Jofre levantó el catre del suelo y los dos se sentaron. Él la rodeó con un brazo, intentando consolarla.
—¿Puedes conseguir papel? —preguntó ella—. Es importante que mi tío reciba el mensaje lo antes posible.
—Lo conseguiré y me aseguraré de que tu tío reciba el mensaje, pues no puedo soportar estar alejado de ti.
Sancha sonrió
—Somos como una sola persona —dijo él—. El daño que te hagan a ti también me lo hacen a mí
—Sé que odiar es un pecado —dijo ella al cabo de unos segundos—, pero estoy dispuesta a mancillar mi alma por el odio que siento hacia tu padre. Me da igual que sea el sumo pontífice; a mis ojos no es más que un ángel caído.
Jofre no defendió a su padre.
—Escribiré a César —dijo—. Estoy seguro de que nos ayudará cuando regrese a Roma.
—En el pasado nunca lo ha hecho —dijo ella sin ocultar su hostilidad—. ¿Por qué piensas que iba a hacerlo ahora?.
—Tengo mis razones —dijo él—. Confío en que él pueda sacarte de este infierno.
Al despedirse, Jofre besó a su esposa largamente. Pero aquella misma noche, cuando Jofre se marchó, los guardias de Sant'Arigelo entraron en la celda de Sancha y la violaron. A pesar de su resistencia, le arrancaron la ropa y la forzaron de uno en uno, pues una vez que había sido encerrada entre ladrones y prostitutas, Sancha dejaba de estar bajo la protección del sumo pontífice, por lo que los guardias no temían sufrir ninguna represalia por sus actos.
A la mañana siguiente, cuando Jofre llegó a Sant'Angelo, Sancha estaba vestida y aseada, pero no pronunciaba palabra. Daba igual lo que Jofre dijera, ella no le contestaba. Y, lo que era peor, esa intensa luz que siempre había brillado en sus ojos había desaparecido de su mirada, que ahora era turbia, gris, como si estuviera clavada en algún punto indefinido de la eternidad.
Aunque César Borgia ya controlara la Romaña, todavía quedaban ciudades por conquistar para llegar a realizar su sueño de unificar toda Italia. Estaba Camerino, gobernada por la familia Varano, y estaba Urbino, gobernada por el duque Guido Feltra; aunque Urbino parecía una plaza demasiado poderosa para que los ejércitos de César pudieran tomarla. Precisamente por eso deseaba conquistarla. Por eso y porque bloqueaba su salida al Adriático, cortando el paso entre los territorios de Pesaro y Rimini y el resto de las posesiones de César.
La campaña de César continuaba... El primer objetivo fue Camerino. Un ejército marcharía hacia el norte desde Roma para reunirse con las tropas al mando de uno de los capitanes españoles de César.
Pero, para lograr su objetivo, César requería la colaboración de Guido Feltra, pues la artillería de Vito Vitelli necesitaba atravesar sus territorios, y de todos era conocido el escaso afecto que Feltra sentía por los Borgia.
Sin embargo, la inteligencia de Guido nunca estuvo a la altura de su reputación como condotiero. Así, para evitar un enfrentamiento inmediato, y ocultando su intención de apoyar a Alessio Verano en la defensa de Camerino, Feltra le concedió permiso a César para atravesar sus territorios.
Desgraciadamente para el duque, los espías de César no tardaron en descubrir sus verdaderas intenciones y, antes de que Feltra pudiera reaccionar, la poderosa artillería de Vito Vitelli se reunió con las tropas romanas de César y las tropas lidereadas por el capitán español y, juntas, se dirigieron a Urbino.
La visión de los poderosos ejércitos pontificios lidereados por César cabalgando sobre un magnífico corcel con su armadura negra bastó para que Guido Feltra, temiendo por su vida, huyera de la plaza.
Y así, ante el asombro, no sólo de los gobernantes de Italia, sino los de toda Europa, Urbino, que hasta entonces era considerada una plaza inexpugnable, se rindió ante las tropas de César Borgia.
A continuación, César avanzó hasta Camerino que, sin la ayuda de Guido Feltra, se rindió sin apenas ofrecer resistencia.
Ahora que tanto Urbino como Camerino habían caído en manos de los ejércitos pontificios, ya nada parecía poder detener a César; pronto, el sumo pontífice regiría el destino de toda la península.
Aquella tarde de verano, el sol parecía un humeante disco rojo dispuesto a derretir la ciudad de Florencia.
Las ventanas del palacio de la Signoria permanecían abiertas de par en par, invitando a una brisa inexistente, aunque tan sólo las moscas entraban en la sofocante sala. Sudorosos e inquietos, los miembros de la Signoria se mostraban impacientes por comenzar la sesión, pues cuanto antes lo hicieran antes podrían regresar a sus casas, donde los esperaba un refrescante baño y una copa de vino frío.
El principal asunto que había que tratar era el informe de Nicolás Maquiavelo, que acababa de volver del Vaticano, adonde había sido enviado por la Signoria para recabar información sobre la situación. De sus palabras podía depender el futuro de Florencia, pues César Borgia ya se había atrevido a sitiar Florencia durante su última campaña militar y, ahora, los principales hombres de Florencia temían que la próxima vez no resultara tan fácil satisfacer sus pretensiones.
