Los cardenales debían ser rápidos en su decisión, ya que, transcurrida la primera semana, las raciones empezarían a reducirse y tendrían que alimentarse exclusivamente a base de pan, vino y agua.
Tras la muerte del papa Inocencio, el caos se había adueñado de Roma. Sin gobierno, los comercios y las casas eran saqueados y los asesinatos se contaban por centenares. Y, lo que era aún peor, mientras siguiera sin haber un sumo pontífice, la propia Roma corría el peligro de ser conquistada.
Miles de ciudadanos se habían congregado frente a la basílica de San Pedro. Oraban, ondeaban estandartes y cantaban himnos con la esperanza de que pronto hubiera un nuevo papa que acabara con el infierno que se había apoderado de la ciudad.
Dentro de la capilla Sixtina, los cardenales luchaban con su propia conciencia, pues, de no ser cuidadosos en su decisión, a cambio de salvaguardar sus bienes terrenales podían ver condenadas sus almas.
La primera ronda de deliberaciones duró tres días, pero ningún cardenal obtuvo la mayoría necesaria. Los votos estuvieron repartidos entre el cardenal Ascanio Sforza, de Milán, y el cardenal Della Rovere, de Nápoles, ambos con ocho votos. Rodrigo Borgia obtuvo siete votos. Una vez completado el recuento, tal como exigía la tradición, los votos fueron quemados.
La muchedumbre que llenaba la plaza observó atentamente el humo negro que surgía de la chimenea formando lo que parecía un oscuro signo de interrogación sobre la capilla Sixtina. Interpretándolo como una señal divina, se santiguaron y levantaron sus crucifijos al cielo. Como no salió ningún emisario al balcón, rezaron con más fervor incluso que antes.
Mientras tanto, los cardenales habían regresado a sus celdas para reconsiderar sus votos.
Dos días después, la segunda votación no ofreció ningún cambio. En esta ocasión, cuando la fumata negra se elevó sobre el Vaticano, las oraciones se llenaron de desesperanza y los himnos sonaron con menor intensidad. Un ambiente sombrío se apoderó de la plaza, que tan sólo estaba iluminada por la luz parpadeante de algunos faroles.
Los rumores empezaron a extenderse por las calles de Roma. Al amanecer del día siguiente, algunos ciudadanos juraron haber visto tres soles idénticos en el cielo. La muchedumbre, asombrada, lo interpretó como una señal de que el próximo pontífice lograría restablecer tres poderes del papado: el terrenal, el espiritual y el divino. Parecía un buen presagio.
Pero también hubo quien dijo que, aquella noche, dieciséis antorchas se habían encendido de forma espontánea en lo más alto del palacio del cardenal Della Rovere y que todas menos una se habían apagado inmediatamente después. Sin duda, era un mal presagio, ¿Cuál de los tres poderes del papado sería el que lograría prevalecer? Al oír el nuevo rumor, los fieles reunidos en la plaza se sumieron en un silencio sobrecogedor.
En la capilla Sixtina, los cardenales parecían encontrarse en un callejón sin salida. Las celdas cada vez resultaban más frías y húmedas y los cardenales de mayor edad empezaban a sentir los efectos de la presión. Era insoportable. ¿Cómo podía pensar nadie con claridad con el vientre revuelto y las rodillas en carne viva?
Esa noche, varios cardenales abandonaron sus celdas. Se negociaron cargos y posesiones, se forjaron nuevas lealtades y se hicieron todo tipo de promesas, pues un cardenal podía lograr grandes riquezas y oportunidades a cambio de su voto. Pero las mentes y los corazones de los hombres son veleidosos y las tentaciones siempre están al acecho. Pues, si un hombre es capaz de vender su alma a un diablo, ¿acaso no podrá vendérsela también a otro?.
En la plaza, el gentío cada vez era menos numeroso. Cansados, descorazonados, preocupados por su seguridad y la de sus casas, muchos ciudadanos abandonaron la plaza. Y, así, a las seis de la mañana, cuando el humo de la chimenea por fin se tornó blanco y volvieron a abrirse las ventanas tapiadas del Vaticano, apenas quedaban algunos fieles en la plaza.
Una figura vestida con ricos hábitos proclamó desde el balcón: —¡Habemos papa! Aquellos que conocían las dificultades con las que se había topado el cónclave se preguntaban qué cardenal habría salido elegido finalmente. ¿Ascanio Sforza o Della Rovere? Hasta que una nueva figura, un hombre de imponente tamaño, salió al balcón y lanzó a la plaza unos trozos de papel en los que se podía leer: "Habernos papa. El cardenal Rodrigo Borgia de Valencia. El papa Alejandro VI. ¡Alabado sea el Señor!"
Ahora que se había convertido en el papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia sabía que lo primero que debía hacer era devolver el orden a las calles de Roma. Durante el tiempo transcurrido desde la muerte del papa Inocencio se habían cometido más de doscientos asesinatos en la ciudad. ¡Era preciso acabar con la anarquía! Como sumo pontífice, debía someter a los criminales a un castigo ejemplar, pues ¿cómo, si no, podrían volver a emprender sus vidas con normalidad las buenas almas de la ciudad?.
