empinado camino. Una hora después, llegaron a la cima de la colina, desde donde se divisaba la ciudad y el puerto de la isla de Elba.
Como Duarte había previsto, los inmensos cañones de hierro estaban apuntalados a la entrada del puerto, apuntando hacia el mar. Tras observar la ciudad durante una hora desde lo alto de la colina, no vieron ninguna pieza de artillería móvil, tan sólo un reducido batallón de la milicia en la plaza principal.
César ordenó a sus hombres que descendieran la colina en silencio y, cuando llegaron a las puertas de la ciudad, dio la orden de atacar.
—¡Al ataque! —gritó—. ¡Al ataque! Los soldados de infantería no tardaron en llegar hasta la plaza consistorial, donde las milicias locales apenas opusieron resistencia.
Atemorizados, los habitantes de Elba corrieron a refugiarse en sus.
casas.
Llegaron hasta la casa consistorial. César recibió a una delegación de hombres notables de Elba y, tras identificarse, les comunicó que no sufrirían ningún perjuicio por parte de sus tropas y que, desde ese momento, la isla estaba bajo el control del sumo pontífice.
A continuación, César ordenó que se encendiera una gran hoguera; la señal acordada para hacer saber a Duarte que la plaza había sido tomada y que era seguro entrar en el puerto. Los ocho galeones no tardaron en entrar en la bahía con el estandarte de César Borgia ondeando al viento.
Tras inspeccionar personalmente las minas y dejar un contingente de sus mejores hombres a cargo de la isla, César y el grueso de sus tropas volvieron a embarcar rumbo al continente.
Y así fue como, tan sólo cuatro horas después del desembarco, el capitán general de los ejércitos pontificios abandonó la isla de Elba.
Al llegar a Piombino, César, don Michelotto, Jofre y Duarte partieron al galope camino de Roma.
Los cardenales Della Rovere y Ascanio Sforza se reunieron para almorzar en secreto. Sobre la mesa había una fuente con jamón curado, pimientos asados aderezados con aceite de oliva, clavo y ajo, una crujiente hogaza de pan de sémola y vino en abundancia.
Ascanio fue el primero en hablar.
—No debería haberle dado mi voto a Alejandro en el cónclave —dijo—. Aunque nadie puede poner en duda su capacidad como hombre de Estado, es un padre demasiado indulgente. A este paso, sus hijos llevarán a la Iglesia a la bancarrota. La campaña de César para someter a los caudillos de la Romaña ha dejado vacías las arcas del Vaticano y no hay reina o duquesa que goce de un vestuario más amplio y lujoso que el de su hijo Jofre.
El cardenal Della Rovere sonrió con malicia.
—Mi querido Ascanio —dijo—, no creo que me hayáis hecho llamar para hablar de los pecados de Alejandro. Además, no hay nada que podáis decirme que yo no sepa ya.
Ascanio se encogió de hombros.
—¿Qué puedo deciros? Mi sobrino Giovanni ha sido humillado por César Borgia,
Incluso mi propio hermano, Ludovico, está cautivo en una mazmorra desde que el rey de Francia se apoderó de Milán. Y ahora se dice que Alejandro ha firmado un pacto secreto con Francia y España para dividir Nápoles en dos y coronar rey a César. ¡Es intolerable!
—¿Y qué pensáis hacer al respecto? —preguntó Della Rovere. Hacía meses que Della Rovere esperaba que Ascanio se decidiera a acudir a él y, ahora, sólo debía esperar unos minutos más, pues tratándose de un acto de traición, prefería que fuera él quien llevara la iniciativa; en los tiempos que corrían toda precaución era poca.
Además, aunque los criados hubieran jurado absoluta discreción, un puñado de ducados bastaría para devolverle la vista a un ciego y el oído a un sordo, pues cuando uno es pobre, el oro hace más milagros que las oraciones.
Así, cuando Ascanio por fin se atrevió a hablar, lo hizo en un susurro apenas audible.
—Todo cambiará cuando Alejandro deje de ocupar el solio pontificio —dijo—. No hay duda de que, si se celebrara un nuevo cónclave, seríais vos el elegido.
—No hay ningún indicio de que Alejandro vaya a renunciar al solio —dijo Della Rovere tras escuchar las palabras de su compañero. Sus ojos, entrecerrados en un gesto de gran concentración, parecían dos oscuras rendijas en su pálido rostro—. Goza de buena salud y, si alguien intentara atentar contra su persona, tendría que enfrentarse a su hijo César; creo que no es necesario que os explique lo que significaría eso.
Ascanio Sforza se llevó una mano al pecho y habló con sinceridad.
—Eminencia, no malinterpretéis mis palabras. El sumo pontífice tiene numerosos enemigos que estarían encantados de acabar con su poder. En ningún momento he querido sugerir que participemos de forma directa en un acto que pueda mancillar nuestras almas. Nunca sugeriría nada que pudiera ponernos en peligro —continuó diciendo—. Sólo digo que creo que ha llegado el momento de reflexionar sobre una posible alternativa al actual sumo pontífice.
¿El papa está contantemente enfermo? ¿Quizás a causa de la ingestión de un vaso de vino, o de almejas en mal estado? —preguntó Della Rovere.
Al responder, Ascanio habló lo suficientemente alto como para que los criados pudieran oírlo.
—Sólo el Padre Celestial sabe cuando ha llegado el momento de llamar a uno de sus hijos junto a él.
Della Rovere repasó mentalmente la lista de los principales enemigos de los Borgia.
—¿Es verdad que Alejandro está planeando un encuentro con el duque de Ferrara, para convenir los esponsales de su hija Lucrecia con su hijo Alfonso? —preguntó finalmente.
