César no pudo contener una sonora carcajada. Se acercó al florentino y le dio una palmada en la espalda.
—Verdaderamente, sois increíble, Maquiavelo. Simplemente increíble. Vuestra sinceridad es asombrosa, y vuestro cinismo, una verdadera delicia.
Consciente de lo delicado de la situación, César actuó con presteza. Trasladó a sus hombres más leales a las principales fortalezas de la Romaña y envió delegados que cabalgaron día y noche por toda Italia en busca de nuevos condotieros para reemplazar a aquellos que lo habían traicionado; necesitaba capitanes experimentados y mercenarios cualificados que, de ser posible, contaran con sus propias piezas de artillería. Además, César movilizó la célebre infantería de Val di Lamone, que gozaba de merecida fama en toda Italia y cuyos territorios, próximos a Faenza, habían sido gobernados de forma justa y equitativa desde que habían pasado a manos de César. Por último, César envió una misiva al rey Luis con la esperanza de que éste le proporcionara tropas francesas.
Esa misma semana, Maquiavelo envió su informe por escrito al Consejo de los Diez: "Existe la firme convicción de que el rey de Francia ayudará al capitán general de los ejércitos pontificios enviándole hombres y, sin duda, el sumo pontífice se encargará de suministrarle el dinero que pueda necesitar. La tardanza de sus enemigos a la hora de actuar ha concedido ventaja a César Borgia, pues ha tenido tiempo para abastecer las principales plazas de la Romaña y reforzarlas con importantes guarniciones."
Los conspiradores no tardarían en comprobar lo acertado de las palabras de Maquiavelo. Y, así, la conjura se deshizo cuando apenas había comenzado.
Bentivoglio fue el primero en solicitar el perdón de César y jurarle lealtad. Al poco tiempo, Orsini le manifestó sus deseos de paz, y le aseguró que si los demás conspiradores insistían en su actitud, él no los apoyaría. Guido Feltra fue el único que no se acercó a César.
Uno a uno, César se reunió con los miembros de la conjura y les aseguró que no tomaría ninguna represalia contra ellos. Su única exigencia era que le devolvieran de forma inmediata las plazas de Carnerino y Urbino, que habían sido ocupadas por los ejércitos conspiradores. Bentivoglio podría seguir gobernando Bolonia, ya que el sumo pontífice estaba dispuesto a renunciar a esa plaza, complaciendo así los deseos del rey Luis. A cambio, Bentivoglio proveería a César con una campaña militar. En cuanto a los condotieros, Orsini, Vitelli, Gravina y Da Fermo fueron perdonados y volvieron a ocupar sus puestos bajo las órdenes de César.
La paz volvía a reinar. Así, cuando llegaron las tropas francesas que el rey Luis había enviado en apoyo de César, éste las envió de vuelta a Francia con su más sincero agradecimiento para el monarca francés.
Sin embargo, en Roma, y sin que César lo supiera, el sumo pontífice ya había tomado sus propias medidas para proteger a su hijo. Alejandro sabía que Franco y Paolo Orsini no podrían recibir su justo castigo mientras el cardenal Antonio Orsini estuviera vivo, pues, como patriarca de la familia, la venganza del cardenal sería terrible y Alejandro no estaba dispuesto a perder otro hijo.
Así, el sumo pontífice invitó al cardenal al Vaticano con el pretexto de hablar con él sobre la posibilidad de concederle un nombramiento eclesiástico a uno de sus sobrinos.
Antonio Orsini acogió la invitación con recelo, aunque la aceptó con aparente humildad y agradecimiento.
Alejandro lo recibió en sus aposentos privados y lo obsequió con una opípara cena acompañada por abundantes y excelentes vinos. Hablaron sobre diversas cuestiones políticas y bromearon sobre algunas cortesanas que habían compartido; alguien que no los conociera nunca habría sospechado lo que escondían los corazones de aquellos dos hombres de la Iglesia.
El cardenal Orsini, siempre cauteloso cuando de los Borgia se trataba, fingió un supuesto malestar para no beber vino, pues temía ser envenenado; el agua era transparente, por lo que no podía esconder ninguna intención turbia. Sin embargo, al ver que así lo hacía su anfitrión, comió con apetito.
Y, aun así, al poco tiempo de concluir la cena, el cardenal Orsini sintió un fuerte malestar. Se llevó las manos al estómago, deslizándose en su asiento hasta caer al suelo.
—No lo entiendo —dijo apenas en un susurro— No he bebido vino.
—Pero habéis comido la tinta de los calamares —replicó Alejandro, desvelando sus dudas.
Aquella misma noche, los soldados de la guardia pontificia transportaron el cuerpo del cardenal Orsini hasta el panteón de su familia, y al día siguiente, el propio Alejandro ofició el funeral, pidiendo al Padre Celestial que acogiera al cardenal en su reino celestial.
No habían transcurrido dos días, cuando el Santo Padre ordenó confiscar todos los bienes del difunto cardenal, incluido su palacio; después de todo, siempre eran necesarios nuevos fondos para sufragar las conquistas de César. Cuando los soldados de la guardia de Alejandro encontraron a la anciana madre de Orsini llorando la muerte de su hijo en sus aposentos, la expulsaron del palacio.
—Pero necesito a mis criados —exclamó ella.
Asustada, tropezó y cayó al suelo, pero ninguno de los soldados la ayudó a levantarse. Se limitaron a expulsar también a los criados.
Aquella noche nevó. El viento era terrible, pero nadie ofreció cobijo a la anciana, pues temían enojar al Santo Padre.
Dos días después, el sumo pontífice ofició un nuevo funeral en el Vaticano; esta vez por el alma de la madre del cardenal Orsini, que había sido encontrada muerta hecha ovillo en un portal, con su bastón pegado por el hielo a su mano marchita.
En diciembre, de camino a Senigallia, César se detuvo en Cesena para hacer algunas averiguaciones sobre Ramiro da Lorca, de cuyo gobierno no parecían estar satisfechos los súbditos de César.
Al llegar, convocó una vista pública en la plaza principal para que Da Lorca pudiera defenderse.
—Se os acusa de haber empleado una crueldad extrema contra el pueblo de Cesena. ¿Qué tenéis que decir en vuestra defensa?.
Una gran melena pelirroja rodeaba la cabeza de Da Lorca como un halo de fuego. El gobernante de Cesena frunció sus gruesos labios.
—No creo que haya sido excesivamente cruel, excelencia —dijo con humildad es que nadie me escucha y mis órdenes no son obedecidas.
—¿Es verdad que ordenasteis quemar vivo a un paje en la hoguera?
—Tenía razones para hacerlo —dijo Da Lorca al cabo de unos segundos.
—Me gustaría que me las explicaseis —dijo César al tiempo que apoyaba la mano en la empuñadura de su espada.
—Ese paje era un descarado. Además de un torpe —respondió Da Lorca.
—¿Y eso os parece razón suficiente para enviar a alguien a la hoguera?.
César sabía que Da Lorca había participado en la fallida conspiración contra él, pero, ahora, lo que más le importaba era el bienestar de sus súbditos, pues una crueldad injustificada en el gobierno podría minar el poder de los Borgia en la Romaña. Da Lorca debía ser castigado.
Ordenó que fuera encerrado en las mazmorras de la fortaleza e hizo llamar a Zappitto, a quien nombró nuevo gobernador de Cesena tras darle una bolsa llena de ducados y órdenes muy concretas.
Ante la sorpresa de todos, Zappitto puso en libertad al despiadado Da Lorca en cuanto César abandonó Cesena. Aun así, el pueblo se sentía feliz, pues Zappitto era un gobernante clemente.
La mañana del día de Navidad, el caballo de Ramiro da Lorca apareció en el mercado con el cuerpo sin cabeza de su amo atado a la silla.
Y, entonces, todo el mundo pensó que hubiera sido mejor para él permanecer cautivo en las mazmorras.
César preparó el ataque contra Senigallia. Hacía tiempo que deseaba tomar esa plaza portuaria del Adriático gobernada por la familia Della Rovere. Avanzó con sus fieles tropas hasta la costa, donde se reunió con los antiguos conspiradores al frente de sus propios ejércitos. Tanto quienes se habían mantenido fieles a él como los condotieros que habían formado parte de la conspiración parecían satisfechos de volver a luchar en el mismo bando.
el capitán de la fortaleza, insistió en que sólo se entregaría a César en persona.
César dispuso que sus tropas más leales se desplegaran alrededor de la plaza, mientras que las que habían formado parte de la conspiración esperaban un poco más alejadas. Siguiendo sus instrucciones, sus más fieles capitanes se reunieron con él a las puertas de las murallas. Paolo y Franco Orsini, Oliver Da Fermo y Vito Vitelli formaban parte del grupo.
Y, así, cruzaron las murallas, dispuestos a reunirse con Andrea Doria para acordar las condiciones de la rendición.
Al entrar en la ciudadela, cuando las enormes puertas se cerraron ruidosamente tras ellos, César rió
—Parece que Doria no está dispuesto a correr el riesgo de que nuestros hombres saqueen la ciudad mientras negociamos la rendición —comentó a sus capitanes.
Una vez en el palacio, fueron conducidos hasta un gran salón octogonal con las paredes de color melocotón. El salón tenía cuatro puertas y en el centro había una gran mesa rodeada de sillas de terciopelo, también de color melocotón.
César se dirigió al centro de la sala y se despojó de su espada, dando a entender que se trataba de un encuentro pacífico. Sus capitanes siguieron su ejemplo mientras esperaban la llegada de Andrea Doria. Vitelli era el único al que parecía preocupar que las puertas de la ciudadela se hubieran cerrado a su paso, separándolo así del grueso de sus tropas.
César les indicó que tomaran asiento.
—Senigallia siempre ha sido un puerto célebre —dijo a sus capitanes—, pero estoy convencido de que, a partir de hoy, lo será aún más. Vuestro comportamiento merece una recompensa y, sin duda, la tendréis —continuó diciendo—. De hecho tengo la firme intención de no demorarla por más tiempo.
Y, de repente, dos docenas de soldados armados irrumpieron en el salón por cada una de las cuatro puertas. Un minuto después, Paolo y Franco Orsini, Oliver da Fermo y Vito Vitelli habían sido atados a sus asientos.
Estoy seguro de que él os dará la recompensa que merecéis. Don Michelotto, que había entrado con los soldados, se acercó a los conspiradores y, tras sendas reverencias, cogió la soga que le ofreció un lacayo y, ante la mirada aterrorizada de los traidores, fue estrangulándolos uno a uno.
A su regreso a Roma, César fue recibido como un héroe a las puertas de la ciudad. Desde que había conquistado la Romaña, el hijo del sumo pontífice se mostraba más satisfecho, más dispuesto a sonreír.
La dicha de Alejandro no era menor, pues, pronto, todas las ciudades de la península estarían bajo su poder.
Cuando se reunieron en sus aposentos privados, Alejandro le hizo saber a César su intención de coronarlo rey de la Romaña o incluso de cederle el solio pontificio, Pero antes era preciso conquistar la Toscana, algo a lo que, hasta entonces, Alejandro se había mostrado reacio.
Esa noche, mientras César descansaba en sus aposentos, disfrutando de los recuerdos de sus victorias, un criado le entregó un cofre con una nota de Isabel d'Este, la hermana del duque de Urbino, a quien César había privado de sus posesiones.
Al tomar Urbino, César había recibido un primer mensaje de Isabel, en el que le pedía que le devolviera dos esculturas que, al parecer, tenían un gran valor sentimental para ella. Una era un Cupido; la otra, una imagen de Venus. Dado que Isabel era la nueva cuñada de Lucrecia, César había accedido a sus ruegos y le había hecho llegar ambas esculturas.
Ahora, Isabel le agradecía su gesto y le pedía que, a cambio, aceptara el modesto obsequio que le había enviado.
César abrió el gran cofre envuelto con cintas de seda y lazos dorados con el nerviosismo de un niño que abre un regalo el día de su cumpleaños. Quitó el envoltorio cuidadosamente y, al abrir el cofre y retirar el pergamino que cubría el contenido, descubrió cien máscaras. Había máscaras de carnaval de oro y piedras preciosas, máscaras de seda púrpura y amarilla, misteriosas máscaras negras y plateadas, máscaras con rostros de santos y con forma de dragón y de demonio..
feliz ante cada nueva imagen que se reflejaba ante sus ojos.
Un mes después, César y Alejandro estaban en los aposentos del sumo pontífice, esperando a Duarte, que acababa de regresar de Florencia y Venecia.
Mientras aguardaban la llegada del consejero, Alejandro, entusiasmado, le explicó a César sus planes para embellecer el Vaticano.
—Aunque no ha resultado fácil, finalmente he convencido a Miguel Ángel para que diseñe los planos para la nueva basílica de San Pedro —dijo Alejandro—. Quiero que sea un templo sin igual, una basílica capaz de reflejar toda la gloria de la cristiandad.
—No conozco su trabajo como arquitecto —dijo César—, pero el Cupido que adquirí no deja lugar a dudas; Miguel Ángel es un artista extraordinario.
Duarte entró en la habitación, se inclinó ante el sumo pontífice y le besó el anillo.
—¿Habéis averiguado la identidad de esos canallas de Venecia? —preguntó César—. ¿Qué noticias traéis de Florencia? Supongo que dirán que soy un despiadado asesino después de lo ocurrido en Senigallia...
—Lo cierto es que la mayoría de la gente piensa que hicisteis lo que debíais y que demostrasteis poseer gran astucia e inteligencia. Como dicen en Florencia, fue un scelleratezzi glorioso, un glorioso engaño. La gente adora la venganza, sobre todo cuando está cargada de dramatismo.
Pero la sonrisa de Duarte desapareció de sus labios al dirigirse al sumo pontífice.
—Su Santidad —dijo con gravedad—, mucho me temo que seguís corriendo un grave peligro.
—¿A qué te refieres, Duarte? —preguntó Alejandro.
—Puede que los conspiradores hayan muerto —dijo el consejero—, pero estoy convencido de que sus familiares intentarán vengar su muerte. —Guardó silencio durante unos instantes, y finalmente se volvió hacia César—: Nunca perdonarán vuestra ofensa —dijo—, y si no pueden vengarse en vuestra persona, sin duda intentarán hacerlo en la del Santo Padre.
En Ostia, el cardenal Giuliano della Rovere caminaba, enfurecido, por su palacio. Acababa de saber que César Borgia había conquistado Senigallia, Ahora, los Borgia mandaban incluso en aquellos territorios que pertenecían a su familia. Pero eso no era lo peor.
Las tropas que César había dejado atrás habían saqueado la plaza y habían violado a todas las mujeres; ni siquiera su dulce nieta Ana, de doce años de edad, había podido eludir tan terrible destino.