—Sigues enojada con él, Sancha —dijo Jofre—. Y lo comprendo. Pero olvidarás tu odio con el tiempo.
Sancha sabía que no era así, pero, por una vez, decidió callar, pues también sabía que tanto ella como Alfonso corrían peligro. Y, aun así, no pudo evitar preguntarse qué debía de pensar realmente Jofre sobre su padre, si es que tan siquiera se atrevía a tener una opinión sobre él.
Mientras tanto, Jofre se había acostado a su lado.
Como tantas otras veces, Sancha se sorprendió ante la inocencia de la mirada de su joven esposo.
—Nunca te he ocultado que cuando me obligaron a desposarme contigo me parecías un niño sin apenas inteligencia —dijo acariciándole la mejilla—. Pero, con el tiempo, he aprendido a apreciar tu bondad y ahora sé que eres capaz de amar de una manera que el resto de tu familia ni siquiera puede concebir.
—Lucrecia ama a Alfonso —objetó Jofre y, al recordar la lealtad con la que César había guardado su secreto, pensó que su hermano también sabía lo que era el amor, pero no dijo nada.
—Sí, Lucrecia sabe lo que es el amor —dijo Sancha—, y ésa será su perdición, pues la ambición de tu hermano y de tu padre acabarán por destrozar su corazón. ¿Es que no te das cuenta, Jofre?.
—Mi padre cree en la Iglesia a la que sirve —Jofre interrumpió a su esposa—. Y César desea devolverle el esplendor a Roma. Sancha sonrió.
—¿Y has pensado alguna vez en cuál es tu vocación? —preguntó con ternura—. ¿Te ha preguntado alguna vez tu padre por tus anhelos? La verdad es que no comprendo cómo puedes no odiar a ese hermano que te roba la atención de tu padre, o a ese padre que nunca se ha esforzado por saber quién eres realmente.
Jofre acarició el suave hombro de su esposa. El tacto de su piel siempre le había proporcionado un gran placer.
—De niño siempre soñé que, cuando creciera, me convertiría en cardenal. Cuando mi padre me cogía en brazos, el olor de sus vestiduras me llenaba de amor por Dios y de deseos de servirle. Pero antes de que yo pudiese decidir, mi padre encontró un sitio para mí en Nápoles... junto a ti, Sancha. Y así fue como llegué a amarte a ti con el amor que guardaba para Dios.
La devoción que sentía por ella hacía que Sancha quisiera protegerlo, que intentara hacerle comprender de cuántas cosas le había privado el sumo pontífice.
—Tu padre es un hombre despiadado —le dijo a Jofre—. ¿Puedes ver al menos eso, Jofre? Aunque su crueldad esté envuelta en el manto de la fe. ¿No te das cuenta de que la ambición de tu hermano raya en la locura? ¿Es que no puedes ver lo que con tanta claridad veo yo?.
Jofre cerró los ojos.
—Veo mucho más de lo que crees, amor mío.
Sancha lo besó apasionadamente. Después hicieron el amor. Con los años, y su ayuda, Jofre se había convertido en un amante cuidadoso que, más que en su propio placer, pensaba en el de ella.
Después, yacieron largo tiempo en silencio. Pero Sancha necesitaba prevenirlo, aunque sólo fuera para protegerse a sí misma.
—Amor mío —dijo—. Es posible que tu padre o tu hermano intentaran matar a Alfonso. Antes tu padre me expulsó de Roma con el único fin de obtener una ventaja política. ¿Y, aun así, piensas que nosotros no corremos ningún peligro? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que nos separen, Jofre?.
—No nos separarán dijo el con firmeza y, pena mas que como una declaración de amor, sus palabras sonaron como una promesa de venganza.
César había pasado la mañana indagando en las calles de Roma sobre la agresión contra Alfonso. ¿Había visto u oído alguien algo que pudiera facilitar la captura de los agresores? Finalmente, había vuelto al Vaticano con las manos vacías.
Al día siguiente, almorzó en el palacio del cardenal Riario para hablar de los preparativos del jubileo y le hizo saber que la Iglesia recompensaría generosamente su esfuerzo por preparar los festivales y encargarse de organizar la limpieza de las calles de Roma.
Tras el almuerzo, fueron al comercio de un negociante de arte que vendía antigüedades. El cardenal Riario tenía una selecta colección privada y estaba considerando la posibilidad de comprar una exquisita escultura que acababa de llegar a manos del comerciante.
Se detuvieron ante una pesada puerta de madera tallada y el cardenal llamó con insistencia. Les abrió un anciano con el cabello blanco, una pronunciada bizquera y una sonrisa astuta.
El cardenal hizo las presentaciones.
—Giovanni Costa —dijo—. El capitán general de nuestros ejércitos, el gran César Borgia, desea ver tus esculturas.
Tras hacer una reverencia, Costa los condujo a través de varias estancias hasta llegar a un patio lleno de esculturas. El suelo estaba cubierto de polvo y entre el desorden reinante podían contemplarse brazos, piernas, bustos inacabados y todo tipo de piezas de mármol esculpido. En un rincón apartado había una pieza cubierta con una tela negra.
—¿Qué escondes bajo esa sábana negra? —preguntó César. El comerciante los condujo hasta la esquina y, con un gesto lleno de teatralidad, retiró la sábana.
—Probablemente sea la mejor pieza que jamás haya tenido en mi poder —dijo Costa.
Al ver el magnífico Cupido tallado en mármol, César contuvo por un momento la respiración. La figura tenía los ojos entornados. La pieza parecía poseer una luz propia y las alas eran tan delicadas que daba la sensación de que el querubín podría echar a volar en cualquier momento. César nunca había visto algo tan bello, tan perfecto.
—¿Cuánto pedís por esta pieza? —preguntó.
—Es un auténtico tesoro —dijo el comerciante—. Si quisiera podría venderla por una auténtica fortuna.
—¿Cuánto? —repitió César, que estaba pensando en cuánto disfrutaría Lucrecia al verla.
—Por tratarse de vos, tan sólo dos mil ducados. Antes de que César pudiese contestar, el cardenal Riario se acercó a la escultura y la estudió con atención, pasando la mano una y otra vez por su delicada superficie. Después se dio la vuelta y se dirigió al comerciante.
—Mi querido amigo —dijo—. Esta pieza no es antigua. De hecho, estoy convencido de que no hace mucho tiempo que acabó de tallarse.
—Tenéis buen ojo, eminencia —se apresuró a decir Costa—. Nunca he dicho que fuera antigua. De hecho, fue tallada hace un año por un joven talento florentino.
El cardenal negó con la cabeza.
—No me interesan las obras contemporáneas, y menos aún a un precio tan desorbitado —dijo.
Pero César había quedado fascinado por la belleza de aquel dulce Cupido.
—Me da igual lo que cueste o cuándo fuera tallada —dijo—. Debe ser mía.
—El dinero no es sólo para mí —se apresuró a decir Costa, excusándose por el alto precio—. Debo entregar su parte al artista. Y también a su representante. Además, no hay que olvidar el coste del transporte...
—No es necesario que digas nada más —lo interrumpió César con una sonrisa—. Ya he dicho que debe ser mía. Así pues, te daré lo que pides. Tendrás dos mil ducados. —Guardó silencio durante unos instantes, pero en el último momento, cuando estaba a punto de abandonar el patio, pareció recordar algo—. ¿Y cómo se llama ese joven talento florentino? —preguntó.
Miguel Angel Buonarroti. Os aseguro que volveréis a oír su nombre.
Los rumores corrían por las calles de Roma. Al principio se decía que César había intentado dar muerte a otro hermano, y cuando César proclamó públicamente su inocencia, un nuevo rumor no tardó en sustituir al anterior. Ahora se decía que, agraviados por el gobierno de Lucrecia en Nepi, los Orsini se habían vengado en la persona de su esposo, quien, además, era un aliado de sus más encarnizados enemigos, los Colonna.
Pero dentro de los muros del Vaticano eran otras las preocupaciones. Alejandro, que había sufrido varios síncopes, se veía obligado a guardar cama y Lucrecia había dejado a su esposo al cuidado de Sancha para atender a su padre, a quien tan sólo su presencia parecía consolar.
—Decidme la verdad, padre —le preguntó un día—. No tuvisteis nada que ver con el ataque contra Alfonso, ¿verdad?.
—Mi dulce niña —dijo Alejandro al tiempo que se incorporaba en su lecho—. Nunca podría hacerle daño al hombre que tan feliz hace a mi hija. Por eso, precisamente, he ordenado que mis hombres hagan guardia día y noche ante su puerta.
Lucrecia se sintió aliviada.
Mientras Alejandro disipaba las dudas de su hija, Sancha entraba acompañada de dos napolitanos en la cámara en la que yacía su hermano. Alfonso se recuperaba rápidamente y, ese día en concreto, se sentía especialmente animado. Aunque sólo habían pasado dos semanas desde el brutal asalto, ya era capaz de levantarse, aunque todavía no podía andar.
Alfonso saludó efusivamente a los dos hombres y le pidió a su hermana que los dejara a solas para que pudieran conversar como lo hacen los amigos cuando no hay mujeres presentes; al fin y al cabo, no se veían desde que él había estado en Nápoles por última vez, hacía ya varios meses.
Feliz de ver a su hermano con tan buen ánimo, Sancha decidió ir a visitar a los hijos de Lucrecia en Santa Maria in Portico. Sólo estaría unas horas fuera y dejaba a su hermano en compañía de los dos napolitanos.
Aquel soleado día de agosto hacía más calor incluso de lo normal. César estaba paseando por los jardines del Vaticano, disfrutando con el color de las flores, la serenidad de los altos cedros, el suave murmullo de las fuentes y el alegre trinar de los pájaros. Hacía tiempo que el hijo del papa no sentía tanta paz. El calor no le molestaba. Al contrario, disfrutaba con él; sin duda, un privilegio de su ascendencia española. Estaba sumido en sus pensamientos, reflexionando sobre la información que le acababa de ofrecer don Michelotto, cuando vio una exótica flor roja. Se inclinó para admirar su belleza y apenas había pasado un instante cuando escuchó el susurro de una flecha justo encima de su cabeza. La flecha se clavó en el cedro que había detrás de la flor.
Instintivamente, César se lanzó al suelo justo antes de que la segunda flecha cortara el aire encima de él. Y, mientras gritaba llamando a la guardia, se dio la vuelta rodando por el suelo para poder ver de dónde procedían las flechas.
Ahí, en uno de los balcones del palacio, estaba su cuñado Alfonso, sostenido por los dos napolitanos. Uno de sus compañeros cargaba su ballesta mientras Alfonso apuntaba una flecha directamente a César.
—¡Traición! ¡Traición! —gritó César—. ¡Hay un traidor en palacio! De forma instintiva, su mano sujetó la empuñadura de la espada mientras se preguntaba cómo podría alcanzar a Alfonso antes de que una de sus flechas lo alcanzara a él.
Cuando los soldados de la guardia llegaron en auxilio de César, Alfonso había desaparecido del balcón.
César arrancó la segunda flecha, que se había clavado en la tierra, y mandó llamar al médico del Vaticano. Éste no tardó en confirmarle lo que César sospechaba. La punta de la flecha había sido impregnada con un veneno letal; un rasguño hubiera sido suficiente para darle muerte.
Al regresar a las dependencias privadas de su padre, encontró a Lucrecia lavando cuidadosamente las heridas de su esposo. Inmóvil, con el pecho descubierto, Alfonso permanecía en silencio. Sus dos cómplices habían desaparecido, pero la guardia del Vaticano pronto les daría caza.
César no le dijo nada a su hermana. Alfonso parecía agitado, pues no podía saber con certeza si César lo había reconocido desde el jardín. Pero César no tardó en despejar sus dudas.
—Lo que habéis comenzado concluirá esta misma noche —le susurró al oído sin que Lucrecia pudiera oírlo.
Después le dio un beso a su hermana y se marchó.
Horas después, Lucrecia y Sancha conversaban animadamente junto al lecho de Alfonso, haciendo planes para pasar una temporada en Nepi. Allí podrían pasar más tiempo con los niños mientras Alfonso se recuperaba de sus heridas. Desde que Sancha había vuelto de Nápoles, las dos mujeres habían forjado una sincera amistad.
Alfonso se había quedado dormido mientras ellas hablaban. De repente, el sonido de alguien llamando insistentemente a la puerta lo despertó. Lucrecia abrió la puerta. Era don Michelotto.
—Primo Miguel —dijo Lucrecia—. Me sorprende veros aquí.
—He venido a ver a vuestro esposo. Debo tratar ciertos asuntos con él —dijo don Michelotto mientras recordaba con afecto los tiempos en los que había llevado a Lucrecia sobre sus hombros cuando la hija del papa todavía era una niña—. Vuestro padre me ha pedido que os dijera que desea veros.
Lucrecia vaciló unos instantes.
—Por supuesto —dijo finalmente—. Iré a verlo ahora mismo. Mientras tanto, Sancha velará por Alfonso, pues esta noche mi esposo está muy débil.
—Es importante que hable con él en privado —dijo don Michelotto con expresión afable.
Mientras tanto, Alfonso fingía dormir. Tenía la esperanza de que, al verlo así, don Michelotto abandonase la estancia sin interrogarlo sobre lo ocurrido esa tarde en el balcón.
Lucrecia y Sancha abandonaron la estancia, pero antes de que hubieran llegado al final del corredor, oyeron la voz de don Michelotto, que las urgía a regresar.
Cuando llegaron el rostro de Alfonso tenía un tono azulado. Estaba muerto. —Debe de haber sufrido una hemorragia —explicó don Michelotto con aparente preocupación—. De repente, dejó de respirar.
Pero no dijo nada sobre las poderosas manos con las que había rodeado el cuello de Alfonso.
Lucrecia se arrojó sobre el cuerpo sin vida de su esposo, llorando desconsoladamente. Pero Sancha se abalanzó sobre don Michelotto, maldiciéndolo mientras lo golpeaba una y otra vez en el pecho.
Cuando César entró en la estancia, Sancha saltó sobre él.
—¡Bastardo! —gritó—. ¡Maldito bastardo! Impío hijo del diablo —gritó mientras ee arañaba el cuello. Después empezó a tirarse del pelo sin parar de chillar, arrancándose un mechón tras otro de su largo y oscuro cabello.
Jofre no tardó en llegar. Abrazó a su esposa y aguantó sus golpes enloquecidos hasta que Sancha cesó en su actitud y empezó a llorar desconsoladarnente. Entonces la cogió en brazos y la llevó a sus estancias privadas.
Cuando César le pidió a don Michelotto que lo dejase a solas con Lucrecia, ella levantó la cabeza del pecho sin vida de su esposo y se volvió hacía su hermano.
—Nunca te perdonaré por lo que has hecho, César. Nunca —dijo, incapaz de contener el llanto—. Me has arrancado el corazón, pero nunca podrá ser tuyo, pues ya ni siquiera es mío. Todos sufriremos por lo que has hecho, hermano, incluso nuestros hijos.