Mientras la implacable peste negra asolaba Europa, una nueva cultura empezaba a florecer en las ciudades y el estudio de las grandes civilizaciones clásicas iniciaba una época de esplendor para las artes, las letras y las ciencias. En Roma, la restauración de un único trono papal auguraba una nueva etapa de poder y fausto del papado, pero al mismo tiempo la corrupción amenazaba la Iglesia. Altos mandatarios eclesiásticos visitaban los burdeles y mantenían varias amantes, aceptaban sobornos y comerciaban con las bulas papales que perdonaban los pecados más atroces. Así era la vida en el Renacimiento. Así era el mundo de Alejandro VI, el Papa Borgia y de sus hijos César, Juan, Lucrecia y Jofre. Ésta es su historia, el retrato fascinante de una familia cuya ambición y sed de poder la llevarían a la cima del mundo, y la crónica del alto precio que pagaron por ello.
Resultado de una labor de más de diez años y de la maestría literaria de
Mario Puzo
,
Los Borgia
evoca de modo incomparable las grandes pasiones que mueven la Historia.
Mario Puzo
Los Borgia
ePUB v1.1
GONZALEZ14.09.11
Publicado por Emecé Editores, S. A.
Título original:
The Family
.
Traducción de Agustín Vergara.
Primera reedición argentina.
Noviembre, 2001
A Bert Fields,
que arrancó la victoria
de las fauces de la derrota
y que podría ser el más grande
de todos los consiglieri.
Con admiración,
MARIO PUZO.
Dejadme ser vil y rastrero, pero permitid que bese el sudario que envuelve a mi Dios. Pues, aunque siga al demonio, sigo siendo Vuestro hijo, oh Señor, y os amo y siento esa dicha sin la que el mundo no puede existir.
FIODOR DOSTOIEVSKI,
Los hermanos Karamázov
Mario Puzo
murió en 1999 y pasó los últimos años de su vida trabajando en esta novela, que empezó a gestarse en 1983, tras una visita del autor al Vaticano. La escritora Carol Gino, asistente personal y compañera de Puzo durante muchos años, trabajó muy estrechamente con el autor en la preparación de esta novela, junto con el galardonado historiador Bertram Fields.
Carol Gino recuerda que Puzo calificó esta novela como "otra historia familiar", tal como solía describir su obra
El padrino
.
Gino, con la colaboración de Fields, se encargó de revisar y completar los capítulos que quedaron inacabados a la muerte del autor.
Mientras la peste negra devastaba Europa, los ciudadanos apartaban los ojos de la tierra y miraban hacia el cielo con desesperación, Algunos, los más inclinados hacia el pensamiento filosófico, intentaban encontrar ahí los secretos de la existencia, aquello que les permitiera desentrañar los grandes misterios de la vida; otros, los más pobres, tan sólo buscaban aliviar su sufrimiento.
Y fue así como la rígida doctrina religiosa de la Edad Media empezó a perder su poder y fue reemplazada por el estudio de las grandes civilizaciones de la Antigüedad. A medida que la sed por las Cruzadas empezó a disminuir, los héroes del Olimpo renacieron y sus batallas volvieron a ser libradas. Fue así como los hombres le dieron la espalda a Dios y la razón volvió a reinar.
Aquellos fueron tiempos de grandes logros en la filosofía, en el arte, en la medicina y en la música. La cultura floreció con gran pompa y ceremonial, pero los hombres tuvieron que pagar un precio por cerrar sus corazones a Dios. Las viejas leyes se rompieron antes de crear otras nuevas que las suplieran. El humanismo, aquel giro desde el estricto cumplimiento de la palabra de Dios y la fe en la vida eterna hacia el "honor del hombre" y la búsqueda de recompensas en el mundo material, supuso, en realidad, una difícil transición.
Entonces, Roma no era una ciudad bendita; era un lugar sin ley. En las calles, los ciudadanos eran asaltados y sus hogares saqueados, las prostitutas campaban a sus anchas y cientos de personas morían asesinadas.