Maquiavelo se levantó para dirigirse a los miembros de la Signoria. A pesar del calor, llevaba un jubón de seda gris perla y un inmaculado blusón blanco.
—Ilustres señores, es por todos conocido que Urbino se ha rendido a César Borgia —empezó diciendo con dramatismo y elocuencia—. Algunos dicen que la maniobra de los ejércitos pontificios fue un acto de traición, pero, de ser así, fue una traición correspondida, pues el duque estaba conspirando en contra de los Borgia y ellos se limitaron a corresponder ese engaño. Yo diría que se trata de un claro ejemplo de frodi onorevoli, o fraude honorable —continuó diciendo mientras se paseaba frente a su distinguida audiencia—. Y yo pregunto: ¿en qué posición se encuentra ahora César Borgia? Su ejército es poderoso y disciplinado. Además, sus hombres le son leales. Yo aún diría más, lo adoran, como pueden corroborar los súbditos de cualquiera de las plazas que ha conquistado. César Borgia se ha apoderado de toda la Romaña y ahora también domina Urbino. Hizo temblar a la mismísima Bolonia y, a decir verdad, también a nosotros. —Con un gesto grandilocuente, Maquiavelo se llevó una mano a la frente, subrayando la gravedad de lo que iba a decir a continuación—. Y, lo que es peor, —dijo con énfasis—. Es cierto que el monarca francés receló de los Borgia durante la rebelión de Arezzo y que expresó su malestar cuando los ejércitos pontificios amenazaron primero Bolonia y después nuestra ilustre ciudad. —Maquiavelo guardó silencio durante unos segundos—. Pero no debemos olvidar que el rey Luis todavía requiere el apoyo del sumo pontífice para negociar con España y con Nápoles. Y, teniendo en cuenta la fuerza y el poderío que han demostrado las tropas de César Borgia, no es de extrañar que el monarca francés no desee enfrentarse a Roma. Pero, ahora, quisiera compartir cierta información que poseo —dijo Maquiavelo bajando repentinamente el tono de voz—
César ha visitado en secreto al rey de Francia. Ha acudido a su presencia solo, sin hacerse acompañar ni tan siquiera por una pequeña escolta, y le ha ofrecido sus disculpas por lo sucedido en Arezzo. Al ponerse en manos del rey Luis, César ha acabado con cualquier posible tensión que pudiera existir entre Francia y el papado. Por eso, creo poder decir, sin riesgo a equivocarme, que, si César decidiera atacar Bolonia, el rey Luis lo apoyaría. No puedo saber lo que ocurriría si su osadía llegara al extremo de atacar Florencia.
Uno de los miembros de la Signoria se incorporó, sudoroso.
—¿Estáis sugiriendo que nada detendrá a César Borgia? —preguntó mientras se secaba el ceño con un pañuelo de lino—. Oyendo vuestras palabras, parecería que lo más aconsejable sería huir de la ciudad y refugiarnos en nuestras villas de las montañas.
—No creo que la situación sea tan trágica, señoría —dijo Maquiavelo con voz tranquilizadora—. Al fin y al cabo, no debemos olvidar que nuestra relación con César Borgia es amistosa y que el hijo del sumo pontífice siente un sincero aprecio por nuestra bella ciudad. Pero existe otro factor que debemos tener en cuenta, pues se trata de algo que podría cambiar el equilibrio de la presente situación —continuó diciendo tras una breve pausa—. César ha desafiado, incluso ha humillado, expulsándolos de sus territorios, a algunos de los hombres más poderosos de nuestra península. Aunque sus tropas le sean leales, y que, como acabo de decir, sus soldados lo adoren, no estoy tan seguro de la lealtad de sus condotieros; al fin y al cabo, no hay que olvidar que se trata de hombres violentos y ambiciosos cuyas lealtades son impredecibles. Pues la verdad es que, al convertirse él ahora en el hombre más poderoso, César Borgia se ha creado una interminable lista de enemigos.
La conspiración empezó a gestarse en Magtoni, una fortaleza perteneciente a los Orsini. Giovanni Bentivoglio, de Bolonia, estaba decidido a encabezar la conjura, Era un hombre corpulento, de cabello fuerte y rizado y toscas facciones, que gozaba de una gran capacidad de persuasión y siempre parecía presto a sonreír. Pero Giovanni también tenía un lado oscuro. Cuando todavía era un adolescente había formado parte de un grupo de bandoleros que habían dado muerte a cientos de hombres. Pero, con el tiempo, había llegado a convertirse en un gobernador justo; hasta que la humillación sufrida a manos de César Borgia hizo renacer sus instintos más sangrientos.
Poco tiempo después del primer encuentro, Bentivoglio reunió a los conspiradores en su castillo de Bolonia.
Estaba presente Guido Feltra, el ultrajado duque de Urbino, bajo y fornido, que hablaba prácticamente en un susurro, de tal manera que era necesario inclinarse hacia él para escuchar lo que decía, aunque todo el mundo sabía que, tratándose de Feltra, cada frase contendría una amenaza.
También habían acudido dos de los principales condotieros del ejército de César: Paolo y Franco Orsini. Paolo era un demente, mientras que Franco, prefecto de Roma y duque de Gravina, era un hombre de edad avanzada que se había ganado la reputación de ser un soldado despiadado al exhibir la cabeza de uno de sus adversarios clavada en la punta de su lanza durante varios días después de haberle dado muerte. Los Orsini siempre se habían mostrado deseosos de acabar con el poder de los Borgia.
Pero más sorprendente aún era la presencia de dos de los capitanes que más fielmente habían servido a César: Oliver da Fermo y, sobre todo, Vito Vitelli, quien, enfurecido, se había unido a los conspiradores tras obligarlo César a renunciar a los territorios de Arezzo. Y, lo que era aún más importante, además de estar al frente de una parte vital de los ejércitos pontificios, Vitelli se encontraba lo suficientemente cerca de cesar como para que este compartiera con el todos sus planes.
Y así fue como los conspiradores forjaron su estrategia. Lo primero que debían hacer era conseguir nuevos aliados. Una vez que hubieran reunido suficientes hombres, decidirían dónde y cuándo atacarían a César. Todo hacía pensar que los días de César Borgia estaban contados.
Ajeno al peligro que corría, César se encontraba en Urbino, sentado ante la chimenea de los aposentos que aún no hacía mucho que había convertido en suyos, disfrutando de una copa del excelente oporto de las bodegas de Guido Feltra cuando su ayuda de cámara le comunicó que un caballero deseaba verlo. Al parecer, había cabalgado sin descanso desde Florencia para comunicarle algo de suma importancia. Su nombre era Nicolás Maquiavelo.
Maquiavelo fue conducido inmediatamente a los aposentos de César. Mientras se despojaba de su amplia capa de color gris, César observó que el florentino tenía el semblante pálido, parecía agotado. Le indicó que se sentara y le ofreció una copa de oporto.
—Decidme, amigo mío, ¿a qué debo el honor de vuestra visita en la oscuridad de la noche? —preguntó César con una sonrisa cordial.
El rostro de Maquiavelo reflejaba inquietud.
—Debéis saber que Florencia ha sido invitada a participar en una conspiración de gran envergadura contra vuestra persona —dijo Maquiavelo sin más preámbulos—. Algunos de vuestros mejores capitanes forman parte de la conspiración. Quizá sospechéis de alguno de ellos, pero sin duda os sorprenderá saber que el propio Vito Vitelli se ha unido a los traidores.
César permaneció en silencio mientras el eminente florentino le daba los nombres de los conspiradores.
—¿Por qué me habéis hecho partícipe de la conspiración? —preguntó César sin dejar traslucir ni la sorpresa ni la indignación que sentía—. ¿Acaso no sería más beneficioso para Florencia que los conspiradores tuvieran éxito?.
—La Signoria de Florencia ha debatido largamente sobre esta cuestión —contestó Maquiavelo con sinceridad—. ¿Acaso son los conspiradores menos peligrosos que los Borgia? No ha sido fácil, pero, finalmente, el Consejo de los Diez ha decidido apoyaros.
"Al fin y al cabo, vos sois una persona razonable y también lo son vuestros objetivos; al menos aquellos que habéis confesado públicamente. Además, todo hace pensar que no deseáis enemistaros con el rey Luis, lo cual sin duda ocurriría si intentaseis tomar Florencia y así se lo hice saber a los miembros de la Signoria.
"Tampoco debemos olvidar que los conspiradores no son precisamente personas en cuyas buenas intenciones se pueda confiar —continuó diciendo Maquiavelo tras una breve pausa—. Paolo Orsini es un demente y de todos es sabido que los Orsini odian a los actuales gobernantes de Florencia. Vito Vitelli no sólo odia a los gobernantes, sino a la propia ciudad y todo aquello que Florencia representa.
"Y, por si eso no fuera razón suficiente, sabemos que Orsini y Vitelli intentaron convenceros para que atacaseis Florencia. También sabemos que vos os negasteis. Desde luego, esa muestra de lealtad ha sido determinante en la decisión del Consejo de los Diez.
"Pero eso no es todo. Si la conspiración triunfara, si los conspiradores acabaran con vuestra vida, después depondrían a vuestro padre y un cardenal de su elección ocuparía el solio pontificio. Y si llegara a ocurrir algo así, tengo la absoluta seguridad de que los conspiradores no dudarían en atacar Florencia; incluso es posible que saquearan nuestra hermosa ciudad.
"Por último, he hecho saber a los miembros de la Signoria que, antes o después, vos descubriríais la conspiración, pues esos hombres son incapaces de mantener un secreto, y, con vuestra célebre capacidad para la estrategia, sofocaríais la conjura. Así que propuse que fuéramos nosotros quienes os advirtiéramos del peligro —dijo finalmente—. A cambio, no me cabe duda de que vos nos corresponderéis con vuestra buena voluntad.