Los Borgia (31 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Los Borgia
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—A menudo, los amores más apasionados conducen a matrimonios desgraciados —intervino César, intentando persuadirla.

—Os hablaré con franqueza —dijo ella—, pues sin duda sois digno de ello. Como hijo del papa y futuro capitán general de sus ejércitos sin duda sabréis que la amistad de Roma es de suma importancia para Nápoies—. Es mas, estoy segura de que, si insistieseis, mi padre me obligaría a casarme con vos. Pero os ruego que no lo hagáis, pues mi corazón pertenece a otro hombre y nunca sería capaz de amaros como merecéis —concluyó diciendo Carlotta mientras las lágrimas afloraban en sus ojos.

César le ofreció su pañuelo.

—Nunca os forzaría a desposaros con un hombre al que no amáis —dijo con sincero aprecio, pues la franqueza de Carlotta había conquistado su corazón—. Pero si no he conseguido ganar vuestro amor, al menos os pido que me ofrezcáis vuestra amistad. Os juro que si algún día tengo la desgracia de verme sometido a un proceso, solicitaría del tribunal que fuerais vos quien defendiera mi inocencia...

Carlotta rió, divertida, y los dos jóvenes pasaron el resto de la tarde conversando alegremente mientras paseaban por los jardines del palacio del rey de Francia.

César informó al rey Luis de lo ocurrido esa misma noche. Al monarca no pareció sorprenderle la decisión de Carlotta, aunque se mostró feliz ante la reacción de César.

—Os agradezco vuestra comprensión y admiro vuestro buen talante —dijo el rey Luis.

—¿Supongo que no tendréis alguna otra princesa que todavía no haya entregado su corazón? —preguntó César con buen humor.

—No, la verdad es que no —dijo el rey Luis, avergonzado por su incapacidad para cumplir los términos del acuerdo alcanzado con el sumo pontífice—. Pero, para resarciros, quisiera otorgaros el ducado de Dinois.

César inclinó la cabeza en señal de respeto.

—Tenéis mi más sincero agradecimiento, majestad —dijo—, pero lo que realmente deseo es formar una familia.

—Con vuestro permiso, procederé a buscar posibles candidatas entre las casas reales de Francia —dijo el rey Luis con voz tranquilizadora—. Os aseguro que pronto encontraremos la princesa adecuada.

—Si vuestra majestad me da su permiso, prolongaré mi estancia en Francia hasta que la búsqueda llegue a buen fin.

En Roma, Alejandro tan sólo pensaba en encontrar la esposa adecuada para su hijo César. Envió al cardenal Ascanio Sforza a Nápoles para que intercediera ante el rey Federico, pero el cardenal regresó con las manos vacías. Carlotta seguía oponiéndose al matrimonio y ninguna de las otras posibles candidatas se encontraba disponible.

Pero, en su viaje, el cardenal Sforza había oído ciertos rumores sobre una campaña del rey de Francia contra Nápoles y Milán.

—¿Es cierto lo que se dice en Nápoles sobre una inminente invasión francesa? —le preguntó Alejandro a su regreso a Roma—. Decidme, Santidad, ¿qué pensáis a hacer al respecto?.

Furioso al sentirse interrogado por Ascanio e incapaz de confesarle la verdad, Alejandro exclamó:

—Haría algo si mi hijo no fuera rehén del rey de Francia. —Un rehén voluntario que vive rodeado de todo tipo de lujos, Su Santidad —dijo Ascanío—. Un rehén que parece dispuesto a formar.

una alianza con nuestros invasores si así consigue una esposa que sea de su agrado.

—Cardenal, os recuerdo que fue vuestro hermano Ludovico quien requirió la ayuda de los franceses no hace demasiados años —exclamó Alejandro, enfurecido—. Es el reino de Aragón quien ha traicionado a la Iglesia al negarnos una alianza matrimonial —continuó diciendo al tiempo que se levantaba del solio pontificio—. Y debéis saber que vuestras palabras rayan en la herejía. Marchaos y rezad por que perdone vuestra imprudencia, pues si no lo hacéis os aseguro que vuestro cuerpo pronto flotará sin vida en las aguas del Tíber.

Cuando el cardenal Ascanio Sforza salió de la estancia, los atronadores gritos del Santo Padre lo siguieron por los corredores del palacio del Vaticano. Esa misma noche abandonó Roma para buscar asilo en Nápoles.

La preocupación de Alejandro llegaba hasta el punto de hacerlo descuidar los asuntos de la Iglesia. Era incapaz de pensar en cualquier cosa que no fuera una nueva alianza matrimonial. Incluso se había negado a recibir en audiencia a eminentes emisarios de Venecia, de Nápoles—. Sólo recibiría a quien pudiera ofrecerle una esposa para su hijo César.

En Francia, César ya llevaba varios meses en la corte del rey Luis cuando éste lo mandó llamar a su presencia.

—Tengo buenas noticias para vos —dijo—. Todo está dispuesto para vuestros esponsales con Charlotte d'Albret, la hermana del rey de Navarra. Es una joven hermosa e inteligente. Sólo falta que deis vuestro consentimiento.

Feliz, César escribió inmediatamente a su padre, pidiendo permiso para desposar a la princesa navarra.

Después de celebrar la santa misa, Alejandro se postró ante la imagen de la Virgen y pidió su intercesión, pues, durante los treinta y cinco años que llevaba sirviendo a la Iglesia, nunca se había enfrentado a una decisión tan difícil como la que debía tomar después de recibir la carta de su hijo.

La alianza con España siempre había sido la base de su poder. Además, desde que era el sumo pontífice, siempre había sabido equilibrar las fuerzas de España y de Francia, conservando el apoyo de ambos reinos para la Iglesia de Roma.

Pero ahora que su hijo Juan había muerto, su viuda, María Enríquez, había convencido a los reyes Isabel y Fernando de que César Borgia era el asesino de su esposo. De ahí que ninguna familia de las casas de Castilla ni de Aragón estuviera dispuesta a desposar a una de sus hijas con el hijo del papa.

Aunque Alejandro había hablado con decenas de embajadores y había enviado incontables cartas, ofreciendo grandes beneficios, no había conseguido encontrar la ansiada esposa para su hijo. Y Alejandro sabía que el futuro de los Borgia dependía de su éxito.

El sumo pontífice necesitaba el apoyo de los ejércitos de Nápoles y de España para unificar los Estados Pontificios y acabar con el poder de los caudillos rebeldes. Por eso había desposado a Lucrecia con Alfonso de Nápoles, un miembro de la casa de Aragón, pues creía que con esa alianza se estaba asegurando la futura unión entre César y la hermana de Alfonso, la princesa Carlotta.

Pero la princesa Carlotta no había dado su consentimiento y, en vez de desposar a una princesa española, César estaba a punto de comprometerse con una princesa francesa; algo que sin duda pondría en peligro el frágil equilibrio de poder que con tanto esfuerzo había conseguido el sumo pontífice.

Alejandro juntó las manos en actitud de oración e inclinó la cabeza ante la imagen de la Virgen.

—Santa Madre de Dios —dijo—, mi hijo César me pide mi bendición para tomar como esposa a una princesa francesa y su majestad el rey Luis nos ofrece su apoyo para recuperar el control de las tierras que pertenecen en derecho a la Iglesia.

Alejandro reflexionaba en voz alta sobre la situación, buscando el mejor modo de actuar. Si daba su bendición a los esponsales de César con Charlotte, no sólo estaría rompiendo los lazos de Roma con España, con Milán y con Nápoles, sino que, además, estaría poniendo en peligro la felicidad de Lucrecia. Pues su esposo era un príncipe de Nápoles y la alianza de Roma con Francia enfrentaría a ambas familias. Pero ¿qué sería de los Borgia si Alejandro le daba la espalda al rey de Francia? Pues, sin duda, el rey Luis invadiría la península con o sin el consentimiento de Roma y, si no obtenía el apoyo de Alejandro, no dudaría en instalar en el solio pontificio a un hombre más dispuesto a brindarle su colaboración. Y ese hombre, sin duda, sería el cardenal Della Rovere.

¿Y qué sería de su hijo Jofre y de su esposa Sancha si las tropas del rey de Francia tomaban Nápoles?.

Por mucho que lo intentaba, Alejandro no encontraba una sola razón para permanecer fiel a España, pues aunque su corazón estuviera más cerca de esa tierra, con el apoyo de las tropas francesas, César no tardaría en someter a los caudillos rebeldes de los Estados Pontificios. Y una vez lograda la victoria, el hijo del papa obtendría el ducado de la Romaña y la familia Borgia se afianzaría definitivamente al frente de una Iglesia poderosa.

Al regresar a sus aposentos privados, Alejandro mandó llamar a Duarte Brandao, pues deseaba comunicarle su decisión.

Duarte, amigo mío —dijo el papa cuando entro su consejero—, Ven, acércate. He reflexionado largamente sobre la mejor manera de proceder y finalmente he tomado una decisión.

Duarte se acercó al sumo pontífice, que estaba sentado frente a su escritorio. Por primera vez en su vida, Alejandro parecía cansado, incluso envejecido. Y, aun así, su mano no tembló mientras escribía la misiva y se la entregaba a su consejero. "Querido hijo, tienes mi bendicón para desposar a Charlotte d'Albret", decía escuetamente la carta.

El día en que César desposó a Charlotte d'Albret en la corte del rey de Francia, Roma se vistió con sus mejores galas para celebrar la ocasión. El sumo pontífice había encargado una enorme exhibición de fuegos artificiales para iluminar la noche con vivos colores y había dispuesto que las calles de Roma fueran alumbradas con miles de hogueras.

En el palacio de Santa Maria in Portico, Lucrecia, acompañada de su esposo, observó cómo encendían una hoguera frente a su balcón.

Por supuesto, se sentía dichosa por la felicidad de su hermano, pero temía por lo que pudiera sucederle a su amado esposo.

Alfonso vivía lleno de temor desde que había sabido que el cardenal Ascanio Sforza había huido a Nápoles acompañado de otros cardenales disidentes.

Ahora abrazó a Lucrecia y la estrechó apasionadamente entre sus brazos.

—Mi familia está en peligro —le dijo a su esposa con ternura—. Debo ir a Nápoles, Lucrecia, Debo luchar por defender mi hogar. Mi padre y mi tío me necesitan.

Lucrecia se aferró con fuerza a su marido.

—El Santo Padre no permitirá que los conflictos políticos interfieran en nuestro amor —dijo ella con desesperación.

A sus dieciocho años, Alfonso miró a Lucrecia con profunda tristeza.

—Sabes tan bien como yo que no tiene otra opción, amor mío —dijo mientras le apartaba el cabello de los ojos.

Aquella noche, después de hacer el amor, permanecieron largas horas despiertos. Cuando Lucrecia por fin concilió el sueño, Alfonso se levantó en silencio del lecho y tue a los establos. Cabalgó hacia el sur hasta llegar a la fortaleza de los Colonna, desde donde pretendía continuar camino hacia Nápoles al día siguiente.

Pero Alejandro envió a la guardia pontificia tras él para impedir que llegara a Nápoles.

Día tras día, Alfonso escribía a Lucrecia desde la fortaleza rogándole que se reuniese con él, pero la hija del papa nunca recibió sus cartas, pues, todos los días, eran interceptadas por los hombres de su padre.

Lucrecia echaba enormemente en falta a su esposo. No podía entender por qué Alfonso no le había escrito. Hubiera acudido a Nápoles en su busca, pero en su estado, embarazada de seis meses, no se atrevía a emprender un viaje tan largo, pues ya había perdido a un hijo ese año al caer de su caballo. Además, la guardia pontificia la vigilaba día y noche, impidiendo su posible huida.

Tras los esponsales, César y Charlotte pasaron varios meses en un pequeño palacete situado en el hermoso valle del Loira. Tal y como había prometido el rey Luis, Charlotte era hermosa e inteligente. Además, le proporcionaba gran placer a César en el lecho y su presencia desprendía tal serenidad que incluso calmaba sus ansias de poder y de conquistas. La joven pareja pasaba los días paseando rodeada de hermosos paisajes, navegando por el sosegado río, conversando, leyendo... César incluso intentó enseñar a Charlotte a nadar y a pescar.

—Te amo como nunca he amado a otro hombre —le dijo un día Charlotte.

Y aunque César la creía, aunque luchaba con todas sus fuerzas por enamorarse de ella, el recuerdo de su hermana se lo impedía.

Y, así, todas las noches, después de hacer el amor con su esposa, cuando Charlotte se dormía abrazada a él, César se preguntaba si realmente estaría maldito, como su hermana le había insinuado. ¿Lo habría sacrificado su padre a la serpiente del Edén al hacerlo yacer con su propia hermana?.

La misma noche en que Charlotte le dijo que estaba encinta, César recibió un mensaje del papa urgiéndolo a regresar de inmediato a Roma para ponerse al mando de sus ejércitos. Al parecer, los caudillos de los Estados Pontificios planeaban una conspiración contra el sumo pontífice, y los Sforza habían requerido la ayuda de los reyes de España, que se disponían a enviar numerosas tropas a Nápoles.

César le dijo a su esposa que ella debía permanecer en Francia, pues mientras el poder de los Borgia no se hubiera consolidado definitivamente, su vida y la del niño que llevaba en su vientre podían correr peligro en Roma.

El día en que César debía partir, Charlotte intentó mantener la compostura hasta el último momento, pero al ver cómo su esposo montaba en su caballo, se aferró desesperadamente a sus piernas, incapaz de contener el llanto por más tiempo.

César desmontó y la estrechó con fuerza entre sus brazos. El cuerpo de Charlotte temblaba con las convulsiones provocadas por el llanto.

—Enviaré a alguien a buscarte a ti y a nuestro hijo en cuanto Roma sea un lugar seguro —dijo él, intentando tranquilizarla.

Después la besó con ternura, montó en su semental blanco y cabalgó hacia Roma, agitando un brazo en señal de despedida.

CAPÍTULO 19

Alejandro no soportaba ver a su hija desdichada. Cuando estaban en presencia de otros, Lucrecia desafiaba abiertamente su autoridad y, cuando se encontraban a solas, apenas le hablaba. Ni siquiera la compañía de Julia y Adriana, que se habían trasladado al palacio de Lucrecia con el hijo que había dado a luz en el convento, parecía mitigar su dolor. Cada nueva velada transcurría en el más absoluto silencio y el sumo pontífice echaba en falta las animadas conversaciones de antaño; no podía soportar por más tiempo el sufrimiento de su hija.

Lucrecia comprendía la necesidad que sentía su esposo de acudir en ayuda de su familia, igual que comprendía las razones que habían llevado a su padre a formar una nueva alianza con el rey de Francia. Y, aun así, su corazón no podía aceptar que ella y el hijo que pronto alumbraría se vieran obligados a vivir lejos de Alfonso. Intentaba razonar, pero su corazón se oponía a toda razón. Y, todos los días, se preguntaba por qué no le escribía su amado esposo.

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