El país que conocemos como Italia aún no existía. Dentro de los límites de la "bota", el destino de cada ciudad era regido por rancias familias, reyes, señores feudales, duques u obispos. En lo que hoy es Italia, los vecinos luchaban entre sí por sus tierras, y aquellos que lograban la victoria siempre se mantenían en guardia, al acecho de la siguiente invasión.
Las potencias extranjeras, siempre ávidas de conquistas, suponían una constante amenaza para los pequeños feudos de Italia. Los soberanos de España y Francia luchaban por ampliar sus fronteras y los turcos amenazaban las costas de la península.
La Iglesia y la nobleza se disputaban el poder. Tras el Gran Cisma, cuando la existencia de dos papas dividió la Iglesia y redujo de forma dramática sus ingresos, la restauración de un único trono papal en Roma auguraba una nueva etapa de esplendor para el papado. Más poderosos que nunca, los líderes espirituales de la Iglesia sólo debían enfrentarse al poder terrenal de los reyes y los señores feudales. Y, aun así, la Santa Iglesia vivía sumida en una constante agitación, pues la corrupción se había asentado hasta en las más altas esferas del papado.
Ignorando sus votos de castidad, los cardenales visitaban asiduamente a las cortesanas e incluso mantenían varias amantes al mismo tiempo. Los sobornos estaban a la orden del día y los clérigos eximían a los nobles de sus deberes para con Dios y perdonaban los más atroces pecados a cambio de dinero.
Se decía que en Roma todo tenía un precio; con suficiente dinero se podían comprar iglesias, perdones, bulas e incluso la salvación eterna.
El segundo hijo varón de cada familia era educado desde su nacimiento para la vida eclesiástica, tuviera o no vocación religiosa. La Iglesia ostentaba el derecho de coronar reyes y conceder todo tipo de privilegios terrenales, por lo que no había familia aristocrática en Italia que no ofreciese cuantiosos sobornos para conseguir que alguno de sus miembros ingresara en el colegio cardenalicio.
Así era la vida en el Renacimiento. Así era el mundo del cardenal Rodrigo Borgia y de su familia.
El sol estival calentaba las calles empedradas de Roma mientras el cardenal Rodrigo Borgia caminaba hacia el palacio donde lo esperaban sus hijos, César, Juan y Lucrecia, carne de su carne, sangre de su sangre. Aquel día, el vicecanciller del Papa, el segundo hombre más poderoso de la Iglesia, se sentía especialmente afortunado.
Al llegar al palacio donde vivía Vanozza Catanei, la madre de sus hijos, el cardenal se sorprendió a sí mismo silbando alegremente. Como miembro de la Iglesia, le estaba prohibido contraer matrimonio, pero, como hombre de Dios que era, tenía la seguridad de comprender los deseos del Señor. ¿Pues acaso no creó el Padre Celestial a Eva para completar a Adán en el jardín del Edén? ¿No era lógico deducir entonces que, en este valle de lágrimas, en este mundo plagado de infelicidad, un hombre necesitaba también del consuelo de una mujer?.
Rodrigo Borgia había tenido otros tres hijos cuando todavía era un joven obispo, pero los que le había dado Vanozza ocupaban un lugar especial en su corazón. Incluso los imaginaba de pie sobre sus hombros, formando un ser prodigioso, ayudándolo a unificar los Estados Pontificios y a extender los dominios de la Iglesia hasta los últimos confines del mundo.
Dividido entre su condición de cardenal y su condición de padre, entre su devoción por ellos y su lealtad a la causa divina. ¿Acaso no paseaban con gran ceremonial por la ciudad los hijos del papa Inocencio durante los principales festejos de Roma?.