—Algo he oído decir —contestó Ascanio—. De ser cierto, mi sobrino Giovanni sin duda lo sabrá, pues no hace mucho que ha estado en Ferrara. Aunque no me cabe duda de que el duque de Ferrara rechazará cualquier propuesta relacionada con la tristemente célebre Lucrecia, pues no podemos olvidar que la hija de Alejandro es un "bien usado ".
Incapaz de contener su nerviosismo, Della Rovere se levantó de su asiento.
—César Borgia se ha apoderado prácticamente de toda la Romaña —dijo—. Ferrara es el único feudo que no ha sido sometido a la autoridad de Alejandro. Si esa alianza se llevara a cabo, ninguno de nosotros estaría libre del yugo de los Borgia. Conociendo al sumo pontífice, no me cabe duda de que preferirá vencer mediante una alianza que mediante la guerra. Es evidente que pondrá todo su empeño en llevar a buen fin los nuevos esponsales de su hija. Nuestra tarea es asegurarnos de que no logre su objetivo.
Ahora que toda su familia volvía a estar en Roma, Alejandro se entregó por completo a negociar los esponsales de Lucrecia con el joven Alfonso d'Este, el futuro duque de Ferrara.
Situado entre la Romaña y Venecia, el ducado de Ferrara era un territorio de gran importancia estratégica, tanto por su emplazamiento como por sus sólidas fortificaciones y su poderoso ejército.
De ahí que, a pesar de las riquezas y el poder de los Borgia, resultara difícil concebir que los D'Este estuvieran dispuestos a entablar una alianza con una familia española recién llegada a la península. No, nadie creía que el sumo pontífice pudiera llevar su proyecto a buen fin. Nadie excepto Alejandro.
Ercole d'Este, el padre de Alfonso, era un hombre práctico y poco dado al sentimentalismo. Consciente del poder y la capacidad estratégica de César, sabía que, de no consumarse la alianza matrimonial, sus hombres deberían enfrentarse antes o después a las temibles tropas pontificias.
Una alianza con los Borgia podía convertir a un enemigo potencial en un poderoso aliado en su lucha contra los venecianos. Además, después de todo, Alejandro Borgia era el vicario de Cristo en la tierra y, como tal, el hombre más poderoso de la Iglesia. Desde luego, ésas eran razones más que suficientes para considerar la posibilidad de los esponsales, a pesar del origen español y la escasa sofisticación de los Borgia.
Y, por si todo ello no fuera suficiente, la familia D'Este debía obediencia al rey de Francia y el rey Luis le había hecho saber personalmente a Ercole que apoyaba los esponsales entre su hijo Alfonso y Lucrecia Borgia.
Así, las complejas negociaciones siguieron adelante hasta que, finalmente, llegó el momento de abordar la cuestión del dinero.
Ese día, Duarte Brandao se unió a Alejandro y a Ercole d'Este en una sesión en la que todos esperaban alcanzar un acuerdo definitivo.
Los tres hombres estaban sentados en la biblioteca de Alejandro.
—Su Santidad —comenzó diciendo Ercole—, no he podido dejar de advertir que en vuestras magníficas estancias sólo tenéis obras de Pinturicchio; ni un solo Botticelli ni un Bellini ni un Giotto. Ni tan siquiera un Perugino o una pintura de fray Filippo Lippi.
Pero Alejandro tenía sus propias ideas sobre el arte.
—Me gusta Pinturicchio —dijo—. Algún día será reconocido como el pintor más grande de nuestros tiempos.
Ercole sonrió
Duarte creyó adivinar las intenciones de Ercole. Con sus palabras estaba recalcando la sofisticación de la familia D'Este, dejando constancia del abismo que los separaba del escaso bagaje cultural de los Borgia.
—Quizá tengáis razón, excelencia —intervino astutamente el consejero de Alejandro—. Las plazas que hemos conquistado en la Romaña contienen numerosas obras de los artistas que habéis mencionado. César deseaba traerlas al Vaticano, pero Su Santidad se opuso. Todavía albergo la esperanza de poder convencer al sumo pontífice del valor de esas obras, pues evidentemente enaltecerían el Vaticano. De hecho, no hace mucho que hablábamos de la colección de arte del duque, sin duda la más valiosa de toda nuestra península, y de cómo aumenta el prestigio y la riqueza de Ferrara, pues no todo son monedas.
Ercole dudó unos instantes, antes de abordar la cuestión a la que Duarte apuntaba con sus palabras.
—Bueno —dijo finalmente—, quizá haya llegado el momento de hablar sobre la dote.
—¿En qué cifra habéis pensado, Ercole? —preguntó Alejandro, incapaz de contener su ansiedad.
—Creo que trescientos mil ducados sería una suma adecuada, Su Santidad —sugirió el duque de Ferrara.
Alejandro, que pensaba iniciar la puja con treinta mil ducados, estuvo a punto de atragantarse con el vino.
—¿Trescientos mil ducados?.
—Una cifra inferior sería una afrenta para mi familia —intervino con presteza Ercole—. No debemos olvidar que mi hijo Alfonso es un apuesto joven con un futuro extraordinario. Como sin duda sabréis, son muchas las familias que desearían desposar a sus hijas con el futuro duque de Ferrara.
Durante la siguiente hora, ambas partes presentaron todo tipo de argumentos sobre las excelencias de su oferta, hasta que, finalmente, cuando Alejandro se negó rotundamente a pagar la suma solicitada por Ercole, éste se levantó y amenazó con marcharse.
Alejandro le planteó una oferta intermedia. Ercole rechazó la oferta del Santo Padre. Entonces fue Alejandro quien hizo ademán de retirarse, aunque no tardó en dejarse convencer por el duque de Ferrara de la necesidad de llegar a un acuerdo satisfactorio para ambos.