El primer asesino fue capturado y ahorcado tras un juicio sumarísimo. También fue ahorcado su hermano y su casa fue saqueada e incendiada, de tal manera que su familia quedó sin techo, lo que sin duda era la mayor humillación posible para un ciudadano romano.
El orden se restableció en pocas semanas y los ciudadanos de Roma se sintieron satisfechos de tener un papa tan sabio. Ahora, la elección del cónclave también era la del pueblo de Roma.
Pero el papa Alejandro debía tomar otras muchas decisiones. Ante todo, debía resolver dos problemas de suma importancia; ninguno de ellos de índole espiritual. Primero, debía formar un ejército capaz de consolidar la fortuna de sus hijos. Sentado en el solio pontificio, en el salón de la Fe, Alejandro reflexionaba sobre los caminos del Señor, sobre la situación del mundo y las principales dinastías de la cristiandad; asuntos todos ellos de los que debía ocuparse ahora que era el nuevo papa. ¿o acaso no era él el infalible vicario de Cristo? Y, como tal, ¿no estaba obligado a hacer cumplir la voluntad de Dios en la tierra? ¿Acaso no era responsabilidad suya lo que ocurriera en cada nación, en cada ciudad de Italia, en cada república? Por supuesto que lo era. Y eso incluía el Nuevo Mundo, recientemente descubierto, pues era su obligación proporcionar consejo a sus gobernantes. Pero ¿realmente suponían esos gobernantes una amenaza para el reino del Señor?.
Tampoco podía olvidarse de su familia, los Borgia, cuyos numerosos miembros exigían su atención. Ni mucho menos de sus hijos, unidos a su destino por lazos indelebles de sangre, aunque separados entre sí por la intensidad de sus pasiones. ¿Qué sería de ellos? ¿Y cómo debía obrar él? ¿Sería capaz de lograr todos sus objetivos o tendría que sacrificar algunos a la consecución de los otros?.
Entonces, Alejandro reflexionó sobre sus deberes para con el Señor. Tenía que fortalecer el poder de la Iglesia. Lo acontecido durante el Gran Cisma, setenta y cinco años antes, no dejaba lugar a dudas.
Las ciudades italianas que pertenecían a los Estados Pontificios estaban gobernadas por tiranos más preocupados por sus propias riquezas que por hacer efectivos sus tributos a la Iglesia que legitimaba su poder. Los propios reyes se habían servido de Roma como una herramienta para aumentar su poder, y se habían olvidado por completo de su deber para con la salvación de las almas. Incluso los reyes de España y de Francia, llenos de riquezas, retenían los tributos destinados a la Iglesia cuando no les agradaba alguna medida adoptada por el papa. ¡Los muy osados! ¿Qué sucedería si la Iglesia les retirase su bendición? Los pueblos obedecían a sus señores porque los consideraban elegidos del Señor y tan sólo el papa, en su condición de vicario de Cristo, podía confirmar dicha bendición.
El papa debía lograr un equilibrio de poder entre los reyes de España y de Francia para que el tan temido concilio ecuménico nunca volviera a convocarse. De ahí la necesidad de que la Iglesia dispusiera de un ejército equiparable al de los monarcas más poderosos. Y, así, Alejandro forjó la estrategia que seguiría durante su pontificado.
Alejandro apenas tardó unas semanas en investir cardenal a su hijo César, que ya disponía de una renta eclesiástica de varios miles de ducados en su calidad de obispo. Aunque participase de las pasiones carnales y los vicios propios de la juventud, a sus diecisiete años, César era un hombre adulto, tanto en cuerpo como en espíritu. Dios había bendecido al hijo de Alejandro con una gran inteligencia, una firme determinación y esa agresividad innata sin la que no era posible sobrevivir en la Italia del Renacimiento. César había obtenido sendos títulos en leyes y teología por las universidades de Perugia y Pisa, y su disertación oral estaba considerada como uno de los ejercicios más brillantes jamás defendidos por ningún estudiante. Pero su gran pasión era el estudio de la historia y la estrategia militar. De hecho, había participado en algunas batallas menores e incluso se había distinguido por su valor.
César Borgia supo que iba a ser cardenal de la Iglesia mientras cursaba estudios de derecho canónico en la Universidad de Pisa. El nombramiento no sorprendió a nadie, pues, al fin y al cabo, se trataba del hijo del nuevo papa. Pero César no recibió la noticia con agrado. Sin duda, su nueva condición aumentaría sus privilegios, pero él se consideraba un soldado y su más sincero anhelo consistía en tomar castillos por asalto y conquistar ciudades. También deseaba casarse y tener hijos que no fuesen bastardos, como lo era él. Además, seguía enojado con su padre porque no le había permitido asistir a su ceremonia de coronación.
Sus dos mejores amigos, Gio Médicis y Tila Baglioni, con quienes compartía estudios en Pisa, lo felicitaron por su nueva condición y decidieron celebrar la buena nueva esa misma noche, pues César tendría que viajar inmediatamente a Roma.
Gio ya era cardenal desde los trece años, gracias a la influencia de su padre, Lorenzo el Magnífico, el hombre más poderoso de Florencia. Tila Baglioni era el único de los tres que no gozaba de ningún título eclesiástico, aunque era uno de los legítimos herederos del ducado de Perugia.
Los tres animosos jóvenes eran perfectamente capaces de cuidar de sí mismos. César era un excelente espadachín y, además de ser más alto que la mayoría de los hombres de su tiempo, gozaba de una extraordinaria fuerza física y dominaba a la perfección el manejo del hacha y de la lanza. Pero todo ello era de esperar tratándose del hijo de un papa.
Gio, que también era un buen estudiante, no gozaba de la robustez de César, Era un joven ocurrente, aunque se cuidaba de no ofender a sus dos amigos, pues, a sus diecisiete años, César ya era un hombre que se hacía respetar y Tila Baglioni era demasiado irascible como para someterlo a alguna de sus chanzas.
La celebración tuvo lugar a las afueras de Pisa, en una villa perteneciente a la familia Médicis. Dada la nueva posición de César, se trataba de un festejo discreto, con tan sólo seis cortesanas. Los tres amigos disfrutaron de una cena moderada a base de cordero, vino y dulces y de una conversación amena y agradable. Pero se retiraron pronto, pues habían decidido que, al día siguiente, antes de volver a sus respectivos hogares, César y Gio acompañarían a Tila a Perugia para disfrutar de los festejos que se iban a celebrar en dicha ciudad con ocasión de los esponsales del primo hermano de Tila, a los que su tía, la duquesa Atalanta Baglioni, le había pedido que asistiera. Advirtiendo cierta tensión en la misiva de la duquesa, Tila había decidido complacerla.
A la mañana siguiente, los tres amigos emprendieron viaje hacia Perugia. César montaba su mejor caballo, un obsequio de Alfonso, el duque de Ferrara. Gio Médicis, menos diestro que sus compañeros, había optado por una mula blanca y Tila Baglioni, acorde con su carácter, montaba un caballo de batalla al que le habían cortado las orejas para que tuviera una apariencia más feroz; el conjunto que formaban jinete y montura era realmente sobrecogedor. Ninguno llevaba armadura, aunque los tres iban armados con espada y daga. Los acompañaba un séquito de treinta soldados con los colores personales del hijo del papa: amarillo y púrpura.
Desde Pisa, la ciudad de Perugia quedaba de camino a Roma, a tan sólo una jornada del mar. Aunque el papado reclamaba su autoridad sobre sus territorios, los duques de Perugia siempre se habían mostrado ferozmente independientes. De ahí que, aunque confiase plenamente en su destreza en la lucha, César nunca hubiera ido a Perugia de no ser bajo la protección personal de Tila. Ahora, el hijo del papa disfrutaba de la perspectiva de participar en los festejos antes de asumir sus nuevas responsabilidades en Roma.
Erigida sobre una colina y presidida por una fortaleza prácticamente inexpugnable, la bella ciudad de Perugia recibió a los tres amigos engalanada para la ocasión.
Las iglesias y los principales palacios lucían todo tipo de ornamentos y las estatuas vestían mantos dorados. Mientras recorría las calles conversando animadamente con sus compañeros, César tomaba buena nota de las fortificaciones, concibiendo posibles estrategias para asaltar la ciudad.
El gobierno de Perugia estaba en manos de la viuda Atalanta Baglioni. Todavía una mujer hermosa, la duquesa era célebre por la mano de hierro con la que gobernaba la ciudad junto a su hijo Netto, a quien había nombrado capitán militar de sus ejércitos. Era deseo de Atalanta que su sobrino Torino contrajera matrimonio con Lavina, una de sus damas favoritas en la corte, pues tenía la seguridad de poder contar con Torino para defender los privilegios de la familia Baglioni.
Los principales miembros de las distintas ramas del clan de los Baglioni se habían reunido en la fortaleza con ocasión de los esponsales. Los músicos animaban los festejos para el deleite de las parejas que bailaban mientras los caballeros más animosos exhibían su destreza enfrentándose entre sí, tanto a pie como a caballo. César aceptó numerosos retos y salió vencedor en todas las contiendas.
Cuando cayó la noche y los distintos miembros del clan de los Baglioni se retiraron a descansar en la fortaleza, Gio y César se reunieron con Tila en sus aposentos para dar cuenta de una última copa de vino.
Ya era casi medianoche cuando oyeron los gritos. Tila se incorporó de un salto y corrió hacia la puerta, pero César se interpuso en su camino.
—Deja que vaya yo, Tú puedes correr peligro —le dijo a su amigo. A César no le cabía duda de que se trataba de un acto de traición y sabía que, a pesar de la sangrienta reputación de los Baglioni, nadie se atrevería a dar muerte al hijo del papa. Salió de los aposentos de Tila con la espada desenvainada y avanzó hacía el origen de los gritos hasta llegar a la cámara nupcial.