Hacía más de diez años que el cardenal Borgia compartía el lecho de Vanozza y, durante todo ese tiempo, ella había sido capaz de brindarle las más intensas emociones, manteniendo siempre viva la llama de la pasión. No es que Vanozza hubiera sido la única mujer de su vida, pues el cardenal era un hombre de grandes apetitos, pero, sin duda, había sido la más importante. Era una mujer hermosa e inteligente con la que podía compartir sus pensamientos más íntimos sobre todo tipo de cuestiones, tanto divinas como terrenales. Hasta tal punto era así que, en más de una ocasión, Vanozza le había dado sabios consejos, que él, por supuesto, había correspondido con generosidad.
Vanozza intentó sonreír mientras veía partir a sus hijos junto al cardenal.
A sus cuarenta años, conocía mejor que nadie al hombre que se escondía bajo el cardenalicio púrpura. Sabía que Rodrigo tenía una ambición sin límites, una ambición que nada ni nadie podría saciar nunca. Él mismo le había contado sus planes para aumentar el poder de la Iglesia mediante una serie de alianzas políticas y tratados que cimentarían tanto la autoridad del Papa como la suya propia. Las estrategias del cardenal se forjaban en su mente con el mismo vigor con el que sus futuros ejércitos conquistarían nuevos territorios, pues Rodrigo Borgia estaba destinado a convertirse en uno de los hombres más poderosos de su tiempo y su éxito sería también el éxito de sus hijos, Vanozza sabía que, algún día, como herederos del cardenal, sus hijos gozarían de un poder sin límites. Y esa idea era su único consuelo ahora que los veía partir.
Abrazó con fuerza a Jofre, su hijo menor, demasiado joven para separarse de ella, pues todavía necesitaba del alimento que le ofrecía su pecho. Pero Jofre también se separaría de ella algún día. Los ojos negros de Vanozza se llenaron de lágrimas mientras observaba cómo el cardenal se agachaba y cogía de la mano a Juan y a Lucrecia, su única hija, de tan sólo tres años de edad. César, dejado de lado, caminaba en silencio detrás de su padre. Vanozza pensó que sus celos podrían traerle problemas, aunque, con el tiempo, Rodrigo aprendería a conocerlo tan bien como ella.
Vanozza esperó hasta que sus hijos desaparecieron entre la multitud. Finalmente, se dio la vuelta, entró en el palacio y cerró la pesada puerta de madera a su espalda.
Apenas habían dado un par de pasos cuando César, de siete años, empujó a Juan con tanta fuerza que éste estuvo a punto de caer al suelo. El cardenal se volvió hacia César:
—Hijo mío —dijo—, ¿acaso no puedes pedir lo que deseas en vez de empujar a tu hermano?.
Juan, tan sólo un año más joven que César, pero de una apariencia mucho más frágil, sonrió con satisfacción al ver que su padre acudía en su defensa. César se acercó a él y lo pisó con fuerza.
Juan dejó escapar un grito de dolor. El cardenal cogió a César del blusón, lo levantó del suelo y lo agitó con tanta fuerza que los rizos castaños del niño cayeron despeinados sobre su frente. Después volvió a posarlo sobre el empedrado y se agachó frente a él.
—Dime, César, ¿qué es lo que tanto te molesta? —preguntó con candor.
Los ojos de César, oscuros y penetrantes, brillaban como dos trozos de carbón.
—Lo odio, padre —exclamó acaloradamente César mientras miraba fijamente al cardenal—. Siempre lo elegís a él.
—Escúchame bien, César —dijo el cardenal, divertido ante la reacción de su hijo—, La fuerza de una familia, al igual que la de un ejército, reside en la unidad de sus miembros. Además, odiar a tu hermano es pecado mortal y no creo que debas poner en peligro la salvación de tu alma por algo tan insignificante como esto. —El cardenal se incorporó, haciéndole sombra a su hijo con su imponente figura.— Y, además, me parece que hay suficiente de mí como para satisfacer los deseos de todos mis hijos. ¿No crees? —preguntó, sonriendo, mientras se acariciaba el corpulento abdomen.