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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

Los Borgia (35 page)

BOOK: Los Borgia
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—Roma es una ciudad libre, hijo mío —dijo finalmente—. Y yo valoro la libertad.

César miró a su padre con recelo.

—¿Pretendéis decirme que los calumniadores y los embusteros deben permanecer en libertad mientras quienes gobiernan ni siquiera gozan de la libertad necesaria para defenderse a sí mismos? —preguntó—. Si de mí dependiera, castigaría de forma ejemplar a los responsables de esas calumnias.

Alejandro encontraba divertida la indignación de su hijo. Como si un papa pudiera impedir que el pueblo expresara su opinión. Además, siempre es mejor saber lo que piensan tus súbditos que permanecer en la ignorancia.

—La libertad no es un derecho, sino un privilegio, hijo mío. Y yo he decidido otorgarle ese privilegio a Herr Burchard —dijo con seriedad Alejandro—. Puede que algún día cambie de idea, pero ahora considero que es la forma más acertada de proceder.

César no pudo evitar reflejar cierto nerviosismo al hacer la segunda acusación, pues sabía lo que significaría para su hermana.

—He sabido que alguien de nuestra familia está conspirando con nuestros enemigos —dijo finalmente.

—¿No irás a decirme que es tu pobre hermano Jofre? —preguntó Alejandro.

—No, padre —se apresuró a decir César—. Es Alfonso, el amado esposo de Lucrecia.

Una expresión de sospecha ensombreció el rostro del sumo pontífice.

—Un rumor malicioso, hijo mío. Sin duda no es más que eso. No quiero ni pensar en cómo reaccionaría Lucrecia si esto llegara a su conocimiento. Y, aun así, haré algunas averiguaciones.

Una música festiva procedente de la calle interrumpió al sumo pontífice. Alejandro se acercó a un ventanal y comenzó a reírse.

—Ven, César. Tienes que ver esto.

Unos cincuenta hombres enmascarados desfilaban por la plaza. Todos ellos iban vestidos de negro y, de cada máscara, en lugar de una nariz, sobresalía un enorme pene erecto.

—¿Qué significa esta fantochada? —preguntó César.

—Sospecho que es en tu honor, hijo mío —dijo Alejandro, divertido.

Durante los meses siguientes, mientras esperaba el momento de partir hacia la Romaña al frente de sus ejércitos, César escribió varias cartas a su esposa. Le decía cuánto echaba en falta su compañía y le aseguraba que pronto volverían a estar juntos. Aun así, todavía no era seguro que se reuniera con él en Roma.

César parecía vivir impulsado por su insaciable ambición y, al mismo tiempo, atormentado por sus miedos. Llevado por sus ansias de lucha, acostumbraba a recorrer los pueblos de los alrededores de Roma, donde, disfrazado, desafiaba a los mozos más fornidos a combates de boxeo o de lucha libre de los que siempre salía victorioso.

Como muchos hombres de su tiempo, César creía en la astrología. A sus veintiséis años, había visitado a los más prestigiosos astrólogos de la corte y todos ellos coincidían en afirmar que su final sería sangriento. Sin embargo, estos augurios no le preocupaban en absoluto, ya que estaba seguro de que podría engañar a los astros si era lo bastante astuto.

—Los astros dicen que corro peligro de morir de forma violenta —le dijo un día a su hermana mientras almorzaban juntos—. Te lo digo para que aproveches el tiempo que aún te queda para amarme.

—No digas eso, César —lo reprendió Lucrecia—. Sabes que sin ti estaría perdida. Y nuestro hijo también. Debes tener cuidado. Si no lo haces por nosotros, hazlo por nuestro padre. Él también te necesita.

Tentando al destino, antes de concluir la semana, César ordenó que se soltaran seis toros en un cercado erigido especialmente para la ocasión en la plaza de San Pedro.

El hijo del papa entró en el recinto montado en un majestuoso corcel blanco y, con una lanza como única arma, se enfrentó a los toros uno a uno. Los cinco primeros no tardaron en morir atravesados por la lanza de César. El sexto toro era un poderoso animal del color del ébano, más rápido y musculoso que los cinco anteriores. César cambió la lanza por una pesada espada de doble filo y, reuniendo todas sus fuerzas, separó la cabeza astada del cuerpo del toro de un solo golpe.

Cada día necesitaba superar retos más difíciles, obligándose a sí mismo a realizar proezas imposibles. Su máscara, su evidente desprecio por su propia vida y su misterioso modo de conducirse no tardaron en sembrar el temor y la desconfianza entre el pueblo de Roma.

Pero cuando Duarte acudió a Alejandro para transmitirle la preocupación del pueblo, el Santo Padre se limitó a decir:

—Es cierto que se ha convertido en un joven vengativo, Duarte, pero os aseguro que mi hijo es un hombre de buena voluntad.

CAPÍTULO 22

El príncipe Alfonso de Aragón se comportaba siempre de forma regia; incluso cuando abusaba del vino, como había sucedido esa noche.

De ahí que a nadie le sorprendiera que se retirase en cuanto concluyó la cena en los aposentos privados de Alejandro, alegando que debía regresar a su palacio para ocuparse de ciertos asuntos personales. Antes, se había despedido de Lucrecia con un beso, prometiéndole que aguardaría impaciente su regreso.

La realidad era que, después de sus encuentros con el cardenal Della Rovere, Alfonso se encontraba incómodo en presencia de los Borgia. Llevado por su ambición, Della Rovere, que ansiaba obtener el apoyo de Alfonso, se había acercado a él en dos ocasiones con el pretexto de advertirle del peligro que corría en su actual situación. Debía pensar en el futuro, en lo que le ocurriría cuando los Borgia perdieran el poder y él se convirtiera en el sumo pontífice. Entonces, Nápoles no tendría nada que temer, pues el rey francés sería expulsado de la península. Algún día, sin duda, la corona de Nápoles sería de Alfonso.

A Alfonso le aterraba la posibilidad de que Alejandro llegara a tener conocimiento de esas reuniones. Desde su vuelta de la fortaleza cuidaba cada paso que daba, pues, sin duda, sospechaban de su traición.

Mientras Alfonso atravesaba la plaza desierta de San Pedro, de repente, el ruido de pisadas se multiplicó sobre el empedrado. Una nube ocultaba la luna, sumiendo la plaza en una penumbra casi completa. Alfonso se dio la vuelta, pero no vio a nadie. Respiró hondo, intentando tranquilizarse. Pero algo iba mal. Lo presentía.

Cuando la luna volvió a iluminar la plaza, vio a tres hombres enmascarados que corrían hacia él. Intentó huir, pero los hombres lo alcanzaron y lo arrojaron contra el empedrado. Cada uno de ellos sujetaba un zurrón de cuero lleno de hierros, los primitivos scrofi, el arma más temida de las calles de Roma. Alfonso se encogió, intentando protegerse de los golpes, pero los scroti caían una y otra vez sobre su cuerpo, acallando incluso sus gritos de dolor. Hasta que uno de los seroti le golpeó en el rostro y Alfonso escuchó el crujido de su nariz justo antes de perder el conocimiento.

Uno de los enmascarados clavó su daga en el cuello del duque. Mientras la hacía descender hasta su vientre, un miembro de la guardia pontificia dio la voz de alarma. Los tres agresores huyeron al amparo de las sombras.

Al llegar, el soldado dudó si debía atender al herido o perseguir a sus agresores. Hasta que se dio cuenta de que el hombre que yacía a sus pies era el yerno del sumo pontífice.

Gritó pidiendo socorro. Después se agachó y cubrió la herida del duque con su capa, intentando detener la sangre que manaba a borbotones de su pecho.

Sin dejar de gritar, cargó con el cuerpo inerte de Alfonso hasta las dependencias del cuerpo de guardia, lo posó con sumo cuidado sobre una dura litera de hierro y corrió en busca de ayuda.

El médico del papa apenas tardó unos minutos en llegar. Afortunadamente, la puñalada no era profunda. Ninguno de los órganos vitales había resultado dañado y la rápida reacción del soldado había salvado al joven príncipe de morir desangrado.

Tras mirar a su alrededor, el médico le indicó a uno de los miembros de la guardia que le diera la botella de coñac que había sobre un estante. Vertió el alcohol sobre la herida abierta y empezó a suturarla.

Sintió pena por ese joven rostro que ya nunca más volvería a ser el de un hombre atractivo; tan sólo podía poner una gasa sobre la nariz destrozada y rezar a Dios por que cicatrizase con el menor daño posible.

Al tener noticias de lo ocurrido, Alejandro ordenó que su yerno fuera trasladado a sus aposentos privados y dispuso que dieciséis de sus mejores hombres se turnasen en dos grupos haciendo guardia día y noche frente a la puerta.

A continuación, ordenó a Duarte que enviara un mensaje urgente al rey de Nápoles, explicándole lo ocurrido y pidiéndole que enviase a Roma a su médico. También debía venir Sancha, para cuidar de su hermano y para consolar a Lucrecia.

Por mucho que le doliera hacerlo, ahora el sumo pontífice debía comunicarle lo ocurrido a su hija. Volvió a la estancia en la que habían cenado y se acercó a la silla que ocupaba Lucrecia.

—Unos canallas acaban de atacar a tu esposo en la plaza —dijo Alejandro sin más preámbulos.

La conmoción de Lucrecia era evidente.

—¿Dónde está? ¿Se encuentra bien? —preguntó al tiempo que se levantaba.

—Las heridas son graves, hija mía —dijo Alejandro—, pero con la ayuda del Señor se salvará.

Lucrecia se volvió hacia sus hermanos.

—César, Jofre, tenéis que ayudarme —suplicó—. Tenéis que dar caza a esos villanos. Y cuando lo hagáis, dádselos como comida a una jauría de perros salvajes. —Permaneció en silencio durante unos segundos, como si no supiera qué debía hacer a continuación.— Llevadme con él, padre —exclamó por fin, incapaz de contener el llanto por más tiempo.

Alejandro condujo a su hija hasta la cámara donde yacía su esposo. César y Jofre los siguieron.

Alfonso seguía inconsciente. La sábana que cubría su cuerpo mostraba un surco rojo allí donde la daga le había abierto la carne y tenía el rostro cubierto por la sangre que no cesaba de manar de sus heridas.

Al verlo, Lucrecia dejó escapar un grito desgarrado y perdió el conocimiento. Jofre la cogió antes de que cayera al suelo y la recostó sobre un diván.

Aunque César llevaba la cara cubierta con una máscara de Carnaval, su tranquilidad resultaba evidente.

—¿Quién podría tener motivos para hacerle algo así a Alfonso? —le preguntó Jofre a su hermano.

Los ojos de César brillaban como el carbón detrás de su máscara.

—Todos tenemos más enemigos de lo que suponemos —dijo—. De todas maneras, veré lo que puedo averiguar —dijo finalmente sin demasiado entusiasmo antes de abandonar la estancia.

Al recuperarse, Lucrecia pidió a los criados que le trajesen vendas limpias y agua caliente. Mientras esperaba, levantó cuidadosamente la sábana que cubría el cuerpo de Alfonso, pero al ver la herida, tuvo que sentarse para no desmayarse de nuevo.

Jofre permaneció toda la noche junto a su hermana, esperando a que Alfonso recobrara el conocimiento, pero todavía tendrían que pasar dos días antes de que Alfonso abriera los ojos.

Antes habían llegado Sancha y el médico personal del rey de Nápoles. Destrozada por el dolor, al ver a su hermano, Sancha se había inclinado para besarlo, pero al no encontrar un solo lugar donde hacerlo, finalmente le había cogido una mano y había besado con desesperación sus dedos amoratados mientras las lágrimas cubrían su rostro.

Después había besado a Lucrecia y a Jofre, quien, incluso en esas circunstancias, no había podido contener la dicha que sentía al verla de nuevo. A sus ojos, su esposa estaba más hermosa que nunca, con el cabello largo y ondulado, las mejillas encendidas y los ojos brillantes por las lágrimas.

Sancha se sentó junto a Lucrecia y cogió su mano.

—Mi dulce Lucrecia —dijo—. ¿Cómo puede haber alguien capaz de hacerle algo así a nuestro amado Alfonso? Pero, ahora, estoy aquí para ayudarte. Debes descansar. Yo velaré a tu esposo mientras duermes.

Lucrecia no pudo contener las lágrimas.

—¿Dónde está César? —preguntó Sancha mientras mesaba el cabello de su cuñada—. ¿Ha capturado ya a esos villanos?.

El cansancio de Lucrecia era tal que sólo pudo negar con la cabeza.

Quiero que mi rostro sea lo primero que vea Alfonso cuando abra los ojos.

Jofre la acompañó hasta el palacio de Santa Maria in Portico, donde, tras besar a sus hijos y a Adriana, Lucrecia se retiró a descansar en su lecho. Pero cuando estaba a punto de conciliar el sueño, de repente recordó algo que la hizo temblar.

Era su hermano César. Recordó que apenas se había movido cuando su padre les había dicho lo que había ocurrido. Era como si no le hubiera sorprendido. Pero eso... No, no podía ser.

Algunos días después, Jofre y Sancha se retiraron juntos a descansar. No habían estado a solas desde que Sancha había llegado de Nápoles y, aunque Jofre comprendía el sufrimiento de su esposa, también anhelaba su compañía.

Mientras Sancha se desnudaba para acostarse, Jofre se acercó a ella y le rodeó la cintura con los brazos.

—No sabes cuánto te he echado de menos —dijo con ternura—. Entiendo lo que debes de estar sufriendo y créeme que lamento lo que le ha ocurrido a tu hermano.

Sancha rodeó el cuello de Jofre con sus brazos y apoyó la cabeza contra su hombro.

—Es de tu hermano de quien tenemos que hablar —dijo al cabo de unos segundos.

Jofre se alejó un poco de su esposa para poder verle la cara. Estaba más hermosa que nunca.

—¿Qué te preocupa? —preguntó.

Sancha se acostó y le hizo un gesto a su esposo para que acudiera junto a ella. Desnuda, se apoyó sobre un brazo, observando cómo Jofre se despojaba de la ropa.

—Hay muchas cosas que me preocupan sobre César —dijo—. Ahora que lleva esas horribles máscaras resulta imposible saber lo que siente.

—Son para ocultar las cicatrices de la sífilis —intervino Jofre—. Se avergüenza de su aspecto.

—Pero no es sólo eso, Jofre —dijo ella—. Desde que ha vuelto de Francia, César vive rodeado de misterio. Tu hermano ha cambiado. No sé si será por su enfermedad o por el veneno del poder, pero noto que ha cambiado. Y temo por todos nosotros.

—Su deseo es protegernos, Sancha —la tranquilizó Jofre—. Para eso debe consolidar el poder de Roma y unificar los Estados Pontificios bajo la autoridad del Santo Padre.

—No tengo por qué ocultarte que no siento ningún aprecio por tu padre desde que me expulsó de Roma —dijo Sancha, levantando por primera vez el tono de voz—. Si la vida de mi hermano no hubiera estado en peligro, te aseguro que nunca habría vuelto a pisar Roma. Si hubieras deseado estar conmigo, tú podrías haber venido a Nápoles. No confío en tu padre, Jofre —concluyó diciendo tras un breve silencio